La última proeza del cine minimalista
Hace un año Boyhood destacaba como la película definitiva sobre el paso del tiempo, una excelencia que consiguió a base de un rodaje único en la historia que duró más de una década y en el que el guión era siempre lo de menos. Sin embargo, hubo también una película muy pequeña en Georgia dirigida por el desconocido George Ovashivili que también consiguió este objetivo. El rodaje no duró doce años, ni se centraba en una familia disfuncional ni estaba salpicada por los grandes temas pop de los últimos diez años. La película se titula Corn Island y todo gira alrededor de un abuelo, su nieta y, efectivamente, de una isla repleta de maíz.
En primavera las crecidas del río Enguri, al oeste de Georgia, provocan una acumulación de rocas y lodo en las tierras baldías de Kolkheti. De un día para otro, estos materiales ocasionan el nacimiento de grandes islas en medio del río cuyo suelo es perfecto para el cultivo. Durante la primavera y el verano los agricultores plantan el maíz que les servirá de alimento en el frío y largo invierno.
Y esta isla es el centro de la película, el tercer personaje de esta parábola sobre la vida cuya historia se extiende durante una sola temporada de cosecha. Suficiente tiempo para que el director toce muchos temas casi como si nada: el choque de dos generaciones, la pérdida, la guerra, el sexo, la adolescencia, la madurez.
El campesino llega a la isla y comprueba la calidad del suelo, convencido coloca una bandera como si acabara de conquistar un páramo extraño, un lugar extranjero o de otro planeta. A este agricultor demasiado viejo se le une su nieta demasiado joven y ambos empiezan a construir una casa improvisada de madera para pasar allí los meses de calor vigilando su precioso cultivo de maíz. Hay mucha dignidad en la forma en la que Ovashivili rueda el heroísmo de este trabajo duro que hasta ahora nadie había rodado. Al fin y al cabo este tipo de personajes tan marginales tienen una grave ausencia de concesiones comerciales.
La isla, además, se encuentra en un río que es a la vez una frontera natural entre Georgia y la República de Abjasia, la guerra entre ambos grupos étnicos está provocada por una tierra que reclaman unos pero que ocupan los otros. Un conflicto que lleva activo casi 20 años. Otro incendio más del globo terráqueo que importa poco o nada, como la vida de estos campesinos.
Primavera, verano… y primavera
El director de Georgia bebe de la tradicional austeridad del cine japonés, Corn Island está muy cerca de La isla desnuda de Kaneto Shindo, un intenso drama de una familia de vida sencilla que vive en una isla al este de Japón y que se enfrenta a la desgracia con la misma resignación con la que asume los elementos de la naturaleza. La plasticidad del paisaje y las poderosas imágenes que consigue crear Shindo son el único narrador.
No hay diálogos. En Corn Island, tampoco. Ovashivili incluye apenas un par de frases en toda la película. Hablan las miradas, los rostros, el de él tostado por el sol y el de ella pecoso y limpio, hablan los disparos que se oyen a lo lejos, los de los cazadores y los de los soldados, esos que también rodean la isla en lancha ensimismados con la belleza de esa joven sílfide. Y el primer dialogo que llega es una pregunta de la nieta: “¿A quién pertenece esta isla?”, una paradoja política que el abuelo resuelve con un seco: “A su creador”.
Mucho más complicada de rodar por motivos geográficos y de producción que La isla desnuda, la película de Ovashivili goza de una agilidad que se acrecienta como el cauce de un río cuando sube la marea. Después de años de búsqueda de una isla que pudiera funcionar como set de rodaje el director decidió construir no una, sino dos. La primera para las tomas aéreas y la segunda para maniobrar con la cámara con total libertad, para construir esos planos alrededor de los personajes, para rodar sus rostros y sus movimientos, para salir y entrar de la isla o para meterse en el maizal.
El resultado es el de un relato profundo y muy dinámico a pesar de que nunca salimos de ese paraje único y extraño, de esa tierra fuera de su contexto donde al igual que hizo Kim Ki-duk en su monasterio aislado de Primavera, verano, otoño, invierno…y primavera, divide la propia existencia humana en cuatro etapas: el aprendizaje, el despertar sexual, la traición y la muerte. El coreano describía el paso del tiempo a través de un monje anciano y un niño que crece a lo largo de las estaciones. Su película es mucho más plástica, más bella, pero también más estática y obvia. El filme de Ovashivili tiene además un juego de metáforas muy sutil y tierno, como esa muñeca que la niña abandona tras llegar a la isla cuando acaba de ser consciente de su propia responsabilidad con el mundo.
También, al igual que en el filme de Kim Ki-duk, aparece un tercer personaje que rompe el equilibrio entre las dos generaciones y acelera los hechos, que por otro lado eran inevitables. Toda acaba con crudeza y bajo una lluvia torrencial que anuncia el final de una vida. Esta parábola minimalista de Georgia no deja de ser una proeza narrativa y visual en la que la belleza de los rostros –“qué hay más bello para rodar que un rostro humano”, decía John Ford– sustituye cualquier frase impostada.
Y como en los grandes cuentos o en las grandes películas sobre nuestra existencia, como la de Kim Ki-duk, por ejemplo, o The Wire, si hilamos fino, todo acaba como empieza. Todo se transforma.