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Fabrizia Ramondino, la mirada asombrada durante la infancia en la Guerra Civil

Fabrizia, Annalisa y Giancarlo, durante su infancia en Mallorca

Cristina Ros

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La infancia es una isla. En algunos casos, casi de forma literal: la escritora napolitana Fabrizia Ramondino (Nápoles, 1936-Gaeta, 2008), hija de un diplomático, llegó a Mallorca apenas unos meses después de su nacimiento, con la Guerra Civil en plena eclosión. La señora que alquiló la casa a la familia, de hecho, acostumbrada a vagar por el mundo desde que perdió a su compañero, no había querido ni bajar del barco en su último retorno en cuanto supo de la matanza que había tenido lugar allí en agosto. O, al menos, así lo cuenta Ramondino. Su familia, con todo, se quedó hasta 1944. Lo rememora en Guerra de infancia y de España (2001; Libros del Asteroide, 2024, trad. Celia Filipetto).

Escritora tardía, Ramondino vivió en muchos países, tuvo una educación cosmopolita y se dedicó a la enseñanza y al activismo social, ámbito en el que cabe destacar no solo su compromiso con los niños y familias pobres de Italia, sino también con el pueblo saharaui, con el que se comprometió hasta el punto de pasar un mes en las tiendas del desierto junto con el cineasta Mario Martone (responsable, entre otros, de una adaptación de la primera novela de Elena Ferrante, El amor molesto, en 1995), experiencia de la que surgió el libro Polisario. Un'astronave dimenticata nel deserto (2000). También investigó las experiencias de las mujeres en los centros de salud mental cuando nadie prestaba atención a problemas como el alcoholismo o la depresión cuando estos afectaban a ellas.

No debutó hasta 1981, con Althénopis, una novela sobre el despertar de una muchacha que le valió el Premio Napoli y el Premio Lombardi-Satriani, y recibió el aplauso de Natalia Ginzburg y Elsa Morante. No es nada casual que estas escritoras le hicieran de madrinas: al leer esta Guerra de infancia y de España, resulta inevitable acordarse de Léxico familiar (1963): como Ginzburg, Ramondino también se nutre de recuerdos, si bien en este caso se limitan a su niñez, a esa Mallorca vista por los ojos de una niña. Toda su obra se caracteriza por esta tenue frontera entre memoria y narrativa, siempre nutrida de reflexiones. También cultivó la poesía, el teatro, el guion y los libros de viajes.

No es de extrañar que esta obra se considere uno sus títulos más importantes: a caballo entre la memoria y la novela, este imponente libro de quinientas páginas es una muestra de las altas cotas que la literatura puede alcanzar a través de ese ejercicio que desarrolló Marcel Proust de excavar en el recuerdo y tirar de ese hilo tiñéndolo de ensoñaciones. Es mucho más que un testimonio: el estilo poético, minucioso y rico en descripciones evocadoras denota el oficio de una escritora consumada, una voz que escribe desde la madurez, y por lo tanto desde el sosiego, para mirar atrás y reconstruir, sin nostalgia, ese universo perdido y sin embargo aún presente en ella.

Días de infancia en Mallorca

“Tal vez la infancia es más larga que la vida”, decía Ana María Matute, y el detalle con el que Ramondino evoca sus vivencias sin duda lo corrobora. Siguiendo el orden cronológico, en los primeros capítulos recrea el lugar que la recibe: la gente, el entorno, la flora exuberante, los idiomas. Hay una guerra en curso, pero ella, niña de familia privilegiada, llega a una isla donde la primavera se anticipa: “Cuando llegamos a la isla, a finales de febrero, los almendros ya estaban en flor”, relata, mientras los suyos se protegen de la miseria y las balas en su casoplón, un espejismo de lo que se intuye como el paisaje de una inocencia que se perderá en paralelo a la destrucción de la isla.

Escribe con la mirada infantil de la adulta que recuerda, con una viveza asombrosa que refleja esa forma de estar el mundo de la niña curiosa, despierta e imaginativa. Tiene una capacidad extraordinaria para narrar ese punto de vista, que, a diferencia de otras memorias, conserva su sensibilidad para la maravilla, la revelación fascinada en un lugar donde los adultos solo ven rutina. El país, y luego el mundo, está en guerra, pero ella se halla a salvo en los confines de la villa, un reducto a resguardo para los de su clase. La niñez emerge como un tiempo suspendido, eterno; y recuerda a Los felices días del verano (1976), de Fulco di Verdura, y Un jardín en Brujas (1996), de Charles Bertin.

Predomina la evocación, la remembranza, frente al relato; el retrato de ambientes frente a la aventura. La peripecia se cuela sutil, despacio, siempre menuda, a caballo entre la realidad y la vida interior pródiga en ensoñaciones. No pretende (ni podría) contar todo tal como fue, sino reconstruir ese estar en el mundo de quien aún no se ha pervertido por él y lo descubre día a día, en cada rincón, ora fijando la mirada en un vestido, ora escuchando a escondidas tras la puerta. Halla magia en la mota de polvo, engrandece lo minúsculo, amplifica cada gesto. La niña, por su condición de niña, es más espectadora que agente; observando, dejándose portar por los adultos, aprende a andar por la vida.

