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Azúcar con sabor a tierra robada

Dos integrantes de una ONG analizan junto a uno de los campesinos expropiados el mapa de las tierras acaparadas. / Alisson da Paz y David Vidad

Laura Villadiego / Nazaret Castro

Camboya/ Brasil —

“Nos dicen que estas tierras son demasiado caras para la agricultura familiar”, cuenta Lucas. “Todo, para la exportación: aquí no queda nada. La mayoría de los trabajadores los traen de fuera, así que la gente del lugar se queda sin trabajo. No hay espacio para nosotros”. Lucas es dirigente del Campamento de San Antonio, al sur del Estado brasileño de Bahía. A él, como a las otras 400 familias de campesinos que forman el campamento, lo expulsaron de sus tierras. En estas tierras de tradición azucarera, un monocultivo dedicado a la exportación desde los tiempos de la colonia portuguesa, avanza ahora el eucalipto, un árbol de rápido crecimiento y que, por la cantidad de nutrientes que absorbe de la tierra, resulta muy dañino para la biodiversidad.

Las multinacionales productoras de celulosa para la exportación se sumaban así a los ingenios azucareros y desplazaban a los pequeños productores. El maíz, el frijol, la calabaza debían importarse de fuera. Pero un grupo de campesinos del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) decidió ocupar estas tierras en 2009 y, desde entonces, se ha vuelto a producir comida para las poblaciones vecinas. Estas 400 familias le huían así al destino que les marcaba el latifundio: expulsados de sus tierras, obligados a migrar a grandes ciudades, como Salvador, para pasar a formar parte de ese ejército de brazos olvidados, innecesarios, que se hacinan en las periferias y favelas de las grandes urbes brasileñas.

El MST es uno de los movimientos sociales más grandes e influyentes de América Latina: se creó en los años 70 y, desde el comienzo, colocó la reforma agraria como foco, en un país que se encuentra, desde hace décadas, entre los más desiguales y latifundistas del planeta. Su objetivo es la reforma agraria a través de la redistribución de tierras improductivas; su estrategia consiste en ocupar tierras baldías y forzar por la vía de los hechos que se cumpla el uso social de la tierra que, sobre el papel, garantiza la Constitución brasileña. Según el MST, en un país de algo más de 190 millones de habitantes y con una de las estructuras de propiedad más latifundistas del planeta, cuatro millones de familias siguen desposeídas.

La propia FAO ha reconocido que en América Latina, Argentina y Brasil están inmersos en un proceso de acaparamiento de tierras, esto es, un aumento del latifundio consagrado al agronegocio exportador, al precio de una intensificación de los desalojos de comunidades campesinas e indígenas de sus tierras ancestrales.

Hoy como ayer, la caña de azúcar es un producto clave en esa estructura latifundista global; sobre todo ahora que no sólo se alimentan de caña las personas, sino también los automóviles. El auge del etanol ha impulsado las plantaciones de caña en Brasil.

“Contrarreforma agraria”

“El acaparamiento de tierras es un fenómeno global iniciado por las elites locales y transnacionales, los Gobiernos y las compañías multinacionales para controlar los recursos mundiales más preciados”, como la tierra y el agua, sostiene la Vía Campesina latinoamericana en un comunicado de 2012. Un proceso que el dirigente del MST João Pedro Stédile califica de “contrarreforma agraria” y que, como ha denunciado Amnistía Internacional, “desplaza y disloca comunidades, destruye economías locales, culturas y tejidos sociales y pone en peligro la identidad comunitaria”. Quien ose levantarse para defender lo que es suyo sufrirá hostigamiento, amenazas y muertes: en 2010, 34 campesinos e indígenas murieron asesinados en Brasil por defender sus tierras.

“La compra de grandes extensiones de tierra para monocultivos para la exportación o para la producción de biocombustibles está provocando hambre y violando los derechos humanos en muchos países en desarrollo”, sostiene Intermón Oxfam en su informe Tierra y poder, de 2011. La organización subraya “la velocidad, cada vez mayor, a la que se llevan a cabo acuerdos sobre transacciones de tierra y que a menudo pone en un mayor peligro a las comunidades pobres”. Así, según el último informe de Oxfam lanzado hace unas semanas, desde el año 2000 se han adquirido en el mundo al menos cuatro millones de hectáreas para la producción de azúcar.

“Las comunidades ”pierden –en ocasiones de forma violenta– sus casas y sus medios de vida sin haber sido previamente consultados, sin posibilidades de compensación o medios que les permitan reclamar sus tierras“, añade IO. A menudo, las empresas o terratenientes se aprovechan de que, en las poblaciones campesinas y más aún entre los pueblos originarios, en muchos casos las comunidades no cuentan con títulos de propiedad de las tierras que han poblado desde tiempos ancestrales.

Acaparamiento global

El mismo proceso se da en el resto del planeta, con una velocidad que se ha acelerado desde que, tras el pinchazo de la burbuja financiera en 2008, los inversores apreciaron la volatilidad de los títulos financieros y se replegaron sobre valores más seguros, como el mercado de alimentos a futuro o la propiedad de las tierras.

La organización Grain documenta 416 casos de acaparamiento recientes en todo el globo, que abarcan casi 35 millones de hectáreas de tierras en 66 países; entre ellas, muchos cañaverales. Este informe llega a conclusiones interesantes, como que África es el primer objetivo de los inversores, entre los que se encuentran 298 empresas del agronegocio, pero también entidades financieras y fondos soberanos, que están detrás de un tercio de las operaciones.

En Camboya, el programa de intercambios comerciales Everything but Arms (EBA, Todo menos Armas), que la Unión Europea aplica desde 2001 a los países menos desarrollados para que puedan importar sus productos en Europa con ventajas impositivas, ha dejado, paradójicamente, sin tierra a miles de familias que ahora luchan por la subsistencia.

Uno de los casos más conocidos ha sido el de Srae Ambel, en la sureña provincia de Koh Kong, donde los agricultores desposeídos han plantado cara a la empresa tailandesa que ha convertido sus arrozales en un extenso cañaveral. “La propia empresa ha reconocido que no estaría en Camboya si no fuera por el EBA. Creo que es una prueba suficiente para probar que está relacionado”, asegura Matthieu Pellerin, investigador de la ONG local de derechos humanos LICADHO. Los campesinos han emprendido acciones legales en Camboya y en el Reino Unido contra Tate & Lyle –una de las empresas que compra el azúcar camboyano–, y el Parlamento Europeo ha pedido una investigación ante las evidencias de violaciones de derechos humanos en las plantaciones.

Este podría ser uno de los casos que Coca-Cola, primer comprador mundial de azúcar, revisara tras prometer que evaluará la política de acaparamiento de tierras de sus proveedores –Tate & Lyle es uno de ellos–. El anuncio llega como respuesta a la campaña de acción ciudadana “Tras la marca”, lanzada por Oxfam, aunque el gigante estadounidense ya se había comprometido en 2012 a revisar la procedencia del azúcar que utiliza en su estrategia “Objetivos de Sostenibilidad 2020”.

Quien controla la tierra, controla la alimentación, la vida. La lucha es, más que un imperativo ideológico, una cuestión de supervivencia no sólo para los campesinos, sino para todos los seres humanos. Como dice Natalia, mientras prepara la comida para un regimiento en el Campamento de San Antonio: “Si el pueblo no planta, la ciudad no cena”.

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