Lo que vino después de la historia de 'Unorthodox' es un viaje al corazón del Holocausto
Deborah Feldman tiene 35 años, pero parece mayor. No se trata de su físico, sino de una gravedad esencial en su lenguaje corporal y en la seriedad con que escucha y habla. Se ríe cuando se lo digo. “Tengo poco en común con la gente de mi edad. Casi todos mis amigos tienen 10 o 20 años más que yo. Me criaron personas mayores, supervivientes del Holocausto, y siempre he sentido que pertenezco a otra época”.
En cierto sentido, Feldman se crio en otra época. Pasó los primeros 23 años de su vida en una comunidad judía ultraortodoxa (los satmar, un grupo jasídico), en el barrio de Williamsbourg (Nueva York), con unas estrictas reglas –especialmente para las mujeres– que gobernaban cada aspecto de su vida.
En 2009, con un hijo de tres años y muy pocos conocimientos sobre el mundo real, huyó de aquella vida. Lo contó en un libro, Unorthodox (Lumen), que en 2020 adquirió formato de serie y triunfó en Netflix durante unos meses, los del confinamiento, en los que la audiencia entendía su necesidad de huir. Ahora, acaba de publicar la continuación de aquella historia, Exodus (Lumen).
Unorthodox tenía, en su momento, un objetivo muy específico: conseguir la suficiente atención mediática para que los abogados de la comunidad jasídica renunciaran a quitarle la custodia de su hijo. Funcionó, así que, ¿por qué publicar una segunda parte? “La editorial que compró Unorthodox quiso inmediatamente una secuela. Y mi editora tenía una idea muy concreta sobre lo que yo debía escribir: una historia de sexo, drogas y rock and roll, de la chica mala en la que me iba a convertir”. Feldman se recoloca sus grandes gafas redondas y sonríe. “Yo no sabía ni quién era en aquel momento, y mucho menos la vida que iba a llevar. Y te aseguro que para contar una historia de sexo y drogas hay candidatos mejores”. Lo intentó, de todas formas, y publicó un texto que detestaba. Años después, cuando ya vivía en Berlín, su editor alemán quiso traducir Exodus y ante su negativa (“ese libro es la razón por la que ya no quiero ser escritora”, le dijo), le propuso reescribirlo.
Mi editora tenía una idea muy concreta sobre lo que yo debía escribir: una historia de sexo, drogas y rock and roll, de la chica mala en la que me iba a convertir
A aquellas alturas Feldman sabía perfectamente lo que quería contar o, mejor dicho, lo que quería investigar: “Qué significa la identidad, y qué significa ser judía, cómo te reconstruyes de la nada, cómo aprendes, a través de los traumas de otras personas, a superar tus propios traumas. Ninguna es una pregunta que tenga mucho que ver con sexo, drogas y rock and roll. Pero cada libro encuentra sus lectores. Y me basta con saber que el mío puede llegar a la gente adecuada, y que tal vez les inspire a emprender sus propios viajes”.
Porque Exodus es la historia de un viaje, tanto mental como físico: el que hizo Deborah, en busca de su historia y su identidad, a través de Europa. “En la identidad estadounidense no había un lugar para mí. Tampoco podía volver a mi antigua identidad. Estaba en tierra de nadie y sentí que si volvía al lugar del que procedía mi comunidad, si descubría quiénes eran mis abuelos antes de unirse a los satmar, y cómo eran los judíos europeos antes de la guerra, antes de ese gran trauma… averiguaría si había un lugar más grande en la identidad judía, con espacio para alguien como yo”.
El gran tour
Aunque su conexión con Europa fue inmediata (“todo me habla aquí”, dice), pronto comprobó que su legado judío era menor de lo que esperaba. “Los judíos se conciben como exiliados, y toda su historia en Europa consiste en esperar a que les salve el mesías y, mientras tanto, aceptar la opresión como un castigo por la destrucción del templo. Así que entiendo por qué dejaron tan poca huella. Pero formábamos parte de la cultura europea y se las arreglaron para borrarnos. Mi frustración fue una experiencia emocional, no racional”.
