El escorzo de Nacho Vegas
El destino quiso que Nacho Vegas cerrase la gira de Violética poco antes de que el coronavirus vaciara todos los escenarios del planeta. Dos años después, vuelve a la carretera con Mundos inmóviles derrumbándose y, en efecto, el mundo ha cambiado tanto en tan poco tiempo que parece que el del asturiano no haya cambiado nada. Y no es así. El cantautor ha renovado la banda (ni un León Benavente en el escenario ni en la mesa de sonido) y la puesta en escena (con un elegante y sencillo juego de luces que realza la estampa del sexteto). Uno de los grandes aciertos de esta nueva gira es la incorporación de la guitarrista Juliane Heinemann, que aporta un valioso cromatismo vocal al registro de un Vegas que, tampoco está de más constatarlo, sigue creciendo como intérprete.
El asturiano empezó a alzar la voz en 2005, año en que publicó su tercer disco, Desaparezca aquí. Fue entonces cuando decidió separar la barbilla del cuello a la hora de cantar. Era una maniobra necesaria si pretendía defender títulos como El hombre que casi conoció a Michi Panero, que ya marcaban un cambio compositivo; más hacia afuera y menos hacia dentro. El encuentro con Bunbury en el disco El tiempo de las cerezas (2006) aceleró un proceso de relajación de cervicales y de desentumecimiento de la garganta que hasta entonces solo nos había mostrado a un cantautor de registro vocal tirando a agarrotado. El trayecto hasta el Nacho Vegas actual ha sido lento y costoso dada su timidez, pero también sin vuelta atrás. Y, por lo que se pudo oír el sábado en el Teatre Joventut de L'Hospitalet (Barcelona), este año el asturiano está cantando mejor que nunca.
Dos pasos hacia atrás
Entradas a 24 euros. Escenario limpio de patrocinios. Algunas butacas vacías. El grupo acaba de regresar de una tourné por México. En esta nueva gira, Vegas pasa buena parte del concierto sin tocar la guitarra, lo cual le permite concentrarse en la interpretación vocal. Al tener las manos libres, a menudo toma el micrófono inalámbrico y puede pasear lejos del pie de micro. Pero mientras la inmensa mayoría de cantantes aprovechan esta posibilidad para acercarse al borde del escenario y al público, Vegas hace justo lo contrario. Cuesta creer que sea algo intencionado. Hipótesis uno: tal vez sea la maldita timidez la que lo empuja hacia atrás. Lo cierto es que, una vez liberado del ancla que es el pie de micro, que lo crucifica frente al público, Nacho da dos pasos hacia atrás y, en ese espacio que le queda entre la batería y la mesita de apoyo donde tiene la copa de vino, vasos, púas y el folio con el repertorio, se parapeta para cantar.
Y es en esa retaguardia escénica donde ocurre algo aún más inexplicable. Vegas gira la cabeza levemente hacia su derecha y fija la mirada en un punto muerto, a media distancia entre la platea y Joseba Irazoki. Ni mira al público ni mira a su guitarrista. Su vista se pierde en un punto impreciso del pie que sostiene la mesita y tras el cual queda el monitor de sonido. Alza levemente el talón izquierdo y arquea la pierna. Mueve la mano que no sujeta el micro subrayando algún final de verso. Posa con indecisión automatizada, como un Elvis Presley probando ideas para su primera gira; como un Bunbury desganado, tal vez. Y trabaja la entonación adecuada para mejorar constantemente como cantante. Pero, ¿a quién está consagrando tantos esfuerzos? ¿Dónde demonios está mirando Nacho Vegas? Hipótesis dos: tal vez busque un campo de visión limpio de estímulos para concentrarse mejor en su voz. Hipótesis tres: tal vez busque el sonido de la banda que emite el monitor para no perder el hilo melódico. Hipótesis cuatro: ¿te imaginas que lee las letras en una pantalla imposible de ver desde la platea? Él sabrá, pero ahí se quedará durante bastantes canciones; en esa extraña tierra de nadie visual que también deviene una tierra de nadie expresiva, una tierra de nadie comunicativa.
Vegas se educó como espectador en el shoegaze británico de finales de los años 80, aquellas bandas que tocaban mirándose las puntas de los zapatos para vencer su timidez. Hace años que Vegas dejó de mirar al suelo, pero aún cuesta saber dónde fija su mirada cuando está en el escenario. Pasado medio concierto, el público del lateral izquierdo de la platea aún guardará esperanzas de que el cantautor alce la vista en algún momento de despiste y su mirada acaricie sus butacas. Pero el público del flanco derecho ha perdido ya la esperanza. Ha asumido que hoy les ha tocado un escorzo de Nacho Vegas. Hipótesis cinco: tal vez no quiere mirar al público en los momentos cruciales del concierto porque no quiere verse a sí mismo reflejado en las pupilas y las caras de sus espectadores.
Ni Neil Young ni Chris Martin
No es obligatorio mirar al público para conectar al máximo con este. Neil Young ha ofrecido directos memorables al frente de Crazy Horse buscando principalmente el contacto visual con sus músicos. No es el caso. Los cinco músicos del asturiano se mantienen clavados en su puesto. Y Vegas solo se acerca a Heinemann durante La gran broma final en lo que parece una escena planeada. Los grandes expertos en el oficio de prender estadios (de Dave Gahan a Bono) se pasan media noche mirando al cielo porque allí es donde quieren llevar a sus seguidores. Y, bueno, una vez asumido que no vas a cruzar la mirada con tipos como Chris Martin, tú también miras al cielo por si ahí encuentras alguna conexión cósmica; o por si en cualquier momento proyectan en las nubes una estampa de los cuatro Coldplay cual querubines del pop celestial. Pero, claro, perseguir la mirada de Nacho y buscar respuestas profundas en esa zona muerta del escenario que ha escogido y en la que fija su mirada y su escorzo una y otra vez puede resultar de lo más frustrante y descorazonador. ¿Qué demonios hay ahí?
