El sexo de los ángeles o cómo nos venden la moto
Hace dos semanas pensé escribir un artículo en torno a las noticias que en los medios de comunicación, esos días, informaban de récords de temperatura y difundían imágenes de fenómenos meteorológicos extremos ligados a altas temperaturas en diversos lugares del planeta, en especial en Norteamérica y Siberia. Decidí esperar. El verano aún estaba en sus inicios. Recordando lo ocurrido en otros veranos de estas primeras décadas de siglo, temí que hubiera más sucesos extremos. Y los ha habido. Las inundaciones producidas en Alemania y Bélgica, a consecuencia de un episodio de lluvias intensas inusuales en estas fechas, han dejado más de 200 muertos y hay miles de personas desaparecidas. Se trata de las inundaciones más graves desde que hay registros oficiales en Alemania y Bélgica. Dos de los países con los más altos niveles en el índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas han sufrido las consecuencias del cambio climático con una intensidad que, algunas personas, pensaban que solo se darían, y en el futuro, en países menos desarrollados o en las zonas más pobres de aquellos caracterizados por una distribución de la renta más injusta.
Casi coincidiendo en el tiempo, se han producido las temperaturas más altas registradas nunca en Canadá, 49,6° C, que han causado centenares de muertes por calor en una latitud tan septentrional. Mientras tanto, en Siberia son ya 1,4 millones las hectáreas calcinadas esta temporada de incendios, continuando la tendencia de los años 2019 y 2020. Es también relevante observar una importante diferencia con respecto a años pasados, que radica en el tratamiento que se da a estos sucesos: ahora, estas noticias, mayoritariamente, aparecen asociadas al cambio climático. Ya no podía ser de otra forma. En este mes de Julio, el pasado día 5, se ha hecho pública la encuesta del Eurobarómetro donde un 78% ciudadanía de la Unión Europa considera que el cambio climático es un problema muy grave, siendo también percibido como el principal reto al que se enfrenta el mundo.
El pasado 23 de junio, la agencia de noticias AFP dio a conocer el primer borrador - obtenido a través de una filtración - elaborado por el Grupo de Trabajo II para el Sexto Informe de Evaluación (IE6) del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Los informes de evaluación recogen, actualizado, el conocimiento disponible en torno al cambio climático, estructurado en tres áreas principales: el grupo II corresponde a “Impactos, adaptación y vulnerabilidad”. Los otros dos, son el I, que trabaja las bases físicas y el III, la mitigación del cambio climático. El informe “filtrado” está previsto sea aprobado el próximo mes de febrero de 2022 durante la quincuagésima quinta próxima sesión del IPCC.
El objetivo de una filtración como ésta es dar a conocer la versión íntegra elaborada por los científicos. Como el borrador del informe debe ser aprobado por los 195 estados miembros del IPCC, las filtraciones antes de la fase de revisión por los estados tienen como objetivo dificultar que se matice la crudeza del diagnóstico. Con la tendencia actual, los expertos estiman que el alza será de 3° C, mientras que rebajan el incremento de la temperatura a partir del cual se producirán “progresivamente consecuencias graves durante siglos e irreversibles en algunos casos de los 2° C estimados en informes anteriores a 1,5° C en este último informe. Y concluyen con un mensaje nada ambiguo: ”debemos reconducir nuestro modelo de vida y de consumo“.
Los 3.000 millones de árboles que la UE quiere plantar hasta el 2030, no serán suficientes para detener significativamente el incremento de la temperatura del planeta. Tampoco bastará con que sólo en algunos de los países desarrollados se avance rápidamente en la electrificación de la economía, aunque sea imprescindible hacerlo. Pero, sin ser suficientes, son medidas adecuadas si no son las únicas. Lo que sí es prescindible es introducir ruido en un asunto tan determinante para el futuro de la vida en el planeta como zanjar el debate necesario sobre la industria agroalimentaria y su participación en las emisiones de gases de efecto invernadero, hablando de banalidades como el punto en que le gusta hecha la carne, precisamente, a quien más capacidad tiene de impulsar cambios en España.
