A las 8.20 el avión aterriza en Niamey, la ciudad capital de Níger, ubicada a la orilla de un río con el mismo nombre. El Aeropuerto Internacional Diori Hamani es un rectángulo vidriado alrededor del que no hay ningún movimiento, ni de personas ni de vehículos. Los pocos aviones estacionados son pequeños, excepto dos de la armada estadounidense y uno abandonado sobre la tierra, con las ruedas entre el pasto seco y la marca comercial —Yana— quemada por el sol. Un hombre vestido con túnica blanca y chaleco fluorescente indica dónde estacionar la nave sin mover los brazos ni alterar el gesto. Solo se para ahí. 

En el mutismo de la mañana nigerina, el personal de Cáritas Italiana se pone los chalecos que los identifican para esperar que suban los pasajeros al avión, que está vacío excepto por la tripulación y un puñado de periodistas. Piden, amablemente, que nos dispersemos: que no asediemos a los recién llegados en el ingreso. 

Finalmente, empiezan a entrar. En silencio, con sus mochilas al hombro, mirando alrededor sin ningún signo de excitación. Los varones usan zapatillas de una limpieza inmaculada, camisas de colores fuertes planchadas con esmero, algún reloj. Las mujeres tienen el pelo negro peinado con trenzas finas y adornado con caracoles. Unas pocas usan velo, sus mejores velos: brillos negros en los bordes de las mangas, un prendedor de perlas que sujeta los dos lados de la tela debajo del mentón.  

A las 10.10 se inicia el despegue con rumbo a Roma. Ya cuando el avión está alto en el cielo, se escucha un murmullo que crece, unos sonidos indescifrables y alguien del equipo de Cáritas salta de su butaca para ver qué pasa, atento a evitar cualquier disturbio. Pero el sonido se hace más claro y no es un problema: están cantando. Primero con timidez, luego con una fuerza catártica. Hosanna eee, hosanna, hosanna, hosanna/ Hosanna eee, hosanna, hosanna, hosanna. Se oyen palmas y gritos de celebración agudos, tribales. 

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Este viernes 26 de noviembre, 50 refugiados serán trasladados a Roma, en una misión humanitaria organizada por Cáritas Italiana y la ONG Solidaire, que encabeza el piloto y empresario argentino Enrique Piñeyro. El operativo debe permanecer secreto hasta que culmine para evitar los riesgos de frustrarla y quienes somos invitados a participar, llegamos a la terminal de vuelos privados del aeropuerto de Barajas, en Madrid, sin saber de qué se trata. 

Antes de abordar el Boeing 787 que Piñeyro puso a disposición y pilotará él mismo, Oliviero Forti, responsable de Política Migratoria y Protección Internacional de Cáritas Italiana, da la primera información. La misión se enmarca en el programa de Corredores Humanitarios, que ya ha ingresado a 1.200 refugiados a Italia desde África y Medio Oriente y está coordinado por tres organizaciones de la iglesia de ese país: Caritas, Sant'Egidio y la Iglesia Evangélica. 

Esta vez trasladarán a 50 personas, en grupos familiares, de distintos países: Eritrea, Sudán, Sudán del Sur, Yemen, Camerún, Argelia, República Centroafricana y Somalia. En el grupo hay 16 menores con alguno de sus padres, excepto dos de ellos que están acompañados por su tía y se reencontrarán con su madre en Italia; ella llegó antes en un bote. Todos han intentado cruzar ilegalmente a Europa cruzando el mar desde Libia, donde fueron encarcelados y sometidos a torturas. 

“La única oportunidad para esa gente era moverlos desde Libia a un tercer país que pueda darle una situación segura temporalmente. Y como Níger es el segundo país más pobre del mundo, acepta tener refugiados porque así recibe ayuda internacional, servicios de salud. Les resulta conveniente”, explica Forti. Níger, que desde el cielo se ve como una planicie naranja salpicada de arbustos opacos, alberga a cerca de 250.000 refugiados que viven en campamentos en distintos puntos del territorio, según el último reporte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), de octubre pasado.

