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Siegmund Ginzberg: “Me asusta un presente que imita al pasado ciegamente”

Ginzberg emigró en 1956, a los ocho años, a una Italia “que no era tan racista ni rechazaba a los inmigrantes” como hoy.

Cristina F. Pereda

4 de enero de 2025 21:26 h

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El escritor italiano Siegmund Ginzberg comenzó a escribir Síndrome 1933 (Gatopardo) hace casi seis años, cuando todavía no habíamos atravesado una pandemia global ni Rusia había invadido Ucrania. Donald Trump tampoco había liderado el asalto al Capitolio, Italia no había levantado cárceles en el extranjero para solicitantes de asilo, ni la extrema derecha se había hecho con el mayor número de eurodiputados de la historia de la UE. Por eso Ginzberg alerta en el texto de que cualquier coincidencia entre los hechos históricos que menciona y los ejemplos que vienen a la cabeza del lector entre página y página, son solo eso, coincidencias. “No tengo soluciones ni recetas, solo ofrezco material para pensar”, afirma. Pero su aviso impide que avancemos por cada capítulo con la misma sensación de dèjá vu que él mismo reconoce, con numerosas frases en las que podemos cambiar el nombre del protagonista, en diferentes momentos de la historia, y que el texto siga reflejando la realidad. 

“Nos acercamos a los años 30 del siglo XXI. La crisis que amenaza a Europa, a América y al mundo entero es distinta de la de entonces. Y, sin embargo, impresiona ver cómo se repiten ciertas situaciones, no idénticas, pero sí parecidas, análogas”, escribe el intelectual y periodista del diario del Partido Comunista italiano L’Unitá. Nada más comenzar la entrevista con elDiario.es desde Roma, insiste en que prefiere hablar de analogías y no de similitudes. “El texto es de 2018, yo no podía imaginarme que Trump vaya a ser presidente de nuevo o que tengamos una primera ministra en Italia [Giorgia Meloni] que reniega del origen neofascista de su partido. Simplemente espero que ayude a entender lo que está pasando”. 

Con tintes periodísticos y numerosas referencias literarias, el ensayo repasa los factores que facilitaron la llegada al poder de Adolf Hitler en la Alemania de los años 30 y ahonda en los síntomas del nazismo entre la crisis económica, la utilización de la inmigración, la desconfianza en los políticos y el papel de los medios de comunicación. Son síntomas del pasado, pero que, como dice el autor, “vuelven a aflorar y amenazan con acercarnos peligrosamente a un pasado que creíamos haber superado”.

Ginzberg emigró en 1956, a los ocho años, a una Italia “que no era tan racista ni rechazaba a los inmigrantes” como hoy. “Fueron muy acogedores con un niño judío que venía de Turquía”, dice al reconocer que como inmigrante siente muy de cerca uno de los asuntos que ejerce de columna vertebral de su libro. La demonización de los inmigrantes que desempeñan los partidos de derecha y extrema derecha en todo el mundo es intercambiable a lo largo de todo el texto con la que llevaron a cabo los nazis contra los judíos. 

“No era difícil imaginar la analogía. El antisemitismo alemán, en teoría, se inspiró en el antisemitismo francés y en el antisemitismo estadounidense. En aquella época, el industrial estadounidense más importante, Henry Ford, también era un antisemita rabioso. Y Hitler adoptó su tesis sobre los judíos”, explica Ginzberg. “La gente tenía miedo de los inmigrantes porque veían a millones que llegaban del Este huyendo de las guerras, de la pobreza. La gente tenía miedo de eso y la propaganda nazi lo utilizó contra los judíos”.

Los inmigrantes que nadie quiere

En Síndrome 1933, Ginzberg escribe que “lo que importa de una mentira no es su veracidad ni su verosimilitud, sino las emociones que despierta”. En la Alemania de la época, autores de ficción y un amplio sector de la prensa alimentaron el odio contra los judíos y los inmigrantes vinculándolos con delitos de todo tipo. Hoy Vox cuelga carteles en el Metro de Madrid para difundir bulos como que las ayudas para el alquiler recaen en inmigrantes y Trump vuelve a la Casa Blanca tras afirmar en campaña que inmigrantes haitianos robaban a mascotas de Springfield (Ohio) para comerse a los animales. “Si eso no es odio, entonces no sé lo que es”, señala el escritor.

