Luna Miguel aterriza en el teatro con una lectura sadomaso de Cervantes
La escritora Luna Miguel ha aterrizado con un ovni en el núcleo mismo del teatro español. Objeto no identificado que se ha posado en la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), el Teatro de la Comedia en Madrid, justo al lado de donde estuviera el corral de la Pacheca en el siglo XVI; allí donde nació el teatro en la capital, nada menos. La poeta ha sido invitada por su director, Lluís Homar, a crear un diálogo en torno a la obra que ahora está en cartel: Numancia, dirigida por Ana Zamora. Pero lo que comenzó siendo una conferencia de una hora, ha terminado en un montaje teatral con una propuesta dramatúrgica ambiciosa a la que entra el poder simbólico del objeto, la acción escénica y la propia Luna Miguel como actriz.
La obra, para el espectador 'amante del teatro', puede ser un tanto epatante. Porque Luna Miguel no interpreta, no es actriz, es más, dice un texto sin que este pase por el cuerpo. Ella lee, con toda la rabia de una voz suave y de dicción impoluta, pero con el cuerpo inerme. Se desplaza con impericia por la escena, acomete acciones teatrales, pero sin saber ejecutarlas. Es ahí cuando el espectador tiene que decidir si es ante todo 'amante del teatro' o se deja mecer en este experimento de alguien ajeno a la escena.
Y es que ese texto íntimo que Miguel amansa con la voz, ese texto en el que con collar de sumisa comienza diciendo “la verdad es que pedir perdón me encanta”, guarda sus ciertas cuchillas. Sumisión de trasfondo punk que va aflorando poco a poco en la obra, y en el que el acto performático de exponerse desde el no saber dan al montaje, un respiro a esta pieza que podía haber acabado atrapada entre tanto marco y envoltorio teatral descontrolado.
Una llamada de teléfono
Cuenta Luna Miguel a este periódico que ella no es muy de teléfonos, que durante dos días estuvo recibiendo una llamada insistente que finalmente decidió atender. Al otro lado de la línea estaba Lluís Homar, uno de los grandes actores españoles y director recién llegado a la CNTC que está dando algún que otro zarandeo a la institución. La decisión de montar obras del siglo XIX, como el estreno proyectado para esta temporada en la sala principal de El diablo cojuelo de Vélez de Guevara, es uno de ellos; la tradición dice que más allá del Tenorio no se puede ir. Otra es utilizar la sala pequeña, la Tirso de Molina, para crear un espacio donde repensar con mayor libertad y apertura de la constricción que supone montar a los autores del Siglo de Oro. Este año, experimentos como el de Xavier Albertí con Caravaggio, Vermeer y Velázquez, el montaje sobre autoras del XIX (Emilia Pardo Bazán, Joaquina Vera y las cartas epistolares entre Matilde Ras y Caterina Albert i Paradís), o el estreno de la conferencia autoficcional del dramaturgo uruguayo Sergio Blanco son prueba de ello. La temporada pasada lo fue el montaje de Alberto Conejero con la creación de Esta particular fugitiva, pieza que dialogaba con El príncipe constante, de Calderón de la Barca. Pero el movimiento de llamar a Luna Miguel y darle libertad asociativa es acción de mayor riesgo.
La relación de Luna Miguel, como ella misma confiesa, con el teatro es de lectora. Manifiesta haber devorado los catálogos de editoriales como La uÑa RoTa o Contintametienes, haber leído todo de Angélica Liddell como si fuera pura poesía. Pero también confiesa desconocer por completo el mundo de la escena como espectadora. Aun así, Miguel decidió ser dramaturga, transformar el texto escrito en un texto escénico (pasó de tener diez mil palabras a apenas dos mil seiscientas), dirigir la pieza y actuarla ella misma. Osadía y sacrilegio del que es consciente y al que da la vuelta. “Qué pasa cuando una está siendo humillada, autohumillada en este caso, porque he sido yo quien ha decidido ponerse ahí, y cómo se puede salir airosa. O si es necesario salir airosa de esa situación”, reflexiona.
Y, en cierto modo, ella lo salva agarrada a un potente texto, uno que mezcla géneros y que va afianzándose según se desarrolla el montaje. Miguel traslada conceptos presentes en la obra cervantina, como la humillación, el dolor o el amor a un mundo feminista y actual. Si en Numancia un pueblo se inmola para dignificar la derrota, si un pueblo es humillado y vejado hasta la extenuación, Miguel traslada esos conceptos a la situación de la mujer bajo siglos de patriarcado. “¿Una puede sentirse liberada cuando sabe que no puede estar más que sometida? ¿Alguna vez se sentirá la mujer liberada cuando sabe que ya está derrotada?”, se pregunta la autora. La pregunta no es menor y va al centro neurológico del feminismo actual.
