Lois Patiño deslumbra en Berlinale con una película para ver con los ojos cerrados
Los cines se encuentran en un momento incierto. Mientras que masas de adolescentes abarrotan cada estreno de Marvel y cada saga palomitera, el público cinéfilo y adulto ha perdido el hábito de acudir a las salas y casi todas las apuestas destinadas a ellos en 2022 han ido decepcionando, incapaces de sacarles de sus sofás y de apagar Netflix. Han sido las que han propuesto experiencias casi físicas, que recuperan esa capacidad del cine de maravillar, las que han conseguido trascender. Eso lo sabe bien James Cameron, que ha logrado que la gente acuda de forma masiva a ver la secuela de Avatar porque ha conseguido que todos vuelvan a quedarse con la boca abierta como si fueran aquellos espectadores que vieron llegar el tren a la estación de la Ciotat y pensaron que iban a ser arrollados ante algo que nunca habían visto.
Parece una boutade citar a James Cameron para hablar de la nueva película del gallego Lois Patiño, autor de Lúa vermella o Costa da Morte. No puede haber dos directores más alejados en su forma de concebir el cine y la narrativa, pero sin embargo sus filmes apelan a esa experiencia física que supone ver una película en la oscuridad absoluta y con una pantalla grande. Le da al público algo que no puede tener en su casa. El Avatar de Patiño se llama Samsara, un filme con el que compite en la sección Encounters del Festival de Berlín y que propone una historia sobre la reencarnación partida en dos. Es en ese intermedio donde el director gallego ofrece algo que mejor no desvelar del todo. Solo decir que podríamos estar ante la primera película para ver con los ojos cerrados. Un derroche de originalidad apabullante que ha deslumbrado por su belleza y singularidad.
Patiño se ríe cuando se le pregunta por esa similitud con James Cameron, pero admite que hay algo en común, ese “sentido de explorar una nueva forma de experimentar una sala o transformar la sala de cine en algo distinto a lo habitual”. “Hay algo de la experiencia audiovisual que se comparte, en su caso desde la hipertecnología y aquí desde algo mucho más primitivo, simplemente cerrando los ojos y dejándonos llevar por las luces y los sonidos”, explica.
Berlín será la plataforma para que un cine como el suyo, arriesgado y que busca nuevas formas de expresión, tenga salida internacional, y para él esa es la labor de los festivales de cine, que existen para presentar “la vanguardia del cine”. “Es donde se abren nuevas vías. Son solo radares que detectan aquellas películas, aquellos cineastas que están ampliando lo que se entiende por cine, las que están creando nuevos lenguajes y, en ese sentido, son espacios fundamentales. Para mí, que me interesa ese tipo de cine, un cine que trate de innovar en el lenguaje cinematográfico, que trate de proponer nuevas formas narrativas, es fundamental, pero aun así yo considero mis películas muy fáciles de ver. Fáciles porque me interesa mucho la belleza de la imagen y que la experiencia contemplativa sea muy rica en sensorialidad. Son películas para dejarte llevar, solo que tienen otra temporalidad”, añade.
Con cada título intenta “explorar un concepto cinematográfico”. Con Costa da Morte fue “la distancia en el cine”. Con Lúa vermella era “la inmovilidad”, presentando “figuras inmóviles en el paisaje y ver qué experiencia temporal cinematográfica emergía desde ahí”. Con Samsara quería “explorar lo invisible y la representación de lo invisible en el cine”. “Ahí es cuando pensé en hacer una película para ver con los ojos cerrados. Nace de ahí. Luego encontré el Libro tibetano de los muertos y me pareció que este viaje espectral por el más allá era un elemento fantástico para vincularlo a los ojos cerrados. Y a raíz de ahí ya va naciendo todo. Necesitaba dos espacios para estar en un cuerpo y luego reencarnarse en otro”, explica sobre su propuesta.
Me interesa un cine que trate de innovar en el lenguaje cinematográfico, que trate de proponer nuevas formas narrativas es fundamental, pero considero mis películas muy fáciles de ver
15 minutos de ojos cerrados en una experiencia lumínica y sonora que convierten la sala “en una experiencia de meditación colectiva”. “Eso me interesaba mucho. Esa intimidad de la experiencia del espectador y esa introspección”, apunta. Samsara es también “una reflexión en torno a la muerte y el más allá y cómo las culturas han ido respondiendo ante ese misterio, ante esa ansiedad que puede producir el desconocimiento de lo que hay después de la muerte”. “Pensar si es que hay algo o si se ha creado un relato, como lo hace el Libro tibetano de los muertos, en el que se dice paso a paso lo que te vas a ir encontrando. Y eso es todo para apaciguar esa ansiedad. La cultura gallega creó otros mitos que ya traté en Lúa vermella, como las meigas o la Santa Compaña. Son relatos que se crean, mitos y leyendas para cubrir estos espacios de incertidumbre, en este caso la muerte”.
Para ese intermedio lumínico-sonoro ha explorado experiencias artísticas que le interesaban, como la de James Turrell, que “crea espacios de luz infinita y explora cómo esa luz va entrando y va saliendo de alguna manera de tu cuerpo, cómo te va invadiendo esa luz”. Una experiencia en la que “con los ojos cerrados los párpados se llenan de luz y se convierten en la pantalla”.
Mientras que sus anteriores películas se mantenían pegadas a su tierra, a Galicia, en esta ocasión sale de España. La primera parte de Samsara se desarrolla en Laos y cuenta la historia de unos monjes budistas. La segunda viaja a Zanzíbar, donde las mujeres trabajan recogiendo algas que malvenden a empresas para hacer jabón y cremas. Dos historias en las que caer en el orientalismo y en la mirada turista era un riesgo del que siempre fueron conscientes. Para evitarlo, el equipo, compuesto por cuatro personas que se completaban con un equipo de cada zona, repasaba junto a ellos “muchas veces el guion para tratar de ir filtrando todas esos posibles exotismos que se nos hubieran colado”. Hacían lo mismo con los diálogos, que dejaban modificar a los actores para quitar elementos típicos y que los dijeran como ellos creyeran que fuera más natural. Un filme que, además, hibrida ficción y no ficción, por lo que introduce la historia de personas reales de cada lugar.
El rodaje en Laos también les puso de frente con la censura del lugar: “Es una dictadura comunista y había ciertos elementos que no nos permitían incluir, que no les gustaban, y entonces tuvimos que irlo rehaciendo e hicimos todo el rodaje con una persona del Gobierno con nosotros. Por ejemplo, la idea de que el protagonista fuera un monje no les gustaba. Tienen hasta un artículo en una ley que no lo permite. Entonces tuve que duplicar al protagonista, algo que al final enriqueció la película, porque se genera una dualidad entre el adolescente que está en el templo y el que no lo está”, recuerda el director.
Un cine que le emparenta con nombres como los de Albert Serra u Oliver Laxe, que viajan por los festivales más importantes pero a los que los premios suelen dar la espalda. Para Patiño, “si los Goya quieren mostrar la diversidad o la riqueza del cine español deberían hacer algún tipo de esfuerzo en encontrar la vía para que estas películas se vieran reflejadas ahí”. Propone medidas como crear un premio “como el que tienen los Premios Feroz, el Premio Arrebato para películas que exploran nuevos lenguajes, y eso podría ser algo muy positivo”. Eso sí, no reniega del cine que premia la Academia y confiesa que As bestas es una de las películas que más le han gustado este año, “una película extraordinaria a muchos niveles y que logra un equilibro entre el cine de autor y el cine comercial”.
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