'La caja entrópica', historias ocultas en los almacenes de un gran museo
¿Qué contienen los almacenes de los museos? Esa es una pregunta que se habrán hecho generaciones de aficionados (y no aficionados) al arte, aunque solo sea por un momento y tras haber visto alguna película. La sola idea ya es sugerente: largos pasillos de luz mortecina, bóvedas en la oscuridad, cientos de recovecos donde miles de objetos duermen en silencio. Ese tipo de imagen casi romántica.
Por regla general, los almacenes de los museos guardan objetos de su competencia, pero conservan también objetos cuyas historias que no se han querido o podido contar. Historias que se engarzan con la Historia.
Francesc Torres, quien expuso este verano en el museo etnográfico de Galicia una historia sobre las mariscadoras gallegas, ha realizado La caja entrópica en el MNAC (Museu Nacional d’art de Catalunya) y cierra hoy sus puertas. La frustración de no poder verla ya podrá compensarse con el catálogo-libro de la misma, que aparecerá en unas semanas.
Torres compara esta exposición con la idea de alguien que mete objetos valiosos en una caja y se trastabilla al bajarla por una escalera. Los restos del destrozo serían la muestra.
Esta se abre de manera impactante para cualquier aficionado mínimo a los coches potentes: los restos de un Aston Martin (el coche tradicional de James Bond, por recordar) del año 2007 usado para la obligatoria prueba de colisión. Algo que, como al solitario San Francisco de Asís de Zurbarán que tiene al lado, provoca un cierto grado de tristeza reflexiva. Este es el prólogo. Habrá un epílogo.
La primera sala como tal recibe el nombre de El problema judío. Lo que se expone es el Retablo de los Santos Juanes, realizado por Bernat Martorell en la primera mitad del siglo XV para la iglesia parroquial de Vinaixa (Lleida). Casi todo el retablo está en el MNAC, pero tres partes aparecen en reproducción fotográfica en blanco y negro. Bueno, otro retablo tardo-medieval, diríamos.
Pero si se mira la predela, donde aparece gente común, no santos, se ve que ese pueblo llano tiene los rostros rasgados con saña, incluso vaciándole los ojos. Y es que, no siendo santos, eran los judíos que mataron a Cristo. Esta agresión sucedió, quizá no en el momento mismo de la instalación del retablo, pero sí en una de las muchas oleadas antijudías que tuvieron lugar en ese siglo XV. Sencillamente brutal.
Algo que pone de manifiesto cómo la relación de las imágenes o la cultura con la política o la ideología nunca ha sido necesariamente placida y refleja unas tensiones que pueden finalizar en el atentado. O incluso en la guerra.
Parece que esto del vandalismo iconoclasta no es patrimonio de ninguna religión ni de ninguna ideología. En la siguiente sala, La pintura y el fuego, pueden verse algunas de las pinturas realizadas en 1927 por Josep María Sert para la catedral de Vich y que fueron quemadas por un grupo de milicianos durante la Guerra Civil. Lo que resta son directamente pinturas abstractas, algunas de las cuales recuerdan a la action painting de los años 50. Junto a ella se expone una de las pocas pinturas quemadas de Joan Miró, una práctica espontanea en la segunda mitad de los sesenta, luego formalizada en unas pocas piezas.
La siguiente sala (aunque no hay un trayecto obligatorio) sería El estropicio de la ira. Aquí está un retrato de José I Bonaparte rasgado por lo que podría ser el sable de la época que se muestra al lado. Blandido por una mano vengadora a toro pasado, como se indica en el texto de pared, escrito por el artista.
Pero también está el busto de la reina Isabel II, que ocupaba un lugar de honor en el teatro del Liceo y que fue arrastrado ramblas abajo por la turbamulta durante la revolución Gloriosa de 1868. Fue arrojada al puerto, como también sucedió en Málaga con la del Marqués de Larios en 1931. La de Isabel II, con la nariz rota tras el arrastre, tardó en rescatarse de las aguas y nunca fue restituida al Liceo. Pero se conserva en el almacén del museo. Ya de paso, se recuerda la serie de acuarelas Los borbones en pelotas en la cual habría participado gente como Gustavo Adolfo Becquer.
