Primero matan las balas y después mata el olvido
En tiempos marcados por la palabra gruesa, la truculencia vomitiva, e incluso, lo que no dudo en calificar como casquería literaria y cinematográfica, no es fácil valorar el pulso suave y mantenido de Patricia Font, directora de El maestro que prometió el mar.
Durante cuatro años investigué en profundidad la vida de Antonio Benaiges, que ejerció de 1934 a 1936 como maestro en una diminuta localidad de la España más vacía y más profunda: Bañuelos de Bureba. Cuarenta años después, de 1979 a 1983, esa localidad burgalesa fue mi primer destino como médico rural. Así que los niños de Benaiges fueron, de adultos, mis primeros pacientes. Ni uno solo me habló nunca de su maestro. No me resulta extraño si pienso en el intento de golpe de Estado de 1981. Todavía, como comentaba uno de ellos, era tiempo de “tener el morro atado”.
De esa larga investigación posterior surgió mi novela de no ficción Aquel mar que nunca vimos, ya en su quinta edición. También nació el contacto con Francesc Escribano, uno de los productores de la película recién estrenada. Fue el propio Francesc quien contactó conmigo para que revisara su guion... Hasta nueve guiones revisé, con abruptas discusiones entre ambos para conciliar puntos de vista, algo no siempre fácil en una historia tan compleja.
Vayamos pues a la película. No era sencillo verter en imágenes una historia al mismo tiempo tan delicada y tan violenta. En la mañana del 19 de julio de 1936, domingo, Antonio Benaiges fue detenido y brutalmente apaleado en la plaza Mayor de Briviesca. Había salido a la calle con una llamativa camisa roja en la que, parece ser, estaban grabados una hoz y un martillo… Tal camisa fue su desayuno aquella mañana. Los falangistas que lo detuvieron le obligaron, en parte, a tragársela. Los dientes le saltaron a culatazos de fusil. Hecho un ecce homo, fue paseado en una furgoneta descubierta por las calles de Briviesca, localidad que él amaba profundamente. Allí escribía en su periódico, La voz de la Bureba. Allí había colaborado en la fundación de la Casa del Pueblo. Allí dio desde el balcón del ayuntamiento el mitin del 1º de Mayo de 1936. Allí había conocido a su novia y allí bailaba con ella, cada sábado, junto al quiosco de la plaza.
Era un hombre de una pieza, política y socialmente comprometido con los más débiles. Pero, sobre todo, fue un maestro excepcional, que enseñaba a sus alumnos mediante un método revolucionario: la técnica Freinet. Durante los dos cursos que Antonio Benaiges ejerció en Bañuelos, los niños imprimieron por sí mismos doce revistitas encantadoras que tuve el placer de reproducir en edición facsímil, agrupadas bajo la denominación Cuadernos de vida. También les ponía música en el primer gramófono que vieron...
Otra cosa no habían visto aquellos jovencísimos escolares: el mar.
El cuadernillo que escribieron con este título (El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca) es un prodigio de inocencia y ternura: “El mar será muy grande, muy ancho, muy hondo. Dice Fernando que será como de Vallejopablo al cerro de Quebrantalinos de ancho, metros y metros de hondo”. Esto lo escribió el niño Antonio García Hernáez en enero de 1936, precisamente el niño que conservó la fotografía de la escuela que se ha hecho famosa.
Ese verano de 1936 hubiera sido el más feliz en la vida de aquellos niños: el maestro había prometido llevarlos a la masía de su familia en Montroig del Camp, lamida por el Mediterráneo.
No pudo cumplir su promesa. En la tarde noche del 19 de julio, fue sacado de la cárcel de Briviesca para ser asesinado en un cercano cruce de caminos, no en las fosas de La Pedraja, que no habían comenzado a excavarse aquel primer día de la sublevación militar. “Sangraba por todas las partes de su cuerpo”, dijo uno de sus compañeros de celda, Rafael Martínez.
Esa es la historia que se refleja mi novela Aquel mar que nunca vimos, en el libro de Francesc Escribano El maestro que prometió el mar, y en la excelente película homónima de Patricia Font.
Su delicadeza como directora ha sido extraordinaria al verter en imágenes una película que nos ahorra, mediante una sabia elipsis, todo el horror que no vemos, pero intuimos. En la educación de los niños no escatima detalles y nos muestra a un maestro maravilloso y maravillosamente interpretado por Enric Auquer. También es digno de mención el trabajo del resto de actores, muy especialmente el de los niños seleccionados en un casting que se realizó en la ciudad de Burgos. Sin olvidar la dirección de arte de Josep Rosell, que recrea escenarios y ambientes creíbles en aquella España de 1936, tan lejana y tan cercana al mismo tiempo.
Más dudoso puede parecer el segundo hilo conductor de la película, desarrollado en nuestros días y que tiene como fin descubrir en La Pedraja los restos del bisabuelo de Ariadna, interpretada con rostro de enfado permanente por Laia Costa. Hay aquí también una larga elipsis que nos priva de entender al personaje…, pero se intuye la depresión en que vive y, a mi juicio, esta historia personal no habría hecho sino añadir metraje a la película y distraer al espectador de aquello que en verdad importa.
Aunque los restos de Antonio Benaiges no estén en las fosas de La Pedraja, de donde se han exhumado 135 cadáveres, olvidarse de esta historia paralela hubiera sido renunciar al presente y seguir condenando al olvido a los muchos miles de víctimas enterradas en las fosas y cunetas que, para nuestra vergüenza, sigue habiendo a lo largo y ancho de España.
El maestro que prometió el mar es una película digna de verse: por lo rigurosa, por lo emotiva, por su lucha contra la desmemoria.
Pido perdón al lector por terminar esta reseña como la comencé, con una frase de mi novela: “Primero matan las balas y después mata el olvido. No lo olvidemos”.
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