El falsificador catalán que vendió cuadros a Madonna y Stallone hasta que la cárcel lo cambió
Oswald Aulestia tiene 72 años, nació en Barcelona y actualmente expone y vende su obra original. Quizás esos sean los únicos datos por los que uno pondría la mano en el fuego sobre la historia de Aulestia, considerado por muchos, entre ellos él mismo, como el mayor falsificador de la historia del arte. Hasta qué punto era él quien pintaba los cuadros o solo quien ponía la firma nadie lo puede saber, pero también es cierto que Oswald fue investigado durante años por la justicia estadounidense por ser una de las piedras angulares de la llamada Operación Artista, una investigación del FBI, en colaboración con los Mossos d'Esquadra y los Carabinieri, que tenía como objetivo acabar con una de las mayores tramas de falsificación de arte de las últimas décadas.
En este juego de verdad y mentira, de realidad y ficción, de espejos y de historias dentro de historias es donde Kike Maíllo ha decidido construir su documental El falsificador, en el que cuenta la historia de Aulestia. Por un lado, recurre a testimonios verídicos, como policías españoles, miembros de la operación en EEUU e implicados era la Operación Artista. Por otro, le da la palabra al propio Oswald y, a partir de ahí, nunca nadie sabe si lo que sale por su boca es verdad o no. Él mismo lo advierte: “No os creáis nada, que es la verdad”. Un oxímoron que define bien su vida.
Si tenemos que creernos la historia de Oswald contada por el propio Oswald, tendríamos que dar por válido que vivió en un castillo veneciano que valía un millón, que su padre y él tenían siete u ocho coches y que se compraban el mismo en distinto color para no coincidir, o que vendió sus falsificaciones a “Stallone, Madonna o Luis Miguel”. “Y al Ricky Martin ese que me quería follar y me mandaba el Rolls Royce todas las noches a casa. Todos tienen cuadros míos”, dice a cámara sin titubear. En su historia se codea con los más grandes, y hasta les hace bromas: a Al Pacino le colocó “10 o 15 pollas” en el olivo que tenía a la puerta de su mansión. “Le hice feliz”, palabra de Oswald.
Entre medias, desliza reflexiones sobre obra y copia, sobre qué es lo auténtico y sobre un mercado de arte en el que no se valora la obra en sí, sino el prestigio de tenerla. Como pregunta el protagonista en un momento: ¿qué vale más, un Miró original colgado en el baño de un don nadie o un Miró falso que cuelga en la casa del rey de España?, ¿cuál se vendería por más valor? En las grietas de esa industria, él logró colar copias a 40.000 dólares cada una y amasar una fortuna. Todo eso antes de que la operación policial acabara con su cuerpo en la cárcel. Una experiencia que lo cambió por completo. El equipo del documental se encontró con la detención en directo, y la historia de este falsificador adquirió entonces un tono de redención. Para él, aquel silencio entre las cuatro paredes le cambió. Sigue siendo un jeta, pero ahora consciente de todo.
Kike Maíllo comenzó este documental sin saber a dónde le iba a llevar. Podía ser una ficción, una serie… cuando conoció a Oswald tuvo claro que la única opción era un documental. Sus historias puestas en una película serían inverosímiles. Nadie creería en ellas. Era mejor dejar que él se contara a sí mismo y que ellos aportaran el contexto policial. “No entramos ahí”, dice Maíllo sobre si lo que cuenta este falsificador es verdad o no.
El 90% del cine no es arte, es artesanía. Viene de lo que escuché aquí, de lo que leí allá y de lo que vi por otro lado. Y eso ya se lleva al extremo en la publicidad
Lo que sí es verdad es que “trabaja al detalle sus historias y él se lo cree”. “No sé si son reales, pero desde luego él se las cree y casi siempre está la incógnita de cuánto hay de verdad o de mentira”, dice el director que, tras pasar tres años con él, ha desarrollado una especie de síndrome de Estocolmo que le hace “creer la mayoría de las cosas que cuenta y no creer las que no te quieres creer”.
Durante el rodaje, hubo varios momentos en los que parecía que todo se iba al traste. Justo antes de un viaje, Oswald desaparece y cuando lo llaman dice que está enfermo. Por supuesto, se trata de su detención repentina. Sin embargo, Maíllo nunca tuvo miedo, viene de la ficción, y allí saben que “cuantos más problemas mejor, los problemas son bienvenidos”. Tras su estancia en la cárcel, el director entiende que lo que había comenzado como un Ocean’s Eleven cañí ha girado a una historia de redención. “Él vuelve muy renovado, con la idea un poco mística de que el silencio que ha vivido allá y todo este tiempo sin ver a nadie le han permitido reflexionar sobre lo que ha sido, sobre el ego que tiene, su narcisismo, cuánto ha estado atado a la sexualidad, a las drogas. Se pregunta qué ha hecho bien y qué ha hecho mal. Allí coge un boli y unas hojas y se pone a escribir, él que no había escrito en su puñetera vida”.
La película termina también convirtiéndose en una reflexión sobre el propio hecho artístico. ¿Hay posibilidad de hacer algo realmente original o todo es una copia de una copia? Kike Maíllo cuenta que, incluso en alguna versión del guion, se incluía artículos periodísticos que mostraban cómo “cuando una película va bien, alguien te dice que es porque se parece a otra cosa o porque, directamente, es una copia de algo”. “El 90% del cine no es arte, es artesanía. Viene de lo que escuché aquí, de lo que leí allá y de lo que vi por otro lado. Y eso ya se lleva al extremo en la publicidad, donde todo es referencial y no hay tapujos”, añade.
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