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'Tovarich', el modelo Ninotchka y las mujeres bolcheviques que se rendían al amor y al capital

'Tovarich' trata del accidentado exilio francés de unos aristócratas zaristas

Ignasi Franch

Hace ochenta años, el 25 de noviembre de 1937, se estrenó en cines un peculiar cuento de navidad, Tovarich. Un director de origen ucranio, Anatole Litvak (futuro realizador de Anastasia), firmaba una comedia sobre dos aristócratas zaristas que, tras huir de la Unión Soviética, malvivían en su exilio parisino. El filme era una de esas comedias con las que Hollywood intentaba proporcionar consuelo a las penurias de la Gran Depresión.

Litvak y compañía aludían a problemas sociales, como una pobreza bajo circunstancias muy particulares, pero acababan envolviendo a la audiencia en un cálido manto de humor pintoresco. Los protagonistas del filme son una gran duquesa (interpretada por Claudette Colbert) y un príncipe (encarnado por Charles Boyer). Ambos se han quedado sin dinero en París y, disciplinadamente, se niegan a extraer fondos de un valioso depósito de oro que le confió por el zar Nicolás II.

Ante la situación desesperada, el príncipe toma una decisión alocada para sus estándares mentales (buscar un trabajo asalariado) y la duquesa se escandaliza. Al final, se convierten en mayordomo y doncella en la mansión de una alocada familia francesa.

Mascarada nostálgica del zarismo

La premisa de Tovarich es una muestra de la mezcla de atracción y recelo que el Hollywood clásico mostraba hacia la vieja Europa, su aristocracia. Multitud de comedias ridiculizaban sus protocolos y sus fastos, mientras, a la vez, proyectaban una cierta fascinación por el lujo señorial. Su dueto protagonista es un matrimonio de nobles genialmente excéntricos, y flemáticos incluso cuando hablan de las torturas que sufrieron después de la revolución rusa.

La película es también otro ejemplo apreciable de esa comedia basada en los cambios de roles sociales y las introducciones en la miseria a través de apuestas y casualidades. Este recurso cómico abundó después del crack del 29, con ejemplos como Al servicio de las damas o Los viajes de Sullivan. En la primera de ellas, un vagabundo era contratado como mayordomo después de sufrir un humillante juego de señoritos. En la segunda, un cómico se proponía vivir como un vagabundo durante un mes para documentarse de cara a la escritura de un drama social. Esta tradición ha sido retomada en décadas posteriores mediante títulos como Entre pillos anda el juego o Qué asco de vida.

Tovarich, que no tiene el toque satírico de algunos de estos filmes, comparte con todos ellos un desenlace feliz y complaciente. Después de sus experiencias de pobreza extrema, los protagonistas encuentran un paraíso terrenal en ser sirvientes, y eso haría las delicias del capitalismo avanzado deseoso de empleados precarios e infinitamente voluntariosos. Los autores construyen un caramelo cómico con su correspondiente espejismo interclasista: señores y criados se admiran mutuamente... porque los criados también son señores.

Con todo, el resultado funciona, con sus diálogos afilados, sus personajes exagerados, sus flirteos más bien ingenuos y sus momentos de aceleración vodevilesca.  Sorprende el dramatismo socarrón, casi impasible, que se explora en los minutos finales. Zaristas y comunistas comparten un gesto de patriotismo compartido, algo inusual en las miradas más antisoviéticas a la Rusia posrevolucionaria. Si bien los aristócratas son los personajes admirables, si bien domina la nostalgia respecto al zarismo, el oscuro comisario Gorotchenko acaba mostrando una cierta consideración que le aleja de la satanización.

El desembarco de las mujeres de hielo

En Tovarich, el protagonismo era para un matrimonio de aristócratas. Las miradas previas a la revolución rusa desde Hollywood, como La novela de un mujik o La tempestad, habían tendido a otorgar el protagonismo a zaristas o a figuras intermedias. Pero el éxito de una película iniciaría una nueva tradición en la manera de representar la URSS: las comedias románticas sobre mujeres comunistas seducidas por hombres capitalistas.

Ninotchka, dirigida por Ernst Lubistch (Ser o no ser) y protagonizada por Greta Garbo, fijó un modelo. Tres comisarios soviéticos aterrizan en París para una disputa patrimonial, pero un francés hedonista y liante consigue que hagan dejación de funciones. Una nueva agente, Ninotchka Yoshenko, llega para poner orden. Su discurso antisentimental y racionalista conecta con esa mirada que identifica el comunismo con un proceso de deshumanización, falta de humor y ausencia de una personalidad individual

Entre bromas se puedan ver algunas buenas críticas sociales: “Había oído hablar de la arrogancia del macho arrogante en la sociedad capitalista. Vuestro superior poder adquisitivo os hace comportaros de esa manera”, le dice Ninotchka a Leon, rápidamente convertido en su pretendiente. Pero el filme no apuesta precisamente por la sátira bidireccional. Queda claro que lo que se considera normal es el Occidente capitalista... y androcéntico. Siguiendo las leyes más retrógradas de la comedia romántica, solo es cuestión de tiempo que la mujer renuncie a sus principios (o, como diría Groucho Marx, los cambie por otros) para poder vivir con su amante.

