Un mes de caravana migrante: enfermos, agotados y con más de 1.000 kilómetros hasta EEUU
Deja reposar su cuerpo sobre el suelo mientras espera el momento de subir en uno de los camiones de carga que las aproximará a su siguiente destino. La mayoría de gente que la rodea está acelerada, cruza la carretera con prisa para tomar asiento en el siguiente tráiler, pero María mira a un punto indefinido de la carretera, inmóvil, con sus hijas tendidas sobre las tres pequeñas maletas con las que dejó Honduras en dirección a EEUU hace justo un mes.
No le apetece correr, aunque desea llegar cuanto antes.
Son las 10 de la mañana. Cinco horas antes despertó a sus dos niñas, de 10 y 12 años, y caminó durante otras dos horas hasta el punto en el que nos la encontramos: el cruce donde poder tomar la autopista que conecta Iraguato con Guadalajara –estado de Jalisco, México–, una de las últimas paradas pactadas por la caravana de migrantes centroamericanos que partió de Honduras el pasado 13 de octubre. Un gorro de lana gris, una bufanda violeta, sus ojos enrojecidos y su afonía evidencian el frío de noches anteriores.
Acaricia el pelo de una de sus hijas. Por ellas, dice, la hondureña está sentada en una acera próxima a la autopista aguardando un camión de carga. Por sus dos niñas, duerme en el suelo en vez de en su cama, come aquello que consigue en el camino, camina decenas de kilómetros al día con la esperanza de llegar a un país que mantiene la llave echada. “La situación es muy difícil en Honduras”, sostiene María con calma frente a una larga fila de personas que ya empiezan a ascender a un gran camión azul.
—¿La violencia del país le tocaba de cerca?
—Yo tenía la violencia en casa.
Si María tiene la convicción de llegar hasta la frontera estadounidense, es por sus hijas, pero también por ella misma. Es su manera de demostrar que puede sola, sin él. Sin ningún “él”. Una tendencia relatada por varias de las mujeres solteras con las que ha conversado eldiario.es. “Nos separamos, no se responsabilizará de mis hijas, así que lo haré yo solita. Por eso, voy a EEUU para encontrar un trabajo”, relata la mujer de 31 años poco antes de levantarse a por un plato de comida. “Quiero alejarme todo lo que pueda de él”.
En Estados Unidos, donde la recibirá su prima, se encuentran el éxito y el descanso, pero aún continúan en la mitad del camino. Han recorrido 2.116 kilómetros desde San Pedro Sula (Honduras) y solo han cumplido con la mitad de su trayecto. La frontera de Tijuana, por donde aspira a ingresar en suelo estadounidense el grueso de la caravana, se sitúa a 2.231 kilómetros de su última parada como grupo unido, Guadalajara.
Ya han arrancado su ruta por el norte del país, donde aumentan las dificultades, debido a las condiciones climáticas, con temperaturas bajo cero durante la noche. Un grupo numeroso se encuentra a la cabeza, en el estado de Sonora, por lo que la distancia a su destino final se reduce a los 1.200 kilómetros.
Este lunes, la caravana de migrantes alcanzó la ciudad de Guadalajara, la segunda más grande del país. A lo largo de la autopista que conecta Irapuato –estado de Guanajuato–, el movimiento de tractocamiones repletos de hombres, mujeres, niños centroamericanos era constante. Algunos atraviesan autopistas agarrados como pueden a la parte trasera de los tráileres, al aire libre. El siguiente punto de encuentro, fijado para este martes, era Sinaloa.
La imagen de la caravana que desafía a Donald Trump ya no es la de una gran fila de miles de personas atravesando el territorio mexicano, sino la de grandes grupos desperdigados esperando la llegada de un camión, un autobús o un coche en los que poder acelerar su paso rumbo a su siguiente parada, donde el grupo vuelve a mostrar, unido, su fortaleza. Tras varias promesas incumplidas de dotación de transporte por algunos de los estados por los que han transitado, o el retraso de estos -como ocurrió este martes en Guadalajara-, los migrantes centroamericanos empiezan a mostrar el hartazgo. Se sienten engañados, lo que se une al aumento de los episodios de gripe y resfriado, incluido en niños muy pequeños, tras varias noches pasadas a la intemperie.
Un campo de refugiados en una cancha de baloncesto
A las 20 horas de este lunes, 4.162 personas centroamericanas llegaron al Auditorio Benito Juárez, un estadio de baloncesto de la ciudad mexicana, también empleado como escenario de algunas de sus fiestas locales. De ellas, 2.717 son hombres, 791 son mujeres, 344 son niñas y 310, niños.
La cancha de baloncesto, las gradas y los pasillos se convirtieron en un campo de refugiados. Las mantas y tiendas de campaña se extendían por la pista central. En el interior del auditorio, el lugar donde ya dormían algunas familias agotadas, el responsable de protección civil del Gobierno de México aportaba los datos oficiales de la jornada. En el exterior, varios jóvenes migrantes protestaban ante la policía pues no permitían la salida del recinto durante la noche, lo que empujó a algunos de ellos a dormir al raso.