A cuchilladas y golpes contra el arte “provocativo”
Feminicidios (por arte interpuesto) es de las salas más tremendas, de las más gore. Resulta que durante el Congreso Eucarístico de Barcelona de 1952, celebrado por el régimen como un hito en su reconocimiento internacional, un grupo de personas entró por la noche en este mismo MNAC y se dedicó a destrozar a cuchilladas todos los desnudos femeninos que encontraron. No se sabe a ciencia cierta quienes fueron los autores, porque el tema se tapó como se hacían entonces las cosas, pero todo apunta a seminaristas inflamados de santa ira (había más de 15.000 religiosos en el Congreso).
Algunos de los cuadros se restauraron, pero las huellas se perciben en el revés de la tela. Otros siguen a medio reparar o como los dejaron, heridos, mancillados. Es algo que da bastante grima porque, encima, la inmensa mayoría de las pinturas no tienen absolutamente nada de provocadoras. Como sí lo era la Carmen Bastián, c. 1871-1872 de Mariano Fortuny (una de las pocas ausencias notables en su actual exposición del Prado). Un cuadrito que cruza la Maja desnuda y el Nacimiento del mundo (1866) de Courbet en una figura directamente obscena. Como el cuadro es muy pequeño, los asaltantes no debieron verlo.
También hay un recuerdo a un suceso del mismo porte: cuando en 1914 la sufragista Mary Richardson rasgó con un cuchillo de carnicero La Venus del Espejo de Velázquez que se muestra en la National Gallery de Londres.
La caja revuelta muestra boca abajo unas pinturas sobre la historia de Roma cuyo periplo es demencial. Esto da paso a El Rey vestido en pintura, una sala donde se reúnen más de una docena de retratos de Alfonso XIII, gran parte de ellos pintados para la Exposición Universal de 1929, que pertenecen al MNAC y hoy no se muestran. La acumulación produce un efecto casi surreal. Es la extraña relación con Catalunya de un rey muy menor que junto a su valido, el conde de Romanones, produjo algunas películas pornográficas muy explícitas precisamente en Barcelona. Se muestran un par de ellas.
Poner puertas en/a la calle enseña las puertas de la casa Batlló diseñadas por Gaudí antes de que una reforma brutal del inmueble en 1957 acabara con ellas tiradas en la calle. Las puertas son una joya pero, hay que decirlo, no tienen mucha utilidad fuera del edificio para el lugar que fueron ideadas. No acabaron en el basurero porque pasó por allí el director de museos, Joan Ainaud de Lasarte, y dio orden inmediata al ayuntamiento para que se recogieran y se trasladaran al MNAC.
Rescatando pinturas, incluso del franquismo
Topos republicanos son una serie de pinturas y sobre todo dibujos de los frentes de guerra republicanos. Que fueron a parar a los almacenes del MNAC y allí se ocultaron durante decenios sin que las autoridades franquistas se enteraran. Una especie de quintacolumismo artístico. No es que las obras sean excepcionales en cuanto a calidad y pretensiones, pero representan la conservación de la historia en tiempos oscuros.
La exposición se cierra con la acumulación de objetos, casi detritus, que también se guardan en el museo a la espera de un futuro tan improbable como haber sido mostrados en La caja entrópica. Entre esos objetos, que incluyen una bomba de aviación o un martillo neumático, está la única obra propia de Torres, un trabajo de hace cuarenta años, una ciudad construida con cartas de baraja que ha sido falsificada para esta ocasión. Y el epílogo, la secuencia de Siete ocasiones (1925) de Buster Keaton, aquella en la que huye de infinitas piedras rodantes.
La caja entrópica es atractiva en si misma: lo que se muestra, sus historias, son invariablemente fuertes. Pero luego existen numerosos hilos que seguir y merecen atención. Esto no es una obra, es una exposición, pero es que la exposición es la obra. Torres hace arte conceptual, pero eso al público le viene a dar un poco lo mismo porque las ideas se manifiestan a través de objetos aunque estos no hayan sido creados por el mismo artista. Lo cual, de nuevo, viene a dar un poco igual.
También es un pequeño curso sobre comisariado. Plantea, aunque no de forma explícita, que estamos en una era híperconservacionista donde se almacena todo. Que nuestra relación con lo simbólico, por lo general bastante pobre en España, tiende a estos desbarres que sí, ciertamente son simbólicos. Y que la pulsión iconoclasta proviene siempre del odio. Da para pensar.