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Isabel Santaló, una pintora borrada por su familia

Peio H. Riaño

7 de diciembre de 2022 22:54 h

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Está desaparecida en los índices onomásticos de los manuales de pintura y escultura del siglo XX en España. Ni rastro de Isabel Santaló entre los cientos de nombres que han sobrevivido al olvido. Escribimos a un galerista especializado en rescates de artistas del pasado y le preguntamos por la pintora que expuso en los años sesenta. A la hora, llega su respuesta: “Me suena que alguien me habló de ella, pero ni idea”. Una mujer artista invisibilizada no es ninguna sorpresa y a nadie le puede sorprender.

La visita y un jardín secreto es un afortunadísimo documental de Irene Borrego que rescata su memoria de artista y, al hacerlo, arrastra el contexto que le impidió vivir de ello. O sea, la familia. Salirse del carril en una familia conservadora no debió de ser sencillo nunca. Hay tantos ejemplos antes y después de Isabel Santaló: Aurelia Navarro, condenada a un convento; Ángeles Santos, a un matrimonio. La excepcionalidad del caso de Santaló es su absoluta desaparición. Olvidada por el mundo del arte, borrada del mapa por los suyos.

No hay rastro, ni una obra, ni una línea más allá de un par de citas en la hemeroteca por sus exposiciones en la galería Biosca. Santaló es un fantasma que la película no desvela, porque la directora decide no mostrar su trabajo. Un gesto muy valiente y evocador. No sabemos cómo es su obra, desconocemos si trabaja la figura o solo le interesa la expresión, si lo suyo es la abstracción o si se mueve en el paisaje. ¿Usará las tablas o los lienzos? ¿Será conceptual? Ninguna de estas dudas se resuelve. ¿Será Isabel Santaló una artista?

La única verificación de que existió la aporta en el documental la voz en off del pintor Antonio López. “Desapareció y da la sensación de que nadie la echó de menos. Qué se le va a hacer”, cuenta. Un sobresaliente contraste entre el pintor más popular de España y la pintora más invisible. “Inspiraba respeto. Es una cosa muy importante. Pero no es suficiente”, añade. Un hombre validando la existencia de una mujer es una metáfora perfecta y maldita para un caso como este.

Y a partir de esta línea, el lector deberá elegir entre ir a ver la película o continuar leyendo este artículo, que recomienda acudir al cine sin más información que estos cuatro párrafos.

Una historia en torno a la familia

Si el lector ha decidido continuar, continuemos. Irene e Isabel son familia. La directora es la sobrina de la pintora, pero este dato lo retiene Irene todo lo que puede. Y es la clave. “La película está hecha desde el miedo”, explica Borrego a este periódico por teléfono desde Oriente Medio.

Irene e Isabel se vieron durante su infancia, pero a partir de los 12 años perdieron contacto y no fue hasta los 35 cuando Irene volvió a preguntar por Isabel, la figura maldita en la familia. La artista. La soberana. La repudiada. Nunca aprobaron que se dedicara a las artes y la convirtieron en el ejemplo de una vida infernal. “Serás como tu tía Isabel”, le amenazaba a Irene su madre si no acababa con sus intereses artísticos. Irene tenía una cuenta pendiente, debía encontrarse con su sombra. Y este es el resultado.

Es una película “áspera y luminosa”, dice la directora: trata la vejez, el abandono, el castigo, la culpa, el dolor, pero también la ilusión indestructible. Como el título indica, hay dos partes: en la primera vemos a través de las puertas, como quien se ha colado en un lugar extraño. Es muda, visual, elegante, cuidadosa, una visita a la vulnerabilidad de un cuerpo en sus últimos días. En la segunda aparece el desgarro. Descubrimos que Isabel habla, que tiene una lucidez inquebrantable, como su rabia contra quienes le han causado todo ese dolor.

“Detesto a la familia. ¿Es natural que me miren despectivamente porque pinte? ¿Cuál ha sido mi pecado, hacer Bellas Artes? ¿Eso es pecado? Parecía que me había metido en un burdel. Esa ha sido mi vida. ¿La habrías aguantado tú?”, le pregunta tan dolorida como agotada Isabel a Irene. Y aquí encontramos el límite de la directora, que se ha topado con los demonios de su tía, que son los suyos. Su mirada está contaminada por su familia y es derrotada por la franqueza de la mujer culpabilizada y condenada por haber sido quien quería ser. Isabel es el espejo sobre el que Irene se mira y en el que descubre sus tormentos. Pero prefiere no adentrarse del todo en ellos.

“Entiende lo que es la vida en España, lo que es ser mujer y lo que he tenido yo. Demasiado he conseguido”. Isabel se enfada con su sobrina, que insiste en preguntarle en el arte. Su tía le responde con otras cuestiones que no esperaba y que desvelan —levemente— por qué su tía fue expulsada y repudiada por su familia.

“Demasiado he conseguido”, es imposible olvidar esta frase. Santaló tiene lo básico: un infiernillo para cocinar lo justo y un gran sillón junto a la ventana para descansar al sol. Recorre los pasillos de un piso muy humilde que se ha convertido en cárcel y refugio, donde convive con su gato Ramses y Fernanda, que viene a cuidar de su casa. No tiene nada más que las vistas al extrarradio madrileño un día de lluvia. Dice que la mayor parte de su obra se la arrebataron y ha desaparecido. La otra, la que pudo conservar, está escondida en un cuarto cerrado con llave, al otro lado de una puerta dorada. El secreto de Isabel.

La propia Isabel tampoco habla de su obra porque dice que no le interesa lo que ha hecho, sino lo que está por venir. Así es el verdadero artista, cuenta a su sobrina, el que prefiere intuir a repetir, el que pasa de modas y de maneras. El que empieza su camino de nuevo con cada gesto e ignora lo que el mercado quiere y le ofrece. “He tenido críticas muy buenas, pero se me ha comprado poco. No he tenido suficiente para vivir. Ha sido muy complicada mi vida, muy difícil”, dice Santaló, reivindicándose en “la cosa del arte español” de los sesenta. Lo hace como puede, cansada, contra la nada a la que ha sido arrojada. Para sacarla de la sombra tendremos que responder a una cuestión que su familia contestó con un “no”. ¿Crees a Isabel Santaló?