Nadie lo vio venir
Doblan por cuantas personas esenciales hemos perdido, pero tañen en intenso aplauso por los que nos asisten para enfrentar la pesada carga de la pandemia. Gracias por el esfuerzo y la vocación que nunca debieron exigir tantos sacrificios.
Gracias a los amigos, compañeros y aún desconocidos que han inspirado ideas para buscar razones, fuerza y consuelo.
Y a cuantos leáis esta crónica de un tiempo que lo cambió todo y que, con la ayuda de los demócratas, no volverá a ser un remiendo que mantenga los errores. Para mirar y ver. Para saber que lo primero son las personas. Para, con lucidez y a pesar de todo, no tener miedo.
Nadie lo vio venir
Nadie lo vio venir, por más que hayan aparecido múltiples profetas del pasado. Sí hubo, por supuesto, informes genéricos de organizaciones internacionales, la OMS incluida, sobre la posibilidad de una pandemia nunca descartable y se les prestó la atención que se les da a ese tipo de estudios sin anuncio concreto. Un simple virus ha desbaratado a la sociedad mundial como nunca logró hacerlo, en profundidad y extensión, ningún arma premeditada. La verdad de nuestro mundo ha quedado desnuda frente al espejo. Esto no iba bien y se ha demostrado con creces, de la forma más atroz. Ahora bien, si se han derrumbado buena parte de nuestros esquemas, es probablemente porque también —como los infectados más graves— padecían patologías previas.
Y fue tanto más virulento cuanto mayor era la debilidad preexistente. Nos ha arrasado en un tiempo récord de apenas tres meses, intervalo en el que expandió desde una lejana ciudad china de once millones de habitantes, se dijo, su infección global. Tras un inicio casi inadvertido, la enfermedad se desmanda pasando de un crecimiento lineal a uno exponencial. Sufrimos una cantidad insoportable de muertes e infectados. El porcentaje sobre la población mundial es mínimo, pero se ha desparramado de tal forma que termina por cercarnos y herir a personas que nos tocan de cerca. Ya no son los desconocidos chinos de Wuhan —que así se vio al principio y se debe constatar—, son familiares, amigos, conocidos. Si los grandes cataclismos sacan lo mejor y lo peor de cada uno, de cada sociedad, el de este año 2020 del siglo XXI presenta serias taras. Previstas y largamente anunciadas, con sus hitos de alarma, a los que no se dio la importancia necesaria.
Causa decisiva de su descomunal propagación, la debilidad del sistema sanitario: no estaba preparado para una emergencia de este calibre. Faltaban medios elementales de protección —mascarillas, guantes— y de tratamiento de los síntomas más graves —respiradores y unidades de cuidado intensivo en los hospitales—, incluso profesionales de la sanidad. En buena parte de los países habían sido diezmados por las políticas neoliberales. Otros, ni los tuvieron. No olvidemos tampoco el empeoramiento de los determinantes de salud, de forma muy destacada el deterioro del aire, del medio ambiente en general.
El coronavirus ha sido una enmienda a la totalidad del capitalismo desbocado. Una enmienda a un sistema que despreció cuanto era valioso y hasta indispensable para el bien común, en aras del lucro de unos pocos. Llegaremos a ver que se comercia y se engaña con los elementos que pueden salvar vidas. Aeropuertos en los que productos adquiridos por distintos países asisten a una especie de subasta en la que se los lleva el que más paga allí mismo.
Pearl Harbour, el 11M de los atentados, el 2008 de la crisis financiera, la gripe americana de 1918, mal llamada española por haberle dado nuestro país mayor publicidad. La COVID-19 es más si cabe. Su singularidad radica en que puede comportarse como el enemigo invisible del que no se entera ni el portador, por varios días, hasta dos semanas. Los infectados asintomáticos suponen un enorme factor de transmisión. Nos ha paralizado, nos ha descolocado. Ha desatado la primera cuarentena global de la historia, con millones de seres confinados en sus casas. Ha frenado en seco la mastodóntica economía del siglo XXI en un hecho inaudito.
Hasta disponer de una vacuna que puede tardar no menos de dieciocho meses en ser descubierta, probada y declarada segura a salvo de graves efectos secundarios, la COVID-19 sigue aquí. Vendrán antes tratamientos cada vez más efectivos, puede lograrse una cierta inmunización de las poblaciones, pero para erradicar su malignidad falta tiempo todavía. Hemos ido aprendiendo mucho sobre el coronavirus, sobre sus causas y consecuencias. Nos queda un futuro con él formando parte de nuestra realidad cotidiana, imponiendo separaciones y reglas. Y caminar por la senda de una crisis superior a todas las conocidas que acarrea consecuencias económicas, tecnológicas, sociales, emocionales, de pérdida de libertades.