Ninotchka se presenta como una comunista convencida que se va transformando. También lo seria la Theodore de Camarada X, una conductora de autobús que conoce a un periodista de investigación estadounidense en la URSS. Ambas películas explotan un cierto shock cultural que genera situaciones de comicidad y flirteo dificultoso. En paralelo, muestran una inmersión progresiva en el ideario capitalista por parte de los personajes femeninos. Ambas protagonistas se enfrentan a una especie de caballo de Troya ideológico en forma de amor romántico.

El esquema narrativo puede recordar a las aventuras exóticas sobre exploradores de civilizaciones consideradas inferiores (a veces gobernadas por mujeres) que consiguen convertir a la causa del hombre blanco occidental a alguna mujer autóctona (que acaba normalizada o sacrificada) dispuesta a abandonar sus principios por amor al galán forastero. Las Ninotchka del cine también son sujetos colonizables, en su caso triplemente alterizados: por ser extranjeras, por ser mujeres y por defender un modelo político enemigo.

A diferencia de fantasías low cost como Bajo el signo de Ishtar o Cat woman of the moon, que sufren de limitaciones de todo tipo (no solo presupuestarias), Ninotchka y Camarada X no dejan de ser comedias artísticamente reivindicables. Y, a la vez, artefactos narrativos donde se entrelazan el anticomunismo y el androcentrismo como ideas defendidas por el establishment. Al fin y al cabo, Hollywood se movía desde 1934 en los estrechos márgenes que le permitía una peculiar autoridad censora que controlaría la libertad creativa de los cineastas, con altos y bajos en cuanto a la dureza, hasta 1968.

El retorno de Ninotchka

Los cambios en las alianzas militares cambiarían el clima político del cine estadounidense. A raiz del pacto entre los Estados Unidos de Roosevelt y la URSS de Stalin, el comunismo dejaba de ser algo ridiculizable. El Hollywood en guerra iniciaría una producción consciente y planificada de filmes donde los resistentes europeos antifascistas también serían militares (Días de gloria), civiles (La estrella del norte) e incluso niños soviéticos (Los niños de Stalingrado). Misión en Moscú fue más allá: no buscaba generar empatía hacia el pueblo y el esfuerzo bélico soviético de una manera implícita, sino que apostaba por persuadir abiertamente de las bondades de aliarse con el Ejército Rojo.

Tras la II Guerra Mundial, en cambio, volvió a imponerse el antagonismo entre las principales potencias capitalista y comunista. Los espías nazis de las pantallas se reconvirtieron en infiltrados y agitadores soviéticos. En pleno auge de la ciencia ficción el terror rojo tomó forma de invasiones de extraterrestres desapasionados y colectivistas. Y también volvieron las historias de témpanos soviéticos: las comedias sobre bolcheviques robotizadas y antisentimentales que descubrían las bondades del amor romántico y el libre mercado. Volvió, literalmente, Ninotchka.

La bella de Moscú fue, de facto, un remake reconocido del filme de Lubitsch, aunque esta vez incluyese números musicales y a un bailarín como Fred Astaire. La premisa es la misma: unos enviados soviéticos son enredados por un pícaro hedonista occidental. De nuevo, una adusta pero bella comisaria va al rescate de los intereses del Kremlin. Las convicciones comunistas de Ninotchka no evitan lo que se entiende como un final feliz: que ella abandone su país. Tampoco lo evitan los veinticinco años de edad que separan a la actriz protagonista y Astaire.

Unos meses antes del estreno de La bella de Moscú, había llegado a las pantallas Faldas de acero, otra comedia de guerra de sexos y Guerra Fría. La escribió el dramaturgo y guionista Ben Hecht (Primera plana). Su premisa argumental posibilitaba lanzar algunos dardos de autocrítica: una aviadora soviética (interpretada con vigor por Katharine Hepburn) aterriza en una base estadounidense, en un gesto impulsivo derivado de la frustración por el machismo que considera imperante en el Ejército Rojo.

Hecht no parece aprovechar, más allá de algunas bromas aisladas, las posibilidades satíricas y autocríticas de incorporar a esta outsider empoderada en el ecosistema de un ejército estadounidense rabiosamente sexista. En todo caso, ofrece un divertimento disfrutable que también destaca por su héroe masculino más bien patoso, encarnado por el actor cómico Bob Hope.

En el caso de Faldas de acero, eso sí, la transformación paulatina de la mujer bolchevique resulta algo diferente de lo habitual. La trama incluye engaños, intentos de secuestro o drogas, especialmente en una agitada (y divertida) cena en un restaurante ruso plagado de espías. Por ello, el planteamiento se diferencia ligeramente del enfoque de Ninotchka o su remake, más identificable con lo propagandístico. En el filme guionizado por Hecht, la rendición a la cultura y el hombre estadounidense no toma ese aspecto de ley natural, inevitable como la fuerza de la gravedad, sino que algunas circunstancias extremas empujan fuertemente a los personajes hacia el camino matrimonial.

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