En realidad, poca gente va a un concierto esperando que el artista le mire a los ojos. Pero cuando esa mirada se fija en algún espectador o grupo de espectadores, el resto de público percibe la escena y también se nutre de ese fogonazo instantáneo, ese que electrocuta a los fans afortunados. Así de tonto y así de cierto. Percibir que esta noche cantan para ti es una de las sensaciones más gratificantes de la música en vivo. No 'solo para ti', pero sí 'para ti'. Prácticamente todo en el mundo del espectáculo es una mentira. Pero no hay nada malo en ello. No hay nada malo en dejarse engañar unos minutos. El teatro no es un arte unidireccional. Requiere tanto de la capacidad de fascinar como de la de sentirse fascinado.
Desde la platea estamos viendo a Nacho Vegas, pero no tenemos claro que él nos haya visto a nosotros. A veces, parece que nos hayamos colado en un ensayo general sin que él se haya dado cuenta. Es evidente que el asturiano está actuando. No es tan evidente que esté actuando para nosotros. Y eso frena constantemente el impacto de sus interpretaciones vocales e incluso el trabajo de la banda. Hay algo en su lenguaje corporal que sujeta inconscientemente las riendas del concierto y lo frena. Algo que desaparece por completo cuando Vegas decide dar ese paso al frente interpretativo, asumir el liderazgo de la banda, arrancar la canción del CD y entregársela al público en carne viva. Cualquiera que estuviera la otra noche en el Teatre Joventut sabe que esa canción sería La pena o la nada.
Frente a frente
Cuando Vegas toma la guitarra y regresa a su posición más estática, frente al pie del micrófono, paradójicamente el concierto gana enteros en cuanto a expresividad. Lo quiera o no, el público entra de repente en su campo de visión. Puede refugiar su mirada de vez en cuando en los trastes de la guitarra, pero cuando alce el cuello para acercar los labios al micrófono ahí estarán todos y todas. Y cae Ser árbol. Y cae la versión de John Prine. Y cae la de Townes Van Zandt. Y cae la de Daniel Johnston. Y no puedes reivindicar a tus ídolos cantando de escorzo. Nacho Vegas, frente a frente. Y ahí ya no cabe duda alguna: todos queremos matar vampiros.
En Ramón In abandona de nuevo la guitarra, pero, por algún motivo, se queda frente al pie de micro y, ¡bien!, ganamos una interpretación frontal que no estaba estipulada. Pero Vegas no tardará en agarrar el micrófono de nuevo para darse un micropaseo por el escenario e inyectar otra dosis de antidinamismo corporal a su interpretación. La escena se repite. Dos pasos atrás, cuello ladeado 45 grados hacia la derecha, mentón levemente hundido aunque sin llegar a tocar el pecho, ojos entornados y… Adiós, Nacho Vegas. Hola, escorzo. Es lo que hay. Son sus costumbres y hay que respetarlas. Pero como se enquiste esta forma de hacer, pronto se agotarán antes las localidades del lateral izquierdo y los promotores tendrán que inventar estrategias para vender las del derecho. ¡Entradas escorzo: 20% de descuento!
Detener el tiempo
Meses antes de empezar a moldear Mundos inmóviles derrumbándose, el asturiano atravesó un bloqueo creativo que le hizo dudar de sí mismo como compositor. Es toda una declaración de intenciones (y una alegría) que el segundo título del repertorio de esta gira sea Detener el tiempo. En esta canción del disco El manifiesto desastre (2008), Vegas repasa los sucesos que forjaron su fascinación por la música, momentos en los que descubrió que una canción podía literalmente detener el tiempo, y que, si aprendía el oficio, él también podría conquistar ese don y dominar sus miedos. “Tan presente como el miedo se hizo la verdad / Y ahora que los tengo enfrente sé que seguirán ahí siempre / Y aunque sigan multitudes persiguiéndome / Ahora sé que el tiempo se puede detener”, concluye.
Los discos, en efecto, pueden detener el tiempo. Las interpretaciones en directo, también. Las miradas, incluso sin música, pueden helarte la sangre. El crecimiento artístico de Nacho Vegas desde que debutase como cantautor con Actos inexplicables (2001) ha sido el mejor regalo que nadie pudiera haber esperado del indie español. Sin embargo, la osadía poética que ha ido conquistando con el paso de los años contrasta con su indecisión escénica. En el asturiano aún conviven el narrador a tumba abierta y el orador retraído. Y es comprensible: son oficios distintos.
En el último suspiro del concierto, con el público ya en pie y las luces del teatro a punto de encenderse, su voz y su mirada convergieron en un misma dirección: sí, la platea. Fue un brevísimo instante. Nacho Vegas pronunció dos palabras de despedida. Fue un “muchas gracias”, un “hasta pronto” o algo así. Nada especial. Pero lo dijo con una amplia sonrisa en la cara y, sobre todo, mirando directamente al público. El chispazo. Lo más parecido al fulgor.
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