La lucha por la tierra indígena, cinco siglos después del 'descubrimiento' de América
El Día de la Fiesta Nacional o Día de la Hispanidad conmemora el “descubrimiento de América” por Cristóbal Colón en 1492. Pero tras esa palabra, “descubrimiento”, y la consiguiente sucesión de festividades, desfiles y banderas rojigualdas, son muchas las voces que recuerdan la conquista de todo un continente, habitado de norte a sur por pueblos de enorme diversidad cultural. Cinco siglos después, la lucha por la tierra de la población indígena continúa.
En Latinoamérica, la denominación más común del 12 de octubre era “Día de la Raza”, nombre elegido por España en 1914, cuando se oficializó la creación de una festividad que “uniese España e Iberoamérica”. No fue hasta 1958 cuando se sustituyó por el “Día de la Hispanidad”, después de que se empezase a cuestionar el nombre original por ser “discriminatorio” o “impropio”.
En algunos países de Hispanoamérica, como Colombia, El Salvador y Honduras todavía se celebra el 12 de octubre como el Día de la Raza. Argentina, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner cambió el nombre de la festividad por el Día del Respeto a la Diversidad Cultural. En Bolivia se ha sustituido por “Día de la Descolonización”. Ecuador optó en por “Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad”.
En España, la polémica que gira alrededor del 12 de octubre se ha materializado este año en la decisión del Parlamento de Navarra de bautizarlo bajo el título de “Día de la Resistencia Indígena”.
Pero, más allá de discursos y denominaciones, numerosos casos e informes demuestran que los pueblos indígenas en Latinoamérica siguen invisibilizados y sus derechos, vulnerados. Detrás de buena parte de la lucha por la tierra actual, se encuentran los proyectos extractivos, que amenzan sus recursos ancestrales.
“La violencia siempre estuvo ahí, como algo naturalizado”, sostiene Félix Díaz, qarashé o líder electo por La Primavera, una comunidad de etnia Qom de unos 4.000 en Formosa, al norte de Argentina. “Para nosotros, no se puede comprar un territorio: la tierra no puede ser privada, es comunal. ¿Cómo vamos a ser dueños de los animales, de los bosques? La tierra para nosotros es la base no solo de nuestros recursos materiales, sino también culturales y espirituales. Sin la tierra, la comunidad se debilita; el pueblo termina muriendo”, afirma Díaz. Lo dicen los pueblos indígenas a lo largo y ancho del continente: “indio sin tierra no es indio”.
La “gente de la tierra”
“Si Maldonado fuera indígena, lo ignorarían. Fíjese en mi nieto Marcelino Olaire, desapareció en noviembre del año pasado en Formosa y nadie habla de eso”, declaró Díaz recientemente. Se refería a Santiago Maldonado, desaparecido el 1de mayo en la provincia patagónica del Chubut, en medio de la represión de la Gendarmería Nacional a una comunidad mapuche. Ante la inacción del gobierno de Mauricio Macri, miles de personas salían a las calles preguntando: “¿Dónde está Santiago Maldonado?”
La desaparición de Maldonado visibilizó el contexto de conflicto que viven las comunidades mapuche del sur de la Patagonia en la reclamación de sus tierras ancestrales, en manos de grandes empresas como el grupo Roca o Benetton, que se dedica en la zona a la producción ganadera y de lana, así como al monocultivo forestal.
Al otro lado de la cordillera andina, el pueblo mapuche tiene una larga historia de enfrentamiento con el Estado chileno. Mapuche significa en su lengua, el mapudungun, “gente de la tierra”; y su territorio, que llaman Walmapu, comenzó una vez en la frontera natural del río Bío Bío.
De las plantaciones de Eucalipto a las represas
En el Alto Bío Bío, a unos 400 kilómetros al sur de Santiago de Chile, primero fueron las empresas forestales las que diezmaron los bosques nativos y los sustituyeron por plantaciones de eucalipto y pino; después llegaron las represas: Endesa inauguró la central de Pangue en 1996 y la de Ralco siete años después; hoy se proyectan varias decenas de centrales hidroeléctricas más en la región.
