La CIA y la Guerra Fría cultural
Mike Hammer fue un detective bronco; uno de esos tipos solitarios y de pocas palabras, aunque capaces de llegar directas al hígado. Creado por Mickey Spillane para calentar el hielo de la guerra fría, Mike Hammer venía a representar los ideales de una buena parte del pueblo estadounidense.
Como buen patriota, Hammer era anticomunista y violento, además de racista y misógino a partes iguales. Su disposición ética de indiferencia ante la vida le hacía manejar su Colt sin concesiones. En una de sus novelas viene a decir que la inocencia no existe. En todo caso, existe la inocencia tocada con la culpa. Y de eso trata esta pieza, de las culpas que se cruzaron los inocentes cuando la CIA se encargó de diseñar la guerra fría cultural tras el conflicto bélico que vino a definir a los dos bloques.
Uno de los inocentes fue el músico Dmitri Shostakovich, quien se presentó en el salón de baile del Waldorf Astoria un martes frío y húmedo de finales de marzo de 1949. Shostakovich iba a participar en la Conferencia Cultural y Científica para la Paz Mundial junto a otros artistas, entre los que se encontraba el escritor Arthur Miller, quien describió a Shostakovich como “pequeño, frágil y miope...de pie, rígido como un muñeco”.
Porque Shostakovich, en aquellos momentos de pánico, era lo más parecido a un corderillo de camino al matadero, dispuesto a ser degollado. El matarife iba a ser el compositor ruso Nicolas Nabokov, quien le cuestionó su posición política, entrampando su persona con la de Stravinsky y la de Schoenberg, autores que en la URSS estalinista fueron calificados de formalistas burgueses al servicio del capitalismo.
Esta es una de las muchas vergüenzas que la periodista británica Frances Stonor Saunders cuenta en su libro La CIA y la Guerra Fría cultural (Debate), un trabajo jugoso donde se revela que muchos autores y artistas occidentales fueron instrumentos del servicio secreto estadounidense. Pintores como Pollock fueron mercadeados para responder al Realismo Socialista, arte oficial de la Unión Soviética en contraposición al arte abstracto. Lo mismo sucedió en la parte musical, donde el dodecafonismo de la Segunda Escuela Vienesa y todo lo que sonase a vanguardia quedaba fuera, señalado como arte burgués al servicio del capitalismo. Shostakovic fue un inocente al que Stalin instrumentalizó, al igual que, en el otro lado, Orwell y Sartre fueron instrumentalizados por la CIA, aunque estos se creyeran lo contrario.
El libro de Frances Stonor Sauders nos pone sobre la pista del diseño de mercado artístico que se traían los del servicio secreto estadounidense. Leyéndolo se entienden cosas, como, por ejemplo, la introducción de la música de vanguardia en nuestro país durante el franquismo con uno de sus capítulos más asombrosos: el concierto que tuvo lugar la noche del 16 de junio de 1964. Fue en el auditorio del Ministerio de Información y Turismo donde la Orquesta Nacional de España y el Orfeón Donostiarra dirigidos por Rafael Frühbek de Burgos interpretaron obras de vanguardia como Secuencias de Cristóbal Halffter y Testimonio de Luis de Pablo.
Los espectadores pertenecían a la España de los privilegios. Por delante de todos ellos estaban sus representantes, es decir, el ministro Manuel Fraga Iribarne, Carmen Polo, mujer de Franco, y los príncipes Juan Carlos y Sofía. El concierto fue retransmitido en directo por Radio Televisión Española y la cadena SER. En definitiva, fue un acontecimiento apoyado por el régimen y por su prensa que se extendió en alardes y buenas críticas.
No es de extrañar; la música vanguardista fue impulsada por la CIA y aquí, en España, por esas fechas ya éramos una sucursal del imperio yanqui. Pero como diría Mike Hammer, ha pasado tanto tiempo de aquello que habrá que pedir explicaciones a los muertos.
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