‘Oppenheimer’, Nolan te mete en la cabeza del creador de la bomba atómica en su película más política y madura
Todo el cine de Christopher Nolan está marcado por una misma obsesión: la fractura del tiempo. Si cualquier director manipula el tiempo y el espacio para contar una historia, en la mente de Nolan esa manipulación se convierte en algo parecido a un truco de magia –a veces incluso de forma literal, como en El truco final–. La obsesión por esa ruptura le ha llevado a enfrascarse muchas veces en thrillers donde los juegos temporales eran claves como argucia narrativa (Memento o Tenet como ejemplos paradigmáticos). Sin embargo, la obsesión por el tiempo no es solo algo que marque la estructura de sus obras, sino algo que se traslada también a sus películas más sobrias.
El tiempo era clave en Insomnia (con el peso de la culpa y el pasado como leitmotiv); en Interestelar (donde se especulaba con la posibilidad de que el amor fuera lo único que trascendía el tiempo y el espacio) o incluso en Dunkerke, donde sus tres historias de tres duraciones diferentes convergían en un punto en donde el tiempo es fundamental, como es una guerra. Había mucho interés por ver si en lo que parecía su apuesta más sobria y más convencional, un biopic sobre Robert Oppenheimer, el creador de la bomba atómica, era capaz de trasladar sus obsesiones, sus formas y su puesta en escena que funciona a la perfección para un thriller de acción, pero que parecía chirriar para contar la historia del físico.
Una vez vista Oppenheimer, queda claro que Christopher Nolan es un cineasta insobornable. Que su cine tiene unas señas de identidad claras que aparecen siempre, y que consigue que cualquier proyecto esté impregnado su ADN. Es Oppenheimer una película de Nolan desde el primer fotograma. Es la versión del cineasta de un thriller político que podría hermanarse con JFK, otro largometraje donde la fragmentación del tiempo y el montaje eran claves para trasladar el clima conspiranoico que pretendía Oliver Stone.
El tiempo es fundamental en Oppenheimer por varios motivos. Primero, porque el cineasta apunta al momento exacto de la explosión de la bomba atómica como punto de inflexión de la sociedad moderna. Un cambio en las políticas, en la confianza en los gobiernos y en la historia reciente. El mundo podía destruirse al pulsar un botón. Segundo, porque el filme de Nolan actúa como la cuenta atrás de la misma bomba. O, al menos, en una de sus varias tramas ya que –y de nuevo aquí el tiempo es la clave– la película está desestructurada y viaja del pasado al presente sin tener que explicar al espectador en dónde nos encontramos.
Tenemos una línea donde Oppenheimer ve cómo sus amigos y enemigos pasan delante de él en una pantomima de acto para intentar hundirle y quitarle su credencial como científico; tenemos al investigador obsesionado con la creación de la bomba atómica; tenemos al de antes de que la construyera; y tenemos al que queda devastado tras ver las consecuencias de su invento. Todos se mezclan, se funden y son el mismo gracias al trabajo de montaje y de guion de Nolan. Es una película densa, complicada, que se mueve de una a otra sin pedir permiso, pero que las trenza todas de forma magistral, haciendo dialogar a todas entre sí.
Nolan sigue siendo un perro viejo, y sabe que su experiencia también tiene que funcionar para un espectador que acude al cine para que le entregue una película diferente, pero que no quiere sentirse completamente perdido en su estructura. Por ello le otorga a todo la forma de un thriller político con traición incluida y giro final sorprendente, pero realmente no es lo que le interesa. Lo que al director le interesa es el estudio de un personaje contradictorio, ambiguo, complejo y poliédrico al que da vida de forma magistral Cillian Murphy.
Un estudio de personaje que se hace desde dos puntos de vista, y de ahí la decisión estética de que uno sea en color, el que es subjetivo, en el que el espectador comparte las sensaciones y pensamientos del propio Oppenheimer y con el que Nolan mete al espectador de forma directa en su cabeza; el segundo, en blanco y negro, es el punto de vista del resto, de los que miran a Oppenheimer, especialmente de un Lewis Strauss interpretado de forma colosal por un Robert Downey Jr que entrará seguro en todas las quinielas por los premios este año. En la parte en color, Nolan introduce visiones, imágenes de átomos, insertos nucleares que parecen ideados por el mismísimo Terrence Malick.
El cineasta convierte su película más sobria en una bomba de relojería, valga la redundancia y el juego fácil de palabras. Desde el primer minuto, provoca experiencia física y sensorial que arrasa. Consigue que una simple conversación sea tensa. Su puesta en escena es tan afilada, su uso del sonido y de la banda sonora (la de Ludwig Garnsonn, llena de chisporroteos es, fácilmente, la mejor del año) tan excelso que uno se siente arrollado ante quizás su película más compleja.
También sus habituales fallos quedan más expuestos en Oppenheimer. Nolan sigue siendo un pésimo escritor de personajes femeninos. Aquí el de Florence Pugh es ridículo y, aunque Emily Blunt borde sus dos momentos, el suyo también carece de cualquier tipo de desarrollo y sus escenas se notan forzadas, escritas por alguien que sabe que le van a acusar de ausencia de mujeres y se esfuerza por corregirlo, resultando artificial. También hay momentos en los que la película se sabe importante y engola demasiado la voz, algo que suele ocurrirle al cineasta. Es lo que tiene intentar un nivel de intensidad tan alto durante tres horas que, por suerte, aquí nunca pesan.
Y luego está el gran momento, claro, el de esa explosión nuclear que actúa como punto de inflexión antes del tercer acto y que es puro espectáculo. La escena que todos esperan y que Nolan resuelve de la forma más sorprendente, con un silencio que recuerda al que Rian Jonhson regaló en una escena de Los últimos Jedi y que descolocó a tanta gente. Lo que diferencia a Oppenheimer del resto del cine de Nolan es que, por primera vez, lo que le interesa contar tienen una implicación política y social. Si en sus thrillers abogaba por reflexionar sobre la culpa, el amor o la redención, aquí de lo que habla es del momento en el que el mundo cambió para siempre.
El cineasta acusa de forma directa a EEUU de pervertir la paz mundial, de utilizar a sus científicos y de crear un miedo que ya nunca se iría. Señala también al macartismo, a cómo un país fue capaz de perseguir a media población solo por sus ideales. “EEUU teme más al socialismo que al fascismo”, se oye en un momento del filme (que también marca la derrota del bando republicano en la Guerra Civil española como otro de los puntos de inflexión de la historia moderna); y es imposible no pensar que de aquellos polvos estos lodos. Que quizás el auge de la extrema derecha viene marcado por la connivencia histórica de casi todos los países con un neoliberalismo que prefería al reaccionario que al científico de izquierdas.
Oppeheimer acaba siendo una radiografía de la historia reciente del mundo a nivel político, y es una historia con una mirada pesimista, como lo es el final de esta película. Un final brillante que cierra una de los enigmas con los que Nolan juega durante todo el metraje en forma de macguffin con una conversación entre el protagonista y Albert Einstein que supone uno de los mejores cierres de su carrera como cineasta.
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