Y es que esta escritora sita en la poesía denominada 'poesía del cuerpo' ya venía dando avisos. Con su último libro, Poesía masculina, en el que adopta un heterónimo macho, su escritura se ha desplazado. Siguen presentes la cotidianeidad, el feminismo y la apertura intimista, pero lo autotestimonial se difumina, un movimiento que ha hecho que se multipliquen las resonancias y que felizmente se resquebraje la posibilidad de la lectura militante. Como si Fernando Pessoa, en vez de heterónimos como Bernardo Soares o Ricardo Reis, hubiese creado uno que se llamase María Leitão de Oliveira. Pues eso. Del mismo modo el texto de esta pieza 'teatral', Ternura y derrota (en cartel hasta este 19 de diciembre, aunque puede no representarse por la convocatoria de paros entre los técnicos del INAEM), supone otro temblor tectónico en el que su escritura se llena de semántica polisémica que escapa a la cosificación.
Explica la autora que la idea que atraviesa este texto de trasfondo BDSM viene inspirado por el momento de la obra de Cervantes donde una mujer intenta enarbolar una bandera blanca. De ahí surge el concepto que va a ir recorriendo todo el texto, esa bandera blanca se convierte en la palabra de seguridad, un límite de la lucha o la resistencia. Y el personaje de la obra que Luna Miguel llama Ternura declara que tener una palabra de seguridad sería una derrota, posición controvertida en este mundo post #MeToo que Luna Miguel pone en solfa: “Ternura: por eso nunca quise participar en el torbellino del 'a mí también'. Ternura: no digo que el hashtag no fuera útil entonces. Ternura: no digo que no marcase un antes y un después en nuestra manera de pensar la política y el sexo. Ternura: aunque sobre todo la política. Ternura: no digo que su fuerza a mí no me librara de algunos fantasmas. Ternura: pero es que entre tanta verdad descarnada, entre tanto, ¡expón, cuéntalo, ponle nombre a lo innombrable!, yo acabé por enamorarme de mi abuso. Mi abuso clandestino. Mi abuso es solo mío. Mi violación se convirtió en un tesoro. Mi violación es solo mía. Ni siquiera lo es de mi violador. Ya no. Mía. Para mí sola”, dice el texto de la obra.
Luna Miguel, performática, expuesta hasta el límite en un escenario del que desconoce las herramientas, humillada voluntariamente, nos habla de un cerco hecho de gestos y palabras donde ella se encierra y que en escena es representado por una luz menguante y una acumulación de objetos —adoquines, textos, flores—, dispuestos en circulo alrededor de ella. Pero en ese cerco ella, bajo velos sadomasoquistas, anhela un amor en el que no sean necesarias las palabras de seguridad, donde la mujer se salve a través del reconocimiento, la reparación y la confianza. Lo punki, finalmente, se vuelve rosa.
En aquel mismo escenario
La obra también coge vuelo cuando se revuelve ante tanta tradición circundante. Miguel de Cervantes: canon de nuestra literatura. Numancia: su pieza mayor que traslada la tragedia clásica a la Península. El Teatro de la Comedia: joya burguesa del siglo XIX donde Primo de Rivera fundó la Falange Española. Y la Compañía Nacional de Teatro Clásico: creada en efervescencia democrática en 1986 por Adolfo Marsillach dos siglos después que el Teatro Nacional británico y trescientos después que la Comedie francesa.
Cervantes, el Teatro, la Compañía. Una triada españolista —patriarcal, diríamos hoy; tradicionalista, decíamos ayer— que a día de hoy en España sigue teniendo lo que se denomina “peso”. Y en ese mismo teatro donde estrenaran Echegaray, Galdós, Valle Inclán, Unamuno, los hermanos Álvarez Quintero, Benavente, Arniches, Muñoz Seca o Jardiel Poncela, en las tablas donde ahora reina Lope, Calderón y Cervantes, Luna Miguel comienza a citar a mujeres fundamentales: Angélica Liddell, la larga sombra de Sarah Kane, la dramaturga francesa Claudine Galea, la filósofa francesa Simone Weil, la poeta norteamericana Hilda Doolittle o la teatrera Dorothy Parker. Acto de apropiación performático y testimonial en el que Miguel se siente más cómoda y defiende con más presencia.
La obra concluye en un acto de asfixia otra vez mal resuelto —la coherencia hay que llevarla hasta el final— y que pretende quedarse en un terreno donde la polisemia reina y donde el gozo es dolor y su inverso. Queda en el aire la pregunta de si este buen texto ha encontrado su sitio en escena, si no lo ha engullido la maquinaria teatral. Pero queda también el acto benditamente irresponsable de esta autora que además afirma que su escritura ya no volverá a ser la misma después de esta experiencia, una experiencia en la que día tras día se ha subido a un escenario a actuar, se ha enfrentado a esa exposición máxima desde un sitio sumamente frágil. Metáfora potente de otro feminismo que se quiere de más alcance que el netamente militante.
Queda también la satisfacción de ver el Teatro de la Comedia concurrido por un público millennial renovando tanto alcanfor acumulado. Y queda la constatación de un acercamiento entre poesía, literatura y escena en las generaciones nacidas a partir de los ochenta. El paso de Elena Medel por el Teatro Echegaray de Málaga con un monólogo sobre Dante; Cristina Morales actuando estos días en el Teatro del Barrio con Catalina y su colectivo Iniciativa Sexual Femenina; Carla Nyman; Rodrigo G Marina o el más veterano Martí Sales con el colectivo nyamnyam, son buena prueba de ello.
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