Ginzberg asegura que entonces como ahora basta con sustituir “judíos” por “migrantes ilegales, o simplemente ”migrantes“. Síndrome 1933 recuerda aquel intento de EEUU para repartir a los judíos que Alemania quería expulsar del país con la celebración de una reunión internacional con 32 países. ”De palabra, la comunidad internacional se mostraba comprensiva y solidaria“, dice Ginzberg. ”Resultó un fracaso absoluto“. Un diario de la época tituló la noticia con un ”Nadie los quiere“. 

Hoy nos hemos acostumbrado a leer titulares como “Los 6.000 menores migrantes que nadie quiere” o, en el caso de un centro para acogerlos en Madrid, “Nadie quiere La Cantueña”. El rechazo al reparto de menores migrantes uno de los pilares de la oposición de Alberto Núñez Feijóo mientras Vox suspende las negociaciones presupuestarias con el PP por tratar este asunto con el PSOE. “Debe existir una fuerte predisposición, un prejuicio enraizado, para despertar un apoyo tan amplio y entusiasta al odio contra los diferentes”, reflexiona Ginzberg, para quien los ideólogos nazis le hablaban a un público “ya convencido”. 

El autor defiende que es importante reconocer la dificultad de hablar de inmigración sin caer en las trampas de la extrema derecha. “Si además nos enfrentamos a una campaña orquestada de mentiras sobre inmigrantes, entonces es muy difícil luchar contra eso”, afirma. En el caso de Alemania, apunta a que ese odio venía de la envidia de la sociedad alemana hacia los judíos “porque son cultos, ricos, exitosos, más felices que ellos”. Su segunda hipótesis es el sentimiento contrario, ya que los judíos migrantes estaban entre los sectores más pobres de la población. 

“Estas dos interpretaciones distan de ser contradictorias”, añade. “Lo vemos cada día: quienes más abominan de los inmigrantes son también quienes más repudian a las élites, a las que acusan de ignorar el malestar ‘del pueblo’, de los ‘que se quedan atrás’”. Justo cuando Ginzberg escribía estas líneas, el ministro del Interior italiano declaraba en televisión que los que se apiadan de los inmigrantes, refugiados y náufragos del Mediterráneo que serán alojados en “hoteles de tres estrellas” deberían preocuparse por las necesidades de los italianos con dificultades.  

Entonces como ahora, ninguna de esas afirmaciones tendría la repercusión alcanzada sin el papel de los medios de masas de la época y las redes sociales de ahora. “En cuanto ocuparon el Gobierno se apoderaron del medio de comunicación que se había revelado más importante que toda la prensa junta. Le echaron el guante a la radio”, escribe. Ginzberg recuerda que en 1933 se presentó un transistor barato en la Feria Internacional de la Radio, celebrada en Berlín. El aparato fue bautizado “el receptor del pueblo” o “301”, por la fecha del nombramiento de Hitler como canciller, el 30 de enero. En apenas seis años, el 70 % de los hogares alemanes tenía un transistor. 

“A saber qué habrían logrado de haber contado además con la televisión y las redes sociales”, escribe. Ahora reconoce que él fue uno de los muchos que se preguntaron qué hacía el magnate Elon Musk comprando Twitter. “Le ha entregado todo su poder de difusión a Trump y le ha devuelto el favor con mucho más de lo que invirtió”, comenta. Pocos días después de la entrevista, Musk se dedicó varias horas a criticar un plan presupuestario del Congreso de EEUU que impedía el cierre del Gobierno por falta de fondos. Los parlamentarios acabaron votando en contra. 

