El Conde de Torrefiel ha estrenado su pieza más gnóstica, reflexiva, elevada, alucinada y deslumbrante de toda su trayectoria. Una pieza con la que consiguió elevar este festival y dejar sin luz, literalmente, al Teatre Lliure, empeñado en seguir anclado en dramaturgias del pasado. No hay más que ver la programación de su nueva temporada.
Las luces, por una bajada de tensión, se fueron durante casi veinte minutos, lo que obligó a parar la función del estreno a los tres cuartos de hora de comenzada. Pero nada iba a parar este poderoso trabajo que se veía por primera vez en España. Cuando la obra se pudo retomar, lo que se fundieron fueron los plomos del cerebro de los espectadores ante un final bello y alucinado como no se le recuerda a esta compañía que se creara allá por el 2010 con un vídeo, Morir Nunca, que hoy visto es el germen de tantas cosas que luego han ido desarrollando.
Imagen interior viajará este mes de julio al Festival de Aviñón. Primera participación de esta compañía en el festival más relevante de Europa. Habrá que ver cómo son recibidos con esta pieza en la que la compañía se adentra en las raíces del conocimiento humano. Una pieza fría, conceptual, que abandona referentes textuales de la compañía, como el humor y la crítica política coyuntural, pero que les hace dar un paso que hasta ahora no se habían permitido.
El cerebro como el gran metaverso
La capacidad textual de El Conde sigue siendo abrumadora. En esta ocasión la compañía llega más allá poniendo el texto por delante de la imagen, por delante de lo que pasa en escena. El escenario será paisaje, un paisaje que dialoga con el texto, pero distanciado, cenital, con movimientos en escena que recuerdan a otros trabajos de la compañía como La Plaza (2018). El texto es reflexivo, filosófico en muchas ocasiones, aunque parezca coloquial, empeñado en auscultar los cimientos de la realidad de la sociedad occidental, una realidad basada en ficciones superpuestas hasta la saciedad que hoy tienden a provocar la parálisis del individuo.
Así, vemos en un primer cuadro una ficción en el que unos visitantes contemplan una tela prehistórica encontrada en unas cuevas del norte supuestamente llamadas Vetur. Cueva inventada con una palabra islandesa que quiere decir invierno. El cuadro es de un formalismo abstracto infantil. Su trazo no es prehistórico, entramos en la ficción, pero el Conde de Torrefiel le da otra vuelta de tuerca y dice: “La pintura original se conserva en un lugar con una temperatura y humedad estables para protegerla del deterioro del tiempo. Aun así, la copia está muy bien conseguida y el público siente una emoción auténtica al mirarla. Qué extraña máquina es el cerebro, que produce una emoción verdadera frente a algo que es objetivamente falso”.
La obra se adentra en la fenomenología, esa rama que se aleja de la ciencia porque no hay objetos externos que estudiar, sino que estudia las estructuras subjetivas con las que percibimos la realidad. “Tengo los ojos cerrados”, repetirá constantemente el texto. Al final de la escena la tela se agranda al acercarse al proscenio, pero al mismo tiempo la altura de la caja del teatro se amplía, casi imperceptiblemente. Cambia así la percepción del que ve como si de una película de Xavier Dolan se tratase, pero no para ampliar la emoción como hace el cineasta canadiense, sino para constatar que el espacio que ve el espectador es una realidad subjetiva. El espacio teatral como espacio mental.
Las luces bañan uniformemente un escenario que es completamente de plástico, puro polímero metafórico de nuestra era. El espacio parece el metaverso, pero no es otra cosa que un cerebro en funcionamiento. Un teatro total, de imagen, texto, luz, arquitectura y movimiento, que nadie trabaja como El Conde de Torrefiel, virtud que en esta obra consigue un nivel inusitado y al que se suma un poderío sónico y atmosférico propio del Lynch de Terciopelo Azul y Carretera Perdida.
La palabra seguirá percutiendo como un escalpelo durante toda la obra sobre ese cerebro que se quiere diseccionar, que no es otro que el del propio espectador. Así, y ante un segundo cuadro en rojo, nos adentramos en un supermercado cualquiera donde los hombres deambulan. El Conde va dibujando una sociedad donde el ser humano trabaja, opta, decide y despliega una extrema actividad que contrasta con una extrema pasividad interior, una pasividad triste y anti vital. Una influencer se mueve con parsimonia por el super y dice: “Aunque lo intente, no consigo emocionarme con nada. Mi piel, mi voz y mis ojos lo saben, y me preguntan: ¿Cuándo terminará esta erosión?”.