Al mismo tiempo, la oración de varios predicadores retumbaba en el auditorio a un volumen ensordecedor. Decenas de hombres y mujeres centroamericanos se arremolinaban en torno a ellos. “Lo necesitaba”, confiesa Sara, un tanto desorientada tras finalizar el rezo. La mujer hondureña partió sola de San Pedro Sula y aún confía en la posibilidad de alcanzar EEUU, donde viven algunos de sus hermanos. “Trump puede decir que no nos dejará pasar, pero solo Dios tiene la decisión”, defiende.
Atrás dejó a sus dos hijas, de 23 y 12 años. Y atrás, relata, también encuentra la razón de su éxodo. “Me voy para conseguir un trabajo y darle estudios universitarios a la mayor”, sostiene Sara, que planea permanecer en Tijuana por un tiempo e intentar cruzar “cuando se calme un poco la situación”.
Muy cerca, un niño y una niña corretean entre las gradas y observan curiosos a quien los rodea. Una de ellas es Melani. Tiene nueve años, pero sus palabras son las de una adolescente. “Mi mamá dice que tenemos que irnos, que si no llegamos a EEUU nos quedaremos en Puebla. Yo camino, no pasa nada. A veces me gusta, pero otras veces no me gusta”, dice, sin haber recibido preguntas al respecto. “A veces me gustaría regresarme”, reconoce la niña, de cuerpo menudo, pelo rizado y camiseta rosa.
Sus ojos empiezan a empañarse, pero corta su lloro antes de romperse. “Lo que más me gusta de la caravana es que la gente de México nos apoya mucho”, dice Melani, replicando las palabras de muchos de sus compañeros de viaje. A pesar de ciertas disconformidades con el retraso de los transportes comprometidos o la falta de estos en algunas de sus paradas, todos los migrantes contactados por eldiario.es celebran el trato recibido en el país norteamericano, incluso por parte de la Policía Federal.
No es algo habitual. La caravana de migrantes acapara todas las miradas, pero las cifras de llegadas a EEUU son constantes. Durante su tránsito por México, en su intento de zafarse de las autoridades mexicanas, toman caminos clandestinos que los empujan a chocarse con mayores riesgos. Asaltos, agresiones, la violencia sexual o la extorsión de la policía son denunciados por muchos centroamericanos que han intentado alcanzar suelo estadounidense con anterioridad.
La unión de una caravana, el cuidado mutuo y la atención mediática despertada limita los peligros habituales de la ruta, especialmente en el caso de las mujeres. Sara es la tercera vez que lo intenta. “La primera, poco después de cruzar la frontera guatemalteca, un grupo de criminales nos asaltó. Iban con machetes. A algunos de mis compañeros los pegaron. A mí me robaron, gracias a Dios que no me violaron”, resalta la hondureña con naturalidad. Acabó deportada escasos días después, tras ser interceptada por las autoridades migratorias mexicanas. “Me siento mucho más segura. Ya tengo que llegar a Estados Unidos”.
A punto de marcar las 22 horas, un gran grupo de personas espera la fila para identificarse y acceder al recinto donde pasar la noche. La mayoría son mujeres y niños. Una de ellas es María. Llega a su destino después de 17 horas de trayecto, agotada, con su gorro gris, su bufanda violeta y sus ojos aún más rojos. Más cansada y más afónica.
“¿Han decidido que se van mañana? Por favor, espero que no. Necesitamos descansar”, decía la mujer hondureña junto a sus dos hijas. No hubo opción al debate. El secretario del Gobierno de Jalisco (oeste de México) anunció a los integrantes de la caravana que debían irse a la mañana siguiente. Según indicó, no contaban con suficientes recursos ni comida para quedarse a descansar el siguiente día, como muchos solicitaban.
“A pesar del cansancio del grupo, solicitó que abandonáramos la ciudad”, denunció este martes en un comunicado el colectivo Éxodo Centroamericano. A cambio, la caravana y las autoridades de Jalisco pactaron su traslado en autobuses a Ixtlán del Río, para llegar a Sinaloa por su cuenta. Los primeros en subir a los autobuses, sin embargo, acabaron siendo forzados a desalojarlos muy lejos del punto comprometido, lo que despertó la ira de gran parte de los migrantes que llevaban horas esperando en Guadalajara la llegada de camiones.
Tras varias protestas de distintos colectivos, el Gobierno de Jalisco cumplió su palabra. Más tarde de lo esperado, el grueso de migrantes de la primera caravana llegó a Ixtlán en diversos transportes enviados por las autoridades, desde donde lograron alcanzar el estado de Sinaloa. María y sus hijas no pudieron descansar, pero ya están más cerca de la frontera.
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Nota: Esta cobertura de eldiario.es en México es posible gracias a la invitación de la ONG Alboan. La organización ha corrido con los gastos del viaje.