'Happy End', la Europa del 1% según Michael Haneke
Siempre resulta estimulante analizar qué películas gustan y cuáles no según el momento en el que se estrenan. Happy End, la última película de Michael Haneke, se pudo ver en el Festival de Cannes del año pasado. La misma edición cuya crítica aplaudió casi unánimemente el desolador discurso de Sin Amor de Andrey Zvyagintsev. La misma cuya Palma de Oro se llevó The Square de Ruben Östlund. Ambas películas con más de una concomitancia con la que nos ocupa.
La rusa trataba la progresiva pérdida de la emoción en un sistema capitalista sin una sola concesión amable ni al espectador ni a sus personajes. La sueca se rodeaba de una aureola arty cargada de humor negro para criticar lo mismo en clave más europeísta. Y la de Haneke hacía suya dicha crítica llevándola al terreno de los códigos de su cine, acudiendo incluso a la autorreferencia y al juego de espejos con sus anteriores films.
Sin embargo, a Happy End le cayó la peor parte en el balance crítico. En The Hollywood Reporter Deborah Young la definía como una película coja y vacua, en Screendaily Lee Marshall decía que era una película más frustrante que otra cosa. En la prensa española Carlos Boyero la tachaba de “fracaso pretencioso”, Salvador Llopart decía que era una película “predecible y sin mordiente”, y Philipp Engel la describía como “un Megamix fallido” de las obsesiones de su director. También es cierto que Haneke es un señor de 76 años con dos Palmas de Oro, no una voz precisamente renovadora de nada, y que no faltaron críticas a quien gustase la obra. Pero pronto el prestigio del austríaco cotizó a la baja situándola como la peor película del realizador desde el remake norteamericano de Funny Games. Con todo, ¿Es Happy End una debacle?
Los problemas del 99%
A lo largo de su carrera, Haneke ha ido abordando muchísimas temáticas. Unas veces adoptando discursos peliagudos, y otras dejando su argumentación a medias, pero casi siempre siendo totalmente consecuente con su visión del mundo. Como resultado la suya es una de las filmografías más sólidas y con menos contradicciones del cine europeo contemporáneo.
Desde la conocida como 'la trilogía de la glaciación emocional', su visión sobre cómo se significan los mecanismos de un sistema capitalista por posicionarse en contra de la empatía no han hecho más que evolucionar y ganar calado. Lo mismo pasa con sus tesis sobre la cotidianidad como terreno de una guerra de valores o el miedo como motor de la revolución interior. Son temas de los que hablan El séptimo continente, El vídeo de Benny, Funny Games, Código desconocido, La cinta blanca...
Todos, títulos que se dan la mano en Happy End: la historia de una familia rica gracias a la construcción. Cuando a su alrededor se suceden una serie de imprevistos -un accidente en una obra de su propiedad y la repentina intoxicación por antidepresivos de la madre de un familiar-, empiezan a verse las costuras en sus relaciones. En su fachada crecen las grietas de las que se alimenta una crítica mordaz y tocada de un humor malévolo tan inteligente como doloroso.
Consecuente con su filmografía, Haneke plantea en Happy End una amalgama de sus reflexiones antecedentes presentes en las relaciones sentimentales entre los personajes protagonistas. Sin embargo, no falta en ella un repunte de cierta urgencia inaudito hasta la fecha. Subyace siempre una visión crítica sobre múltiples temas de plena actualidad que van desde la crisis de los refugiados al feminismo en el ámbito laboral, pasando por la eutanasia o el racismo como cuestión de clase social.
Todos temas tratados como un telón de fondo al que sus protagonistas dan la espalda por mirar al público. Problemas omnipresentes para el común de los mortales, pero triviales para los de su casta.
Happy End no insiste en hacer al público empatizar con esta familia indecentemente adinerada. Pero no lo hace porque su misión no parece ser decirnos: “vosotros sois como ellos”. Eso sería lo más fácil.
Más bien quiere recordarnos que ellos -el 1%-, existen. Que nuestros nimios problemas -pobreza, inmigración o desigualdad-, no les importan lo más mínimo. Algo que cuadra perfectamente con el cine de Haneke, pero que se actualiza en su forma de abordarse en su última película.
Imágenes públicas de gestión privada
Cuando las imágenes en movimiento empezaban a ser privadas, desde el super ocho casero hasta el nacimiento de Internet, el cine como arte apenas tenía un siglo de vida. Era, y es, una disciplina artística muy joven que, sin embargo, como señalaba Román Gubern en su Historia del cine, parece vivir cierto ocaso “subsumida en la era opulenta del audiovisual”.
Haneke siempre ha visto en el cine un medio perfecto para reflexionar sobre el poder perturbador de las imágenes, como lo hacía en Caché o en Funny Games, pero nunca se había asomado a lo que significan estas en la esfera íntima de la era de Internet como ahora. Otra razón para considerar a Happy End su película más urgente, también la de más humor.
En ella, la presencia de la imagen en la esfera privada se nos muestra a través de unas grabaciones realizadas mediante un móvil, semejantes a las que podríamos ver en los stories de Instagram. Pero pronto se nos revelan cargadas de una distancia emocional –marca de la casa-, que pone los pelos de punta. La cámara de un smartphone se convierte en un gestor privado de la empatía y los resultados son aterradores, a la par que truculentamente graciosos.
Este discurso, además, se alía con otro puramente hanekiano: la infancia es la primera damnificada de la estupidez y la falta de comprensión adulta, como pasaba con El vídeo de Benny o La cinta blanca.
Por todo ello, Happy End es todo lo que una película de Haneke debiera ser, solo que esta vez viene cargada de cierta ironía sobre lo que esto significa. Algo que no contradice su crítica, humor y radical actualidad, como si reírnos de nuestras miserias fuese liberador.