La influencer deambula por un mundo de formas geométricas cuadradas, una forma, la cuadrada, inventada por el hombre: “todo lo que me rodea es una gran ficción cuadrada”, dice el texto. Móviles, camas, edificios, teatros, una realidad que se yergue y nos espeta: “Yo soy más real que tú”. Se levantan todas las ficciones y echan al hombre y su capacidad pensante e imaginativa, lo beben hasta dejarlo seco. La crítica a este mundo laboral y tecnológico es quizá consabida, nada nuevo sobre el firmamento, pero la fuerza estética de la escena, los movimientos pausados, y el color rojo casi naranja de un metaverso vacío, hace que el discurso se convierta en imagen poderosa.
Antropoceno y apocalipsis
El Conde tiene una estética reconocible, un lenguaje propio, en el que el intérprete no habla, no gesticula, tan solo ocupa la escena, hace, acciona. El escenario es concebido como un espacio a resignificar. La palabra es siempre proyectada. El movimiento es pausado y cotidiano. Al igual que no hay gesto no hay movimiento expresivo de los cuerpos. Esto continúa siendo así en Imagen Interior. Hasta la escena final, hasta el tercer cuadro en el que el Conde se permite una escena de danza compuesta donde el movimiento ya es expresión pura y la escena baila al son del posrock de la banda francesa Oiseaux-Têmpete.
Si bien en obras anteriores había un esbozo iniciático de coreografía, como en Observen como el cansancio derrota al pensamiento (2011), una obra que transcurría durante un partido de baloncesto, ahora El Conde da un paso más. Llega el tercer cuadro, el espacio se convierte en una caverna mineral y oscura. Un hombre platónico alumbra el espacio con una lámpara, entramos en el Antropoceno, en esa época donde todavía el hombre no había incidido sobre la tierra ni la había conformado con el pensamiento. La lámpara se dirige a platea y ciega a los espectadores. Una luz blanca de tungsteno, que contrasta con las luces de led que hasta ahora han iluminado la obra, ciega por completo al público sentado.
Entramos en este nuevo espacio porque ha caído “la bomba”, ese momento de colapso que tantos ven próximo, ese momento en que desapareceremos como civilización. Antropoceno y apocalipsis se tocan. Futuro y pasado se confunden. El tiempo se vuelve circular.
Podría decirse que la mirada al futuro de El Conde adolece de regresismo, de ser un canto primitivista ante la tecnología. Sería simplificarlo. La compañía, aun rozando ese peligro, quiere poder tener la libertad de comenzar a conformar la realidad de nuevo, de volver a nombrar las cosas, como acto de liberación artístico y humano. Y así, ante un público con los ojos quemados, surge una última escena de baile y libertad. Los animales aúllan, los riffs de guitarra de Oiseaux-Têmpete les siguen a la par, y los movimientos de esos seres en época indeterminada comienzan a convertirse en danza ritual. El gesto funcional del hombre comienza a desaparecer para dar paso a movimientos de danza puros, movimientos que el público, todavía con el fogonazo en el iris, ve de manera alucinada, quemada: bailan cuerpos sin cabeza, cuerpos que desaparecen en una luz que es proyectada por los propios ojos del público. Quizá una de las escenas más potentes y futuristas puestas sobre un escenario del teatro actual.
El Conde de Torrefiel, que nació como compañía en esta misma ciudad de Barcelona, ya no reside más en la Ciudad Condal. Prefirieron irse. Subsistieron porque Europa los quiere. Esta obra, por ejemplo, está producida, a parte del GREC, por festivales punteros de Austria, Francia, Italia o Suiza. El Conde de Torrefiel sobrevivió porque encontró a quien le cuidase fuera de España. Barcelona no los cuidó. Hoy los recibe como propios. Un apropiacionismo que tan solo tiene lógica por parte del público, la otra pata donde esta compañía pudo apoyarse durante años de incomprensión institucional. Las autoridades catalanas parecen seguir pensando que después de Els Joglars y Comediants no hay nada que valga la pena apoyar, nada a lo que sacar rédito. Sus movimientos han sido dubitativos y más provocados por la obligación que por ningún convencimiento cultural. Apoyaron, por ejemplo, a creador escénico Roger Bernat y lo hicieron sin entenderlo.
Esta misma semana, otra creadora de la misma generación que El Conde, ha presentado nueva pieza en el Festival. La vuelta de Cristina Blanco a los escenarios después de un lustro era esperada. No decepcionó. Su obra Grandissima Illusione, también en cartel ese fin de semana, es una pieza ácida sobre la producción teatral en este país, sobre la auto explotación y la soledad del creador, una pieza que se vuelve esperanza a fuerza de imaginación y talento. Con una estética pobre que es puro acto político y enamorada del artificio teatral, Blanco consigue plasmar en escena las esencias teatrales de la convención y la ficción. Una vuelta de tuerca pirandelliana que acabó en performance eterna. La obra no tenía final, no había cómo acabarla. Así que quien quiso se quedó a habitar con la compañía el espacio. La acabaron los responsables del teatro, había que irse, cerrar puertas. Tuvieron que cortarles micros, luces, y, eso sí, con toda la educación del mundo, echar a la compañía de la escena y al público que decidió quedarse en sus asientos.