El futuro más temido se nos ha venido de bruces a la cara y golpea a una población especialmente vulnerable. No pudo caer nada peor que una pandemia como el coronavirus sobre una sociedad como la que se ha ido configurando, con amplios sectores sumidos en la inmadurez y la banalidad. Una sociedad que lo tiene todo —cierto que solo en las parcelas más favorecidas del mundo— y dispone de medios para saber dónde está y lo que ocurre a través de la información y la educación. Y aun así se ha despreocupado y acomodado en lo fácil. De repente, se encuentra con la sorpresa de que no todo estaba previsto como creía. De ahí algunas reacciones viscerales de los sectores más pueriles. El choque es brutal. Numerosos factores fueron influyendo para crear ese caldo de cultivo. La mayoría, una vez entendido el problema, reacciona con madurez, sin embargo. En la hora de la verdad, se precisa implicación. Y la vemos en comportamientos ejemplares. Profesionales, a menudo infravalorados, se multiplican para ayudar.
Llenos de incertidumbres, suponemos que esta crisis será transitoria pero no a cuántos y a quiénes se llevará en su camino. Cuánto trabajo, proyectos, ilusiones habrá que repensar. La desinformación en medios tradicionales, aliados del poder, supone una seria traba. Bulos y fake news se expanden por las redes a mayor velocidad y con mayor permanencia que las noticias auténticas. E influyen en amplios sectores de la sociedad, desconcertados y atribulados, en un momento en el que más se precisaba lucidez y entereza. El difícil trance de una recesión no hace sino acrecentar la inquietud entre los ciudadanos.
Apenas asumido que había una pandemia, con sus víctimas mortales habidas y por llegar, el debate principal fue si había que apostar por la salud o por la actividad económica, si no era asumible un determinado número de muertos, los que fueran y de donde fueran, para no parar la forma de vivir que teníamos. Aunque algunos de sus errores nos hubieran traído hasta aquí. Fue el Departamento de Trabajo del Estado norteamericano de Ohio, presidido por un republicano, quien ya en la fase de retomar la actividad dio una orden taxativa: las empresas deben denunciar a los trabajadores que no quieran reincorporarse a sus puestos de trabajo. La negativa implicará de entrada que no puedan acogerse a ningún beneficio por desempleo. Era la versión neoliberal de «la bolsa o la vida». La que había latido todo el tiempo desde que se avistó la envergadura de la pandemia. La economía o la salud. Los científicos creen que por esa razón se retrasaron medidas de contención en Europa. Había que elegir entre los costos de la enfermedad, incluida la mortandad, y el colapso social, dijeron.
Es hora de grandes decisiones, en estado precario, para marcar la salida más airosa. Con las fuerzas que se oponen y las que empujan. El futuro será distinto, pero todavía no se ve en qué forma. Algunas pistas son tan inquietantes como el propio virus.
«La normalidad era el problema», dice una pancarta aireada en anteriores protestas, pero sus beneficiarios quieren seguir llevando las riendas. Ya están en ello. En España, ferozmente y sin tregua. Con mayor incidencia en nuestro país que en la mayoría de Europa. Cada vez más radicalizados, impregnados de ultraderecha, consecuencia de errores anteriores no resueltos. Nuestro país va a vivir por esta causa un doble ataque vírico: el del coronavirus y el de una oposición depredadora. Una pesada mochila con la que cargamos desde hace décadas, muchas décadas. El poderoso grupo conservador que aúna política, economía, medios, togas y sotanas y que se despliega en diferentes funciones y tonos. Hay un incesante movimiento para desbaratar al menos la coalición. Un golpe con diferentes grados de comillas.
En España, los emplastos nunca resueltos han emergido todos en su máximo esplendor. Y, al tiempo, algunos de los problemas que se estaban resolviendo, como la lucha contra el machismo y la violencia de género, han caído bajo un manto de silencio.
Vivimos uno de los momentos más críticos de la historia, de la nuestra, de nuestra generación. Cada paso que demos hoy, en una dirección u otra, marca un camino que tardará en revertirse. «Nos enfrentamos a elegir entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano», escribía Yuval Harari, el acreditado autor de Sapiens. Iría más allá: nos enfrentamos a elegir entre un capitalismo de corte fascistoide y un Estado social más justo. Y, además, en un tablero mundial que lucha ahora mismo por diferentes hegemonías. Venía de atrás. Una historia que fuimos contando los periodistas conforme sucedían los hechos y que precisa una visión de conjunto más amplia y reposada como puede ser el análisis de un libro.
Una historia humana también, llena de emociones, silencios y gritos. De planteamientos vitales. Han cambiado costumbres, prioridades. Hemos descubierto de cuántas cosas que parecían indispensables podíamos prescindir. Hasta concluir, la mayoría, que de lo único que no podía privarse era de los abrazos, del roce de las manos y los labios. Del afecto y la colaboración.
Hay algo prácticamente seguro: nada volverá a ser lo mismo. O peor o mejor. Seguir igual sería en sí una regresión.
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