Ginzberg admite también, en el caso del nazismo, la sensación de que los principales testigos del peligro que acechaba no siempre lo describieron como tal. Cuando fue nombrado canciller, “el diario estadounidense The Nation había considerado a Hitler como la expresión ‘teatral’ de una protesta popular generalizada” mientras The New York Times tranquilizaba a sus lectores afirmando que en Alemania “todo sigue como antes”. El intelectual italiano alerta de la “normalización” en la que pueden caer los medios al recordar que en 1938 la revista estadounidense TIME eligió a Hitler como personalidad del año —en 2024 el reconocimiento ha sido para Trump—. “Aquello les pareció normal, pero entonces Hitler ya estaba planeando lo peor y su antisemitismo era bastante terrible”, lamenta.

Interés en las noticias, pero no en la política

“La irrupción de Hitler y las amenazas a la libertad de prensa habían despertado el interés de los lectores por las noticias, aunque no por la política”, relata Ginzberg. Mientras, en la década anterior a 1933, políticos, periodistas y analistas ignoraron otro detalle: “En catorce años habían tenido trece cancilleres y veintiún gobiernos que no lograban estabilidad. Sin embargo, durante ese período, las decisiones del electorado se habían mostrado en esencia invariables (...) La línea divisoria se establecía entre derecha e izquierda”. Pero en ese momento irrumpió un partido que se declaraba “ni de izquierdas ni de derechas”, sino “del pueblo”.

Aún así, escribe que “resulta sumamente tentador culpar a los electores, al pueblo que se deja engañar”, pero respalda la opinión de otros intelectuales que apuntan a las causas económicas que llevaron al nazismo a contar con la “masa crítica” de electores, el apoyo suficiente para hacerse con el poder. “Los alemanes votaron principalmente conforme a sus intereses económicos, optando por los partidos que más se preocupaban por sus problemas, o al menos eso prometían”, explica. 

El nazismo lo aprovechó. Desmantelaron todas las asociaciones de beneficencia y solidarias para reemplazarlas por la “Dirección para el Bienestar del Pueblo”. Ginzberg relata que presumían de “la mayor entidad social del mundo” , considerada aún como “el puntal de la ingeniería social nazi”. El organismo gestionaba desde pensiones a alquileres a subsidios por desempleo o invalidez, hospicios, préstamos y hasta seguros de salud. 

“Se comprenderá por qué sentí un escalofrío en 2018, cuando oí a los vicepresidentes Salvini y Di Maio referirse a la Ley de presupuestos generales como una ‘inversión para la felicidad de los italianos’”, explica. “Me asusta un presente que imita al pasado ciegamente, sin querer, quizá sin darse cuenta”, escribe el autor. Aunque Ginzberg admite que “Qanon, el Foro de Madrid, el Proyecto 2025 trumpiano y 'la Bestia' de Salvini no han inventado la pólvora” y tampoco nos faltan ejemplos de líderes “indeseables” que han ganado elecciones democráticas, “creer que podemos exorcizarlos comparándolos con el Duce o el Führer es absurdo. Además de falaz desde un punto de vista lógico e histórico, es contraproducente”.  

“No temo a los cuatro imbéciles que glorifican el pasado fascista o el nazi, pero sí un poco a aquellos que fingen no saber lo que dicen ni lo que hacen, los del ”No me refería a…“, ”Fascista yo?“, dice el autor. ”Hace falta muy poco para que una rabia ligera, un afable ‘yo no soy racista, pero…’ se transformen en un odio implacable, en una fiereza que no atiende a razones“. A pesar de la colección de analogías entre pasado y presente que incluye su ensayo, insiste en que la política ”sigue siendo lo único que puede salvarnos“.

Pero, ¿cómo puede salvarnos? Ginzberg habla de la resistencia en el ámbito privado como la que ejercieron las alemanas casadas con judíos y que protestaron contra su deportación. “La lucha por los derechos humanos, por las personas vulnerables, por la comunidad LGTBI…”, subraya el intelectual italiano. “Esa puede ser la manera, a lo mejor no de derrotarlos, pero sí de detenerlos. Eso espero, estoy lleno de esperanza y desesperado al mismo tiempo”. 

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