En Córdoba, aquella frustración alcanzó el grado de indignación: no podía entender por qué no había más testimonios de la cultura judía en la ciudad de Maimónides. Irritada, compró un colgante con una estrella de David, con la idea de identificarse públicamente. Ya no la lleva. “Hoy, la estrella es, sobre todo, el símbolo de la bandera de Israel –explica–, y mi opinión sobre ese país es muy personal: en occidente, aún se entiende como una nación democrática y laica, pero está avanzando hacia una teocracia y, en cierto sentido, hacia una visión bíblica de la tierra de Israel; con todo lo que eso implica de alejamiento de los valores democráticos y los derechos humanos. Y, en fin, por eso dejé de llevar la estrella”.
La gran trampa de la identidad es que consiste, en gran parte, en atribución externa: son otras personas quienes nos dicen lo que somos. Ahora yo ya solo necesito mi propio reconocimiento. Eso me hace sentirme empoderada
Otra experiencia emocional que con el tiempo ha hecho racional es la negación del sentimiento antisemita en Europa, especialmente entre húngaros y alemanes. “Resulta difícil comprender las implicaciones de la discriminación racial hacia un grupo que se percibe como un recuerdo. Otras formas de racismo, contra los musulmanes, por ejemplo, resultan concretas, están pasando. Entiendo que tengan prioridad. La comunidad judía en Europa es tan pequeña que el antisemitismo es algo abstracto, teórico”. Paradójicamente, todo esto tuvo mucho que ver con que Deborah se mudara a Berlín, el corazón del Holocausto: en la capital alemana, los judíos no se sienten olvidados. “Y no soy la única –afirma–. A Berlín llegan judíos de todo el mundo, que se sienten oprimidos en sus lugares de origen y que buscan allí su propia redefinición de la identidad judía. Berlín siempre ha ofrecido a las personas esa libertad de las convenciones”. Y allí, Deborah ha encontrado la identidad que buscaba. “Y probablemente es una identidad en la que solo encajo yo –reconoce–. Pero la gran trampa de la identidad es que consiste, en gran parte, en atribución externa: son otras personas quienes nos dicen lo que somos. Ahora, solo necesito mi propio reconocimiento. Eso me hace sentirme empoderada. Pero claro, ha sido un proceso”.
Conquistar la sexualidad
Un proceso en el que se ha esforzado por entender a otros tipos de judíos (sefardíes, asquenazíes, jóvenes criados en Israel, judíos laicos…) e incluso a los descendientes de los torturadores de sus abuelos. Su relación sentimental con Markus, un alemán descendiente de nazis, es tal vez el pasaje más conflictivo de su libro. “Es un capítulo perturbador y provocó sentimientos complicados a muchos lectores. Para mí también fue inquietante, pero me sentí obligada a hacerlo. Llámalo terapia de exposición, o afrontar tus miedos para liberarte de ellos; intentaba enfrentarme a los prejuicios que mi comunidad me había transmitido. Porque si yo no puedo entender a otras personas como individuos, separándolos de la comunidad de la que proceden, entonces tampoco puedo pedir que me entiendan como individuo. Fue un esfuerzo para liberarme de ciertas ideas colectivas”.
El sexo, incluso cuando no incluía ese elemento de transgresión cultural, fue otro viaje difícil para Feldman, educada en la completa ignorancia de su sexualidad y casada a los 17 años en un matrimonio concertado que se caracterizó por sus relaciones íntimas dolorosas. “Durante 10 años, el progreso fue muy lento. Pero tuve la suerte de cruzarme con hombres muy amables. Me di tiempo, no me puse expectativas imposibles y acabé llegando a un lugar donde puedo dejarme llevar, confiar, intimar. Y eso es mucho, sin duda. Me costó mucho trabajo llegar hasta ahí. Pero fue un trabajo agradable”, ríe. “Y, a fin de cuentas, tampoco creo que sea tan diferente a la experiencia de otras mujeres. Creo que la idea que nos da la sociedad sobre la sexualidad femenina es errónea, en general. Y que cada mujer tiene que ir decidiendo cómo resolverla por su cuenta. La libertad definitiva como mujer es rechazar cualquier idea impuesta sobre la sexualidad y expresar tu verdadera sexualidad interior. Creo que esta es una lucha en la que estamos todas”.
