La soledad es uno de los sentimientos más difíciles de trasladar a imágenes. En un cine donde todo es hiperbólico y explicativo, donde todo se explicita y se dice con grandes palabras, la soledad no interesa. Da igual que sea una de esas emociones que unen a todo el mundo. Un sentimiento transversal que une a poetas y obreros. A creyentes y ateos. Lo sabe bien Terence Davies, un director capaz de hacer que el espectador se conmueva al sentirse absolutamente representado en la soledad de sus personajes. Una soledad que ha retratado tanto en sus obras con tintes autobiográficos como en las últimas de su filmografía, centradas en escritores. Lo hizo con Emily Dickinson en Historia de una pasión, y ahora con el poeta Siegfried Sassoon en la magnífica Benediction.
Quizás es porque los autores que escoge para sus personales biopics tengan bastante que ver con él. En el caso de Sassoon es claro: un artista que vive marcado por las heridas de la guerra, en este caso la Primera Guerra Mundial, y por su homosexualidad, que consigue vivir en un círculo elitista y clasista. Davies nació en Liverpool en 1945 y fue el menor de diez hermanos. Hijo de una pareja de obreros católicos, vivió la soledad y su condición sexual marcado por la culpa que le inculcaba el catolicismo. Ahora, el director ha logrado un poema hermoso que cuenta la soledad del artista y se convierte en canto antibelicista, usando la poesía de Sassoon a las que ilustra con un material de archivo sobrecogedor.
Un proyecto que, sin embargo, llegó como un encargo hace seis años, tiempo que le ha llevado al director escribir el guion y rodarlo. Le pareció curioso que, de los tres grandes poetas surgidos tras la guerra, Rupert Brooke, Wilfred Owen y Siegfried Sassoon, los dos primeros “quedaron consagrados con un grado de santidad por su muerte en combate”. Sin embargo, Sassoon no logra ese estatus, y “no tuvo el reconocimiento que merecía en vida”. Davies quiso saber cómo se enfrentó a ese olvido en vida, pero también quiso subrayar que las heridas de aquel conflicto se sienten todavía en las familias de Reino Unido, ya que “casi todo el mundo perdió a alguien”.
Mientras Terence Davies responde a esta entrevista, la guerra de Ucrania sigue su marcha y la cumbre de la OTAN se desarrolla en Madrid, con lo que su filme antibelicista resuena más fuerte que nunca y llega en el mejor -o peor- momento posible. “Mi opinión sobre la guerra es la de siempre, es algo injustificable, es horroroso y es una curiosa casualidad que la película llegue ahora con lo que está pasando en Ucrania, esa matanza, esa crueldad que estamos viendo con personas malvadas como Putin, es un horror”, dice Davies, que cree que la guerra saca “lo peor de nosotros, pero también puede sacar lo más hondo y hermoso de las personas”. “Me viene a la mente la imagen de esa mujer en Ucrania que ha enterrado a su hijo de 17 años en su jardín, y pienso en cómo uno se puede recuperar de eso, cómo se vive después de eso. Cómo se puede consolar a una madre que acaba de enterrar a su hijo…”, reflexiona.
Benediction consigue hacer cinematográfica la poesía de Sassoon, plasmarla en imágenes y que escucharlas recitadas no suene a algo pomposo y artificial. Como siempre, Terence Davies rehúye el elogio y dice que simplemente es cuestión de “escuchar con el oído interior y contemplar con el ojo interior”. “El cine tiene que aspirar a llegar a una estado musical, como cuando escuchas una sinfonía. Emprender un viaje musical, un viaje emocional, entregarte totalmente a ese viaje, eso es el cine. Narrar de manera sucinta y potente. Un gran evento en el cine lo puedes reducir a 15 segundos y, sin embargo, un pequeño evento lo puedes alargar a minutos. Hay una película magnífica, El espíritu de la colmena, en la que hay un plano que muestra dos camas. Podrías quedarte contemplando esas dos camas para siempre, porque el poder de lo que se ve y lo que no se ve es increíble, eso es lo bonito del cine”, opina.
Quizás estamos asistiendo al final del cine, y que vaya a ser el único arte que llega a su punto de apogeo y a su declive en un siglo y dos décadas
El caso de Terence Davies es una rareza. Un niño de clase obrera, enamorado de las películas, que termina siendo director por casualidad. Lo logra en una industria donde solo unos pocos privilegiados pueden pagar una escuela de cine. Como el propio director dice casi de broma: “Si hubiese querido ser director, quizás no lo hubiera logrado”. “Yo había escrito una trilogía mientras estaba en la escuela de arte dramático, y la mandé a todos los lugares donde se podía mandar en Inglaterra y todos lo rechazaron. Una noche estaba viendo en la tele un programa que se llamaba Cinema Now y decidí mandarlo a ese programa. Seis meses más tarde, me llamaron y me dijeron que me fuera a Londres, que me daban 8.000 libras para dirigir la película. El director de fotografía, todos me decían que odiaba la película, pero así fue como entre en esto”, recuerda.
Davies cuenta cómo volvía de la sala de cine recitando los diálogos de memoria. Cree que esa experiencia se le metió “poco a poco dentro”. “El cine es algo que llega a ser más poderoso que la religión. Verse sentado a uno en la sala llena, pensando que eres la única persona a la que están contando un gran secreto, eso es maravilloso. A mis hermanas les encantaban los musicales, y a mis hermanos la comedia británica, que entonces era muy potente… así que imagino que quizás por eso acabé yo dirigiendo, pero yo realmente quería escribir y actuar”, explica.
Davies compone cada plano como si fueran cuadros, hechos para ser disfrutados en una sala como en las que él disfrutaba de pequeño, por eso tiene claro que aunque una plataforma pusiera un cheque en blanco en su mesa no lo cogería: “Ojalá pudiera decirles que sí porque no soy rico, pero creo que sería incapaz de aceptarlo. Quizás estamos asistiendo al final del cine, y que vaya a ser el único arte que llega a su punto de apogeo y a su declive en un siglo y dos décadas. No sé hacia dónde vamos, pero sí sé que no quiero ver películas en la pantalla de mi reloj de muñeca. Creo que somos una generación de dinosaurios, una especie que se está muriendo, pero yo crecí en una época en la que el cine nos enseñaba cómo comportarnos. No entiendo por qué en la ficción ahora gira todo en torno a asesinatos o a la violencia. Mi padre era un hombre muy violento, y la violencia no es una experiencia gratificante. Pero bueno, menos mal que hay gente como Víctor Erice”.