'La camarista', magnífico retrato de la explotación y alienación de las Kellys mexicanas
A mediados de 2014, y gracias a las redes sociales, decenas de mujeres que trabajaban en hoteles españoles empezaron a compartir experiencias y testimonios de su precaria situación laboral para apoyarse entre ellas. De la asistencia emocional digital pasaron a la autoorganización, a constituirse como asociación y organizar grupos territoriales que legitimasen sus protestas y trabajasen en la mejora de sus condiciones de vida, desde la digna remuneración salarial a la prevención contra el acoso.
Hoy en nuestro país cuentan con grupos de trabajo activos en ciudades como Barcelona, Madrid o Cádiz entre otras. También con núcleos de actividad específicos en sindicatos. En 2018 llegaron a reunirse con el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, para que escuchase sus reivindicaciones. Y un año después consiguieron entregar a la UE una propuesta de directiva europea para acabar con “la tercerización de las relaciones laborales”.
La camarista, primer largometraje de la realizadora Lila Avilés y candidata de México en los últimos Oscar, retrata el día a día de una mujer que limpia las habitaciones de un hotel de lujo. Evelina vive y trabaja duro como camarista —así se conocen a las Kellys en el país latinoamericano—. No conoce el asociacionismo, pero sueña con progresar. Y poco a poco se percata de cómo funciona un sistema que la aliena y la somete. Hasta que un día no puede más.
Retrato social con los pies en el suelo
No son pocos los realizadores y realizadoras del cine mexicano actual que ofrecen buenas muestras de ejercicios, si bien no abiertamente militantes, sí eficazmente asentados en un retrato social crítico. Uno que rinde cuentas con las brutales diferencias de clases vigentes en el país que en 2019 celebraba el centenario de la muerte de Emiliano Zapata.
Roma, de Alfonso Cuarón, y las vicisitudes de la Cleo que interpretaba Yalitza Aparicio, fue el ejemplo más internacionalmente reconocido. Pero cabría sumar aquella Jaula de Oro de Quemada-Díez, la Güeros de Alonso Ruizpalacios —cuya última película, Museo, sigue sin distribución en nuestro país—. Incluso derivaciones más amables pero incisivas como Las niñas bien de Alejandra Márquez Abella, dan en el clavo al retratar un sistema de castas tan arraigado como podrido moralmente.
De entre todas, La camarista se reivindica como un relato social con los pies en el suelo. Alejado de estetizadas construcciones del drama y comprometido con una narración opresiva y gris. Una apuesta sobria pero elegante que pide paciencia al espectador, para pronto construir con su mirada —prácticamente la de un voyeur—, el objeto de un discurso político meditado y brillantemente asentado en los gestos, en los detalles que esconden una opresión mucho mayor.
Lila Avilés ofrece en su primer largometraje uno de los dramas sociales más sólidos y hábilmente construidos del cine mexicano reciente. Exploración de los sutiles mecanismos que perpetúan la explotación que lleva a cabo un sistema al que le conviene tener trabajadores alienados, cansados, como los que rodean a Evelina. O como ella misma. Al tiempo que brinda, constantemente, pequeñas muestras de rebeldía cotidiana, de movilización íntima. Reacciones físicas y emocionales ante la injusticia, afectos en los que se dirimen auténticas luchas de clase.
A vueltas con las pesadillas 'ballardiana'
La camarista, a pesar de todo, no se conforma con ser un capaz y perdurable drama social. La mirada de Avilés se nos muestra gustosamente contaminada por una herencia que se puede leer tanto como reverencia buscada e involuntaria manifestación.
Evelina, la heroína silenciosa de Avilés, trabaja limpiando el piso 21 de un hotel de lujo. Su tesón y buen hacer le han granjeado el beneplácito de sus superiores para, en algún momento, tenerla en cuenta para un ascenso. Sabe que su amiga y compañera, Minitoy, trabaja en el piso 16 y allí los inquilinos son más descuidados y dan más trabajo. Tiene miedo, así que cuando surje una vacante en el piso 42, el más lujoso del edificio, pelea por ocupar el puesto.
Se establecen entre los clientes de las distintas plantas, mediados por la curiosidad de Evelina, diferencias claras que son tantas como las que existen entre las posibilidades económicas de unos y otros. Un juego de arquetipos que Avilés escribe con excelente empeño.
Así, sin proponerselo, La camarista establece un estimulante diálogo con algunas muestras del cine social de habla hispana más interesante de los últimos tiempos, como El hoyo de Galder Gaztelu-Urrutia. Siempre mirando con distancia y respeto a los ambientes enrarecidos del inicio de la mítica Rascacielos, de J. G. Ballard.
Al tiempo que se muestra firme en la utilización de códigos audiovisuales del cine carcelario. El conjunto de elementos que llenan cada plano, desde los uniformes a las grises a la configuración de las estancias del servicio —como la lavandería o el comedor—, dan buena cuenta de lo opresivo de la situación laboral de Evelina. Una situación a la que solo existe una salida. Decidir tomarla o no es la duda última de La camarista.
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