La libertad definitiva como mujer es rechazar cualquier idea impuesta sobre la sexualidad y expresar tu verdadera sexualidad interior
Aun así, reconoce que la exclusión del placer como algo pecaminoso es un problema específico de las comunidades religiosas. “En yiddish, ”epicúreo“ y ”herético“ son la misma palabra. En mi comunidad existía un miedo al placer individual, a disfrutar demasiado de la vida, que tenía mucho que ver con el síndrome del superviviente que sufrían tras la Segunda Guerra Mundial. Mis abuelos creían que si eran demasiado felices, Satán vendría y nos lo arrebataría todo de nuevo; si sufrían, Dios no les mandaría más sufrimientos. No era solo algo religioso, sino una idea exagerada por el trauma, que convertía cualquier satisfacción individual en algo amenazador”.
Lazos familiares
Su exmarido, Eli, abandonó también la vida jasídica, se volvió a casar y tuvo dos hijos más. ¿Cree que su “deserción” fue más fácil que la de ella? Feldman se muestra prudente. “No sé todo sobre su experiencia ni soy la persona adecuada para juzgarla. Sé que tuvo sus propias dificultades, especialmente con su familia, y, como le conozco, sé que sufrió. Pero probablemente hubo cosas que le resultaron más fáciles. No era padre soltero, no tenía que preocuparse por el dinero… Sí, en términos prácticos –no emocionalmente– es más fácil para los hombres. Hay más hombres que mujeres entre los que dejan las comunidades”. Hace unos años, Eli le escribió una carta agradeciéndole lo que había hecho por el hijo de ambos y por él. Tienen una relación afable y, de hecho, fue él quien le sugirió que se mudara a Berlín con su hijo, sabiendo que era lo que ella quería. ¿Fue el único de su antigua comunidad que se puso en contacto con ella tras abandonarla? “Oh, no –dice con pasión–. Recibí muchísimos mensajes. Parientes que me insultaban, que me amenazaban, me pedían que me suicidara, me decían que tenían mi tumba preparada y que estaban deseando bailar sobre ella. Y también mails de algunas personas que querían abandonar la comunidad o que ya lo habían hecho. Pero hubo mucho más odio que apoyo. Ya no. Desde que me mudé a Berlín, he dejado de existir para ellos”. ¿También para su abuela, tan importante para ella que rastreó toda su biografía a lo largo y ancho de Europa? Ante esta pregunta, la rabia de Feldman se convierte en tristeza. “Cuando yo dejé la comunidad, ella sufría demencia senil. Ya no me reconocía. Fue muy triste, pero también un alivio”.
Su abuela fue la única figura materna de su niñez. Su madre había abandonado la comunidad cuando ella era pequeña, huyendo de un marido alcohólico y enfermo mental. Pero, cuando Deborah se puso en contacto con su madre, tras dejar a los satmar, no encontró la acogida que esperaba. No parece guardarle rencor. “Sé por lo que tuvo que pasar, y fue mucho peor que lo que pasé yo”, dice. Pero ¿no se sentía con derecho a pedirle ayuda, a esperar de ella cierta protección maternal? “No pensaba en esos términos. En un mundo donde las mujeres están tan impotentes, tampoco se sienten con derecho a exigirse nada entre ellas. No juzgo a mi madre, ni le reclamo nada. Pero, al mismo tiempo, tampoco le debo nada. Tenemos una relación difícil y superficial. Pero ha habido tantas fuerzas externas que han provocado esto que… Bueno, hay cosas peores en la vida”. El yin de este yang es su propio hijo, Yitzi, la principal razón por la que abandonó a los jasídicos y que consiguió mantener a su lado contra viento y marea. ¿Cuánto sabe él de…? “Lo sabe todo –interrumpe–. Hizo todas las preguntas del mundo, las contesté y pasó a otra cosa. Sabe de dónde venimos su padre y yo y me apoya mucho, pero no se identifica conmigo. Eso me hace muy feliz, porque cada vez que tomaba una decisión me aterraba pensar cómo le iba a afectar”.
Cuando escribió Unorthodox, Feldman no redactó un final feliz. No sabía si la felicidad iba a suceder. Ahora lleva siete años viviendo en Berlín, su hijo es un adolescente sano y está terminando su primera novela en alemán (idioma que aprendió a partir del yiddish de su infancia). ¿Se siente feliz, al fin? Feldman no duda. “Sí, me siento feliz. Me siento muy feliz, todo el tiempo. Me siento feliz al despertarme por las mañanas, me alegro de estar viva, tanto que a veces me siento abrumada –cierra los ojos, sonríe–. Soy la hostia de feliz”.
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