Esta nueva sección está pensada para invitar al lector a tomarse una pausa. Otra cosa es que se consiga, pero la intención siempre será esa. Dándole vueltas a cuál podía ser el primer artículo y sin caer en la pretensión de aleccionar a nadie surgió una idea poco novedosa (es bueno empezar con la ambición justa), la de incitar a la reflexión a partir de preguntas casi tan antiguas como la propia humanidad. Que sean las idóneas es tener ya medio camino hecho.
En tiempos de aseveraciones simples y réplicas categóricas, plantearse las dudas de los grandes filósofos puede sonar a temeridad. No debería serlo si no es que uno se crea en disposición de la verdad (¿cuál es la fuente de la verdad?) o piense que ya nació enseñado (bienvenido a la “docta ignorancia”).
Leszek Kolakowski (Polonia, 1927-Oxford, 2009) fue un filósofo que transitó del marxismo al humanismo. Aunque la obra que le dio más prestigio y problemas fueron los tres tomos de Las principales corrientes del marxismo (Alianza editorial), su último libro, Las preguntas de los grandes filósofos (reeditado por Arcadia), es el que permite viajar desde Sócrates a Karl Jaspers, aproximarse a las ideas de treinta pensadores que no siempre obtuvieron respuestas e incluso formularon algunas que solo nos conducen a nuevos interrogantes. ¿Qué es la verdad? ¿Y la razón? ¿Cuáles son sus límites? Y ya puestos, ¿qué papel juega la moral y cómo influye en el progreso?
A diferencia del libro de Kolakowski, aquí no se trata de un recorrido cronológico, sino que pretende ser un laboratorio donde compartir dudas. Vayan por delante las disculpas a los filósofos profesionales por el exceso de brocha gorda. Es un artículo que ni tan siquiera busca parecerse a una clase. Tómenselo como un homenaje porque es lo que aspira a ser.
Si esto va de clásicos (y va de clásicos) y aunque no se citen por orden de nacimiento (que no aparecen por ese orden) empieza por Sócrates (469-399 A. C.) porque sabía más de lo que decía o de lo que nos han contado puesto que todo lo que conocemos de él es por terceros. Ese ‘no saber nada’ del que presumía para explicar su búsqueda de la verdad a partir de la ignorancia y que ahora sería tildado de postureo obligaba a sus interlocutores a explorar conclusiones e incluso a corregir errores. Dar por hecho que de esta manera obtenían algo parecido a una verdad sería una suposición propia de Twitter. Más interesante sería el hilo que podría surgir a partir de sus reflexiones sobre la ignorancia como causa del mal que cometemos los humanos. Su tesis es que nuestra mediocre razón no nos permite diferenciar entre el bien y el mal. Y ahí va la primera pregunta: ¿Si eso fuese así, significaría que somos inocentes hagamos lo que hagamos?
Los creyentes tienen el salvavidas de Dios para contestarla. Sirve para esta y para otras muchas. Tomás de Aquino (1225-1274), cuyos seguidores siguen siendo legión, defendía que fe y razón van de la mano. En base a su tesis, nada escapa del control de Dios y por lo tanto la moral y la verdad están sometidas a las normas divinas. Una parte del conocimiento, esto es, de la verdad, lo adquirimos a través de la razón y otro nos viene dado por “revelación sobrenatural’. Antes de llegar a Santo, el fraile y teólogo de referencia afirmó además que el bien tiene una inclinación natural a expandirse. De ser así, ¿esto también es aplicable al mal? Y si todo depende de Dios, ¿quién determina qué está bien y qué está mal?
Para los no creyentes, la cosa se complica. Incluso los fans de la Ilustración y de aplicar la razón (ya sea cuando se pueda o cuando parezca imposible) son incapaces de responder a la pregunta de qué sabemos a ciencia cierta y qué solamente creemos saber. David Hume (1711-1776), para algunos uno de los filósofos más importantes en lengua inglesa, lo intentó y para resumirlo la conclusión es que la razón es un instrumento que nos ayuda a entender y a conseguir lo que queremos. Pero, ojo, solo con la razón no basta. Sirve para diferenciar entre lo verdadero y lo falso pero no para saber qué es bueno y qué es malo. Hume dudaba de todo, también de la supuesta sabiduría de sus antecesores. Como principio para funcionar en la vida no está mal si no te acaba convirtiendo en un descreído de todo. El filósofo escocés dejó esta frase para la posteridad y los libros de citas: “La razón es y solo debe ser la esclava de las pasiones”.
De ser como lo cuenta Hume, surge la siguiente cuestión: ¿De qué es capaz y de qué no es capaz la razón humana y cuáles son sus pretensiones y sus límites? ¡No me dirán que esta no tiene tela! Culpen a Immanuel Kant (1724-1804), el mismo que Albert Rivera nombró como referente en un debate electoral aunque fue incapaz de mencionar una sola de sus obras. Si tuviésemos que recomendarle una sería la ‘Crítica de la razón pura’, a la que el autor dedicó 11 años. Aunque es muy densa consigue lo que este filósofo pretendía y es enseñar a pensar (o al menos intentarlo). Le molestaba que sus estudiantes tomasen apuntes en vez de debatir. Esto daría para reflexionar sobre los modelos educativos pero ya habrá ocasión. Para responder a su pregunta, Kant considera que hay que tener en cuenta el espacio y el tiempo porque son formas necesarias de nuestra experiencia. Combinando lo que recibimos por medio de los sentidos y lo que aportamos nosotros de serie podemos llegar a su misma conclusión: “Todo nuestro conocimiento comienza merced a los sentidos, pasa luego al entendimiento y culmina después en la razón”.
Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) no intentó responder a las preguntas de Kant y directamente invitó a darle a la vida nuestro propio sentido sin preocuparnos por las reglas del bien y del mal que hemos heredado. Con voluntad todo es posible (o eso defendía él). Esa sería su explicación de por qué evolucionamos como especie. Aprendemos a sobreponernos y a no limitarnos a tener siempre las mismas aspiraciones. En teoría no cabe la frustración porque solo con la voluntad ya vamos autoafirmándonos. Resumido así puede recordar a un manual de autoayuda pero con menos ideas triunfan muchos gurús superventas.
Llegados a este punto, como conclusión final, siempre queda el pesimismo de Schopenhauer (1788-1860). En un tratado corto y entretenido recuerda que incluso cuando se tiene razón se necesita de la dialéctica para defenderla. Es la esgrima intelectual que los filósofos clásicos planteaban en preguntas como las aquí formuladas. Y entonces, como ahora, que te den la razón no significa que la tengas. Esa será la única verdad irrefutable que intentará guiar esta nueva sección.
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