Su habilidad para la descripción es tan excepcional que la novela parece de otra época: una escritura envolvente, elegante, sugerente, de frase larga que se mueve gustosa por los meandros de la lengua. Una novela de cocción lenta y digestión morosa, que choca con la tendencia contemporánea al minimalismo expresivo, el capítulo breve y la acción trepidante; sin duda, no apta para lectores impacientes. Solo podía escribirse desde la madurez, cuando se domina ese arte de vivir llamado paciencia. Guarda no pocas afinidades con otra recuperación reciente, Balcón al Atlántico (año), de María Luz Morales, otra obra de madurez que revisita la infancia, en Galicia en su caso.

Crecer en una familia privilegiada

También sobresale, con respecto a la narrativa actual, por la atención prestada al otro aun partiendo de la perspectiva del yo: hace un retrato pormenorizado de los personajes, a los que desvela, en lo físico y lo psicológico, con apenas un gesto, una frase iluminadora, como “parecía que en la señora de Son Batle conviviesen dos mujeres: la muchacha que había sido y la mujerona que era”. Con esta señora, la propietaria, abre el relato, unas primeras páginas que ya auguran una narración exuberante, de ingenio fino e imágenes poderosas, que no teme llamar por su nombre a la desdicha, el abuso o la muerte. Porque toda recreación de la infancia va unida, claro está, a la pérdida de la inocencia.

En las relaciones familiares, destaca la complicidad con su hermano mayor, Carlito, el compañero de juegos, a quien ella, con la intuición de quien no sabe pero absorbe el ambiente, ruega que no se haga soldado, que no vaya nunca a la guerra. De la pequeña, Anita, siente celos; acapara la atención del aya. Adora la ternura del padre y disfruta de las visitas de la abuela napolitana, con esos regalos que la conectan con la que será, algún día, su tierra. Esa abuela que “no me hablaba con monosílabos, no deformaba para mí las palabras puerilmente, no me daba órdenes, no me mimaba, sino que se dirigía a mí como si fuera una amiga. Tal vez porque ya no podía conversar con nadie más”.

Con la madre, cómo no, el entendimiento resulta más complejo –una constante en toda la obra de Ramondino–; la rigidez de la clase alta, la exquisitez de sus recepciones, no casan con el espíritu indomable de una criatura. Ella prefiere escapar al mundo de los criados. La Dida, o niñera, que se ocupa de ella casi todo el tiempo; o los demás sirvientes, entre los que detecta jerarquías, relaciones de poder. Y la vida más allá de los confines del caserón, que por estarle vetada le resulta más atrayente. Como la costurera y su desdichada historia, o los soldados ante los que la madre evita la ostentación.

La fascinación por el otro

Como el niño que, agobiado por la abundancia de juguetes, se entretiene con una caja, la protagonista siente fascinación por el universo de los pobres. Ahí anida el misterio para ella, en lo que solo accede a hurtadillas, pero que rezuma más verdad que la impostura de su círculo; quizá ahí está la semilla que cultivó después con su compromiso social. El jardín, la naturaleza toda, también la embelesa: su armonía, su opulencia, su inquietante ciclo vital. Descripciones de la flora y la fauna como ya no se hacen, un imaginario rico y expresivo, lleno de metáforas y delicadeza, con la tensión latente entre la protección del hogar y la amenaza seductora de lo desconocido más allá de sus límites.

Las lenguas son otra clave en su formación: con la familia y su entorno, habla italiano y castellano; con los criados y la gente humilde, mallorquín; la narración está salpicada de este idioma. Y no es anecdótico: con los matices de cada lengua, descubre otra realidad y toma conciencia de la diferencia de clase (entronca con Anna Maria Ortese, otra voz ligada a Nápoles que radiografió los contrastes sociales). Su oído lingüístico se acentúa con las rimas infantiles, que bajo una aparente ligereza narran auténticas perversiones, como los cuentos. Estos nutren su imaginario de brujas, gnomos y ondinas, y de Pinocho, el clásico italiano por excelencia, que le enseñan el juego de la metamorfosis.

¿Y la guerra? Es otro misterio, un telón de fondo que se cuela en los comentarios de los adultos, en los pequeños avistamientos de la niña. En apariencia, ella vive a resguardo, tiene una infancia apacible; sin embargo, a pesar del tópico que asocia esta etapa con la dicha, y aun con su capacidad para maravillarse, hay algo amargo en lo cotidiano que quiebra su inocencia. Sin ser una niña famélica y sucia entre los escombros, vive sus primeras experiencias con la crueldad, la incomunicación, la enfermedad, el rechazo. Sin ir más lejos, percatarse de las diferencias abismales entre unos y otros es una violencia en sí; he aquí la formación de una conciencia.

Es esperanzador, para la literatura y para la humanidad, que se apueste por una obra como Guerra de infancia y de España, por su indudable valor como memoria, pero también por su hondura literaria, que pide ya no atención, sino una inmersión total. Y tiempo, tiempo y calma, para deleitarse en esa prosa hipnótica que no renuncia a la belleza ni a la ternura aunque deje un poso agridulce. Así se abre al mundo la niña, y así el lector recupera, ni que sea por un rato, esa forma de mirar, asombrada y curiosa, que dejó atrás con la infancia.

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