El primer despegue de la misión, que hará la ruta Madrid-Niamey-Roma-Madrid, es a las 4 de la mañana. “All set”, dicen desde la torre de control y el avión se lanza a la noche. El plan es llegar a Níger atravesando Argelia, porque Túnez no dio permiso para sobrevolar su territorio.  

Libia es una de las principales puertas de salida de migrantes africanos hacia Europa, que se lanzan al mar Mediterráneo a bordo de “pateras”: barcos precarios que originan —o culminan— tragedias como la conocida el miércoles pasado, cuando al menos 31 personas murieron en el Canal de la Mancha tratando de llegar a Reino Unido. 

“Actualmente en Libia hay tres grupos que se autoproclaman gobierno legítimo y está en manos de milicias y más de cien clanes armados. No hay control sobre el territorio por lo tanto las personas que caen aquí, porque es la única vía que tienen para llegar al mar, en el mejor de los casos son detenidos en centros de detención de estos grupos, donde se los extorsiona y se los tortura para que paguen un dinero”, explica Óscar Camps, fundador de la ONG Open Arms, que se dedica al rescate de náufragos en el mar. Dice que ese es un mecanismo sistematizado, le pasa a todas las personas que fracasan en su intento de abandonar el continente. 

“Te torturan con el teléfono abierto para que tu familia oiga cómo gritas y, si pagas, te piden más dinero o te venden a otro grupo para cobrar un nuevo rescate o como esclavo para trabajar en una granja donde te maltratan y no te dan ni de comer, porque hay muchos subsaharianos allí y cuando muera ese pondrán otro y otro y otro”, apunta. 

En el caso de las mujeres, la situación se agrava. “Todas son violadas, absolutamente todas; mujeres y niñas. Muchos de los niños que verás en el avión son fruto de violaciones”, dice Camps. Y por si fuese necesario: “Ser subsahariano y quedarse atrapado en Libia es un infierno. Cuando hablas con ellos y les dices cómo te has jugado la vida en esta patera te dicen qué vida, si no tenía vida. Ahí me iba a morir”. 

Son las 6.50 de la mañana y, mientras volamos, el sol empieza a asomarse sobre el Sahara argelino. Forma primero una línea profunda y naranja que se ensancha sobre el horizonte hasta que se alza un sol rojo incandescente. Ninguna otra imagen podría explicar mejor lo que es: una bola de fuego que daña los ojos. Está el sol y está también la bruma que empaña el resto del paisaje. “Es calima”, dice el piloto, arena del desierto en suspensión. 

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Berthe es una de las personas que integra el grupo de refugiados. Hace seis años dejó a sus cuatro hijos en Camerún y salió con el objetivo de alcanzar el Mediterráneo. Su hija más chica tenía, entonces, siete meses, y nunca la volvió a ver. “No la podía cargar para llevarla conmigo y el camino es difícil; mucha gente muere en el desierto”, dice Berthe, que usa bastones y solo puede apoyar una de sus piernas.

Primero llegó a Argelia y luego le pagó 2.000 euros a una persona que prometió despacharla a Italia vía Libia en un “barco seguro”, pero la abandonó en la costa, donde durmió dos meses esperando la oportunidad de cruzar. La encontró la guardia costera y estuvo un año presa antes de ser evacuada a un campamento en Níger, donde pasó los últimos cuatro. “Tengo 39 años, que han sido 39 años de sufrimiento. Si llego a Italia y logro llevar después a mis hijos, me gustaría que la gente escuche mi historia porque soy una mujer muy fuerte”, dice. Su destino final es Venecia, una ciudad de la que sabe poco pero le han dicho que es hermosa. 

Berthe organiza los cantos en el avión que, roto el silencio inicial, son muchos y están acompañados de baile en los pasillos y de vivas a Italia. En medio de la euforia, toma el micrófono de la cabina de los tripulantes y da, por altavoz, un mensaje de agradecimiento al comandante: “Monsieur Enrique, de parte de todos los refugiados, con lágrimas en los ojos, le agradezco por sacarnos de ahí. No puede imaginar lo que hemos sufrido”.