Al mismo tiempo, podemos observar cómo se multiplican los casos de greenwashing. El ecoblanqueamiento, o lavado de imagen verde, es una forma de propaganda engañosa para crear la percepción de que los productos, objetivos o políticas de una organización protegen el medio ambiente con el fin de aumentar sus beneficios o mejorar su valoración. En nuestro territorio incluso hay quien afirma, sin rubor y sin base científica alguna, que la ampliación del Puerto de València es un ejemplo de conciliación de crecimiento y “lo verde”. Afortunadamente, ya no cuela; sólo define a quien afirma algo tan alejado de la realidad. No es un caso aislado. Como lo que está en juego es la toma de decisiones claves a la velocidad necesaria para ser eficaces, maquillar la realidad es especialmente dañino.
Lo que permitió el sueño del crecimiento infinito fue la combinación de la capacidad narcótica de la publicidad –descrita por el publicista y escritor Frédéric Beigbeder en su libro 13,99- con el cortoplacismo de la mayoría de los gobiernos, la fe cuasi religiosa en la tecnología, así como el poder de los lobbies construidos en torno a los hidrocarburos, desde las petroleras a la industria del automóvil, pasando por la química. Es sorprendente cómo pudo creerse que no tendría consecuencias quemar, en sólo dos siglos, los resultados de un proceso de acumulación de millones de años. En realidad, no fue ignorancia. Hoy sabemos que las grandes multinacionales del sector de los hidrocarburos eran conocedoras del cambio climático desde los años 60. Lo escondieron de forma que recuerda a las tácticas de la industria del tabaco para prolongar su negocio. La existencia de civilizaciones complejas con alto grado de tecnología, que han concebido la naturaleza como un fungible más, ha hecho que hayamos comprometido los mecanismos que permiten la viabilidad de esas mismas civilizaciones y de la mayoría de las especies que habitan el planeta.
Los efectos de la ruptura del equilibrio de las actividades humanas con la capacidad biológica a escala local son conocidos y están descritos. Jared Damond, profesor de geografía en UCLA y premio Pulitzer por su ensayo Armas, gérmenes y acero, recoge en su libro Colapso precedentes de civilizaciones que colapsaron por sobrepasar la capacidad de carga de los ecosistemas en que estaban asentadas, con consecuencias devastadoras. Hay información suficiente para que seamos capaces de extraer conclusiones y aprendizajes (deberíamos revisar de manera crítica nuestra propia historia e incorporar esta información en todos los currículos). También en la Península Ibérica, las actividades económicas han condicionado de forma determinante el estado de la biosfera antes de la Revolución Industrial. Una parte del paisaje que se observa es el resultado de poner el territorio al servicio de un monocultivo, la exportación de la lana, durante siglos. Las consecuencias no fueron solo en el paisaje: modificó la propiedad de la tierra y empeoró las condiciones de vida de los agricultores.
En el territorio valenciano una de las principales fortalezas era la forma en la que se había asentado la población, en una red de pequeñas poblaciones, ciudades intermedias y ciudades grandes bien repartida, que minimizaba la necesidad de desplazamientos. Teníamos una ordenación del espacio inteligente y resiliente, en cuanto a la distribución de la población. En un país amenazado por la desertización y la desertificación, era una fortaleza valiosa. Nuestro territorio se desordenó en dos etapas: el desarrollismo franquista y los gobiernos del PP. En ambos casos, se hizo con una legislación ad hoc que lo amparaba y con innumerables casos de corrupción ligados a los cambios en la clasificación del suelo. Por otra parte, una serie de malas decisiones estratégicas, éstas a nivel estatal, están detrás de otra clave: la negociación para la entrada en la UE y la Política Agraria Común no tuvo como objetivo posibilitar el mantenimiento de la población rural, a diferencia de lo ocurrido en Francia y Alemania. Al contrario, se sacrificó la agricultura mediterránea como moneda de cambio en las negociaciones .
En todos estos procesos, el incremento de la disponibilidad de energía “barata” contribuyó a la desestructuración del territorio. Del crecimiento de las poblaciones en capas de cebolla se pasó a los desarrollos inconexos, fiando al vehículo privado la conectividad; y de la ciudad compacta mediterránea se pasó a la urbanización difusa. La ilusión generada de que era posible que el despilfarro energético no tuviera fin ni consecuencias, explica la aparición de formas insólitas de ocupación del espacio en nuestro país, que imitaban el sprawl norteamericano y las redes de autopistas que lo soportan. Ya deberíamos saber que no es la decisión más inteligente construir nuevas carreteras, ni en l’horta de València ni en la de la Safor, ni sobre ningún otro suelo tan fértil. Es al revés, hay que recuperar todo el suelo sellado que se pueda.
