Cuando las balas buscan a los jóvenes que salen de una fiesta o a las familias que se esconden en sus casas, se me rompe el alma. Cuando las bombas buscan los hospitales y destrozan todo lo que encuentran, se me rompe el alma. Y cuando alguien me dice que no puede ser, que no se me puede romper el alma dos veces, se me vuelve a romper.
La guerra siempre nos pone en disyuntivas sin razón y parece obligarnos a tomar decisiones simplificadas, de sí o no, de quién tiene la razón, como si pudiéramos hablar de razón en singular, como si eso fuera posible.
El derecho a defenderse vale para todos, pero no puede confundirse con el derecho a vengarse, que es un derecho falso, que esconde intenciones turbias y pretende hacerlas legales. Lo mismo que la exterminación, la negación de la vida, llamarles perros a los enemigos.
La balanza de víctimas siempre se inclina hacia un lado y señala con sangre al que abusa del poder, al que invade día a día, gota a gota, y luego se sorprende de que el conflicto le reviente en las narices. Dicen que la venganza ha de ser proporcionada. ¿Existe la venganza con proporciones? La palabra venganza no tiene diminutivos.
En realidad se me parte el alma por la humanidad, por nuestra imposibilidad de ejercer de humanidad. La respuesta es otra vez la guerra de fronteras, otra vez un asedio en pleno siglo XXI cuando creíamos que eso era propio de tiempos remotos y que este era el siglo del progreso. Bienvenida la inteligencia artificial porque la otra, la natural, la de siempre, se ha extraviado en el laberinto de la disputas. Envuelta entre el poder y el exceso, se cree con derecho a la supremacía.
Lo importante parece ser decidir de qué lado estoy y las miradas interpelan para que se midan las palabras, los puntos, las comas, para que se note la amenaza de opinar.
¿Qué decir? Ahora comprendo por qué la justicia tiene los ojos vendados.
Me tiro en el sofá y enciendo la tele sin voluntad de verla. Sorpresa. En la televisión pública, la de todos y todas, aparece un concurso que se llama “El conquistador” donde no caben los cobardes, dicen, pero sí cabe la agresión, los gritos, los estirones, las trampas, todo en el barro, en un escenario bélico, como si estuvieran entrenándose para el siglo XXI. Yo me siento muy cobarde.
Entonces lo entiendo todo. Con tranquilidad apago el aparato, converso, leo un libro, juego con mis nietos, y trato de que haya paz en mi pequeño mundo, a ver si se multiplica.