Mussab tiene 30 años y viaja junto con su madre y sus ocho hermanos. Nació en Somalia, creció en Yemen y hace diez se fue —él solo— a China, donde estudió ingeniería arquitectónica. Hace apenas unos meses se reencontró con su familia, que no veía desde entonces. Esta tarde se reencontrará también con su papá, que ninguno de ellos ve hace 15 años, cuando logró cruzar a Europa. Sus historias tienen agujeros, son demasiado difíciles de contar en las pocas horas que compartimos en el avión y algunos prefieren no volver sobre ciertos recuerdos; todo esto se trata del futuro. Hablan en sus idiomas nativos, muchos de ellos también en francés y unos pocos en inglés.

Varias de las personas que están en este avión se reencontrarán con familiares después de mucho tiempo. Como Kifle, que es oriundo de Eritrea, viaja solo y volverá a ver a su mujer y su hija después de haber fracasado tres veces en su intento por llegar a Italia. O como Clementine, que es de Camerún, tiene 34 años, hace dos que está refugiada en Níger y hace siete que no ve a su hermana. Hasta hace muy poco no sabía ni siquiera dónde estaba.

Clementine tiene las uñas pintadas de rojo y las pestañas arqueadas detrás del marco de los anteojos, lo que da pistas de su oficio: sabe hacer masajes y procedimientos de belleza y espera poder trabajar de eso en Italia. Mientras habla come el almuerzo que las azafatas han repartido: melón, kiwi, sandía y otras frutas cortadas en láminas finas, yogur griego, un sándwich de fiambre y una marquise de chocolate decorada con una frutilla. Es el catering de este avión privado. 

Lucía Forlino, integrante de Caritas Italiana, abordó el avión junto con los refugiados y organizó la misión desde el territorio. Explica que si bien hay cientos de personas en la misma situación, tienen un criterio para seleccionar a los refugiados a trasladar a Italia. El primero es el de la vulnerabilidad y por eso la mayoría son mujeres solas con sus hijos pequeños. Pero también buscan que sus perfiles encajen con las familias que los recibirán y los guiarán durante el primer año y que tengan posibilidad de insertarse en las comunidades a las que llegan. 

“Estoy emocionado con esta misión, porque es la primera en la que trasladamos personas, y tal vez a partir de ahora empezaremos a hacer más. La verdadera misión de todas estas ONG de intervención directa es destrabar. A veces los Estados no hacen las cosas porque no quieren y otras porque al actuar aparece el tema de quién paga qué y los trámites”, dice en la cabina del avión, rodeado de botones y pantallas tablet, Enrique Piñeyro. 

Piñeyro compró ese avión (ya tenía otro, un Boeing 737) en febrero pasado para poner en marcha Solidaire, que piensa como una ONG de soporte logístico para ONGs. Desde entonces, trasladó insumos médicos a la India, 33 toneladas de alimentos a Mozambique y llevó a periodistas a documentar la pesca ilegal desde el aire en la milla 200 del mar argentino y en Senegal, entre otras misiones. 

Desde la cabina, el comandante da la orden de sentarse en los asientos y abrocharse el cinturón: estamos iniciando el descenso. Los tripulantes reparten una vianda a los pasajeros. Cuando desembarquen en Roma, completarán un procedimiento con la Policía y luego serán distribuidos en sus nuevos hogares, donde harán 10 días de cuarentena. Van a Venecia, a Matera, a Avellino, a Milano.

A las 14.20 ya comienzan a verse los campos verdes de Italia por la ventana, sus parcelas labradas, las tejas sobre sus pueblos compactos. Hay sol entre las nubes que destilan una llovizna suave. Es una tarde plateada en la tierra prometida. En las pantallas que están frente a los asientos y muestran el avance del viaje sobre el mapa, el avión ya está posado sobre el punto amarillo que es Roma. La línea que traza el vuelo parte al medio el azul del Mediterráneo. Finalmente, están del otro lado.

elDiarioAR fue invitado a participar de la misión por la ONG Solidaire.

DT