El bajo coste del transporte a gran distancia reprodujo ese desorden en la escala global, pues volcó la decisión de la ubicación de la fabricación o del cultivo en los costes de producción y se convirtió en elemento impulsor del dumping laboral y medioambiental. Recuperar nuestro equilibrio territorial en un contexto de emergencia climática requiere de cuatro condiciones: plantear con crudeza la cuestión clave de la crisis energética, que exige relocalizaciones; redimensionar actividades económicas y reducir la intensidad energética de la economía; apostar por un urbanismo y políticas de movilidad que permitan prescindir del uso de vehículos privados en la mayor medida posible; la adopción de estrategias territoriales de adaptación a los nuevos riesgos asociados a la emergencia climática. En ese sentido el mundo rural debe contar con: un servicio regular de transporte suficiente, prestado por una red de autobuses impulsados por energías renovables, y lanzaderas para garantizar la conectividad con los nodos de transporte ferroviario electrificado; dotación de infraestructuras sociosanitarias y educativas de proximidad; canales cortos de distribución para el sector agroalimentario local dirigidos a las áreas metropolitanas más cercanas. También, reubicar actividades: favorecer, por ejemplo, que los servicios puedan ser prestados desde entornos rurales, aprovechando las oportunidades que ofrece el nomadismo digital. Hay que reorganizar las ciudades, como ya se está haciendo en la Unión Europea en aquellas donde el ecologismo político estamos presentes. Y revisar su relación con otras poblaciones para que las grandes urbes no operen como entes extractivistas en su área de influencia. No han de exportar los usos más incomodos e importar los bienes y las personas que, por no ofrecerles alternativas, se ven obligadas a abandonar sus lugares de origen.
Estaba (¿está?) en la cultura popular que, mientras los ejércitos del sultán Mehmed II sitiaban Constantinopla, los bizantinos se enredaban en discusiones eternas sobre asuntos anecdóticos, ignorando una realidad amenazante e inmediata. Todo lo que no sea aceptar lo que incluso los primeros teóricos del capitalismo clásico - como Adam Smith y David Ricardo asumieron, que el crecimiento infinito no es posible, es huir de la realidad e ignorar la amenaza que nos envuelve como a una ciudad sitiada. Y no es el único reto la emergencia climática. Debemos asumir que hay que gestionar la escasez de materiales, incluidos los recursos naturales, como ya apuntó Nicholas Georgescu-Roegen, economista y profesor en Vanderbilt, que publicó en 1971 “La ley de la entropía y el proceso económico”, uno de los puntos de partida de la economía ecológica y donde escribe que “es muy probable que el problema de la escasez aparezca más por parte de los materiales que por el ámbito de la energía, pues siempre nos quedará la opción de apelar al flujo de radiación solar. ”Tengo la sensación de que, como sociedades, seguimos hablando del sexo de los ángeles, porque nos inducen a hacerlo con las poderosas maquinarias de propaganda –la publicidad contemporánea es, al mismo tiempo, más sutil y burda que nunca- al servicio de élites a las que nadie elige, desde los propietarios de las grandes corporaciones multinacionales a un número creciente de líderes en estados cada vez más autocráticos. Los profesionales en distraer la atención pública de lo fundamental hacia lo anecdótico están entre los mejor retribuidos por su trabajo en nuestras sociedades. Podemos comprobarlo al encender la pantalla digital del dispositivo que prefiramos.
Como conservo una buena memoria no idealizo el pasado. No hay un modelo ni un mundo idílico al que retornar. Debemos inventarnos nuestro futuro. Pero, recuerdo cómo era la vida con los límites materiales que teníamos en 1985, último año que estuvimos en equilibrio con el planeta: era una buena vida. Se viajaba menos, eso sí. Pero también creo que la actual necesidad del viaje anual no es más que una moda inducida: como nuestra vida diaria es navegar en un mar de estrés, nos ofrecen, para quien puede pagarlo, rupturas breves de la cotidianidad. Una moto más que nos venden. Debemos conseguir que estén en primer lugar nuestras prioridades conjuntas como ciudadanía, una vida digna y merecedora de ser vivida, justicia social para el conjunto de los habitantes del planeta y un medioambiente sano donde estas sean posibles y donde el conjunto de los seres vivos no esté amenazado. Ahora el mundo lo mueve el deseo de acumulación de riquezas y de poder de muy pocas personas. Y ese deseo, que ha demostrado ser infinito, no tiene cabida en un mundo finito sin destruirlo.
- Natxo Serra es coportavoz Verds Equo-Compromís
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