Cada embalse supone el desplazamiento de comunidades que pierden su tierra y, con ello, sus fuentes de sustento; las comunidades han denunciado que, en algunos casos, no se les dan las compensaciones prometidas, o bien las tierras que reciben no cumplen los requisitos necesarios para seguir cultivando alimentos, por tratarse de tierras menos fértiles o sin acceso al agua.
Si la tierra mapuche se fracciona, la comunidad también se divide, se debilita. Porque, para el pueblo mapuche, territorio es mucho más que un simple pedazo de tierra donde cultivar. El territorio es sagrado, es identidad, es sanación, es el lugar donde habitan los ancestros. Desde la cosmovisión mapuche, las represas quiebran la armonía entre las fuerzas de la naturaleza -las pu newen- de forma irreparable:
“El río representa la pureza y la espiritualidad; le da a la tierra la generosidad de madre, que puede engendrar y reproducir. Afrentar al río de ese modo, romper su cauce, incide en la espiritualidad de nuestro pueblo, nos enferma, y solo nuestra medicina puede sanarnos, pero hoy la tierra donde crecían esas plantas ha sido inundada”, explica Kuntxemañ, líder mapuche y médico que combina la medicina convencional científica con los saberes tradicionales indígenas.
Proyectos hidroeléctricos en plena selva amazónica
Las megarrepresas son, también, una de las principales causas del despojo de comunidades indígenas amazónicas en Brasil. El caso emblemático es el de Xingu, un polémico proyecto hidroléctrico impulsado con determinación por Lula da Silva y muy cuestionado por los impactos ambientales que supone, como la pérdida de biodiversidad y deforestación. El proyecto está en manos del consorcio Norte Energía, que agrupa a empresas públicas y privadas.
Las empresas defienden la energía hidroeléctrica como fuente renovable y amigable con el medio ambiente; para las comunidades, la represa supone perder su medio de vida: “Perdemos nuestra libertad y nuestro medio de vida”, denunció una de las afectadas a la relatora de la ONU para los derechos indígenas, Victoria Tauli-Corpuz.
En su visita a Río Xingú el año pasado, la relatora documentó también que algunos hogares estaban recibiendo facturas de luz por 400 reales (más de 100 euros), mientras perdían el acceso a su sustento, principalmente la pesca, para que se construya una central hidroeléctrica con capacidad de 11.233 megavatios que será la tercera mayor del mundo, por detrás de la china de Tres Gargantas y la brasileño-paraguaya de Itaipú.
Son solo algunos casos, a los que se suman las luchas socioambientales contra la megaminería y la extracción petrolífera en Perú, las resistencias contra la palma aceitera en la selva amazónica ecuatoriana... Hay cosas que, a fin de cuentas, no han cambiado tanto en 500 años.
Cuando defender el territorio cuesta la vida
La otra cara del despojo de los pueblos indígenas es el papel que, hoy como hace quinientos años, representa América Latina como proveedor de materias primas baratas al Norte global. En los últimos 20 años, el continente ha asistido a un reforzamiento del modelo extractivista en la región: es lo que la socióloga argentina Maristella Svampa ha llamado el “Consenso de los Commodities”.
“La ocupación del territorio, sea para agroindustria, minería o el proyecto extractivo de que se trate, es violenta y necesita acciones violentas para establecerse. Esto tiene que ver con la mercantilización de la vida y de los recursos, con la expansión de las fronteras del capital hacia territorios indígenas”, afirma Esperanza Martínez, de la ONG ecuatoriana Acción Ecológica. En la misma línea, el economista ecuatoriano Alberto Acosta afirma que “el extractivismo es en esencia violento: vive de sofocar la vida, de los seres humanos y de la naturaleza”.
El incumplimiento del Convenio 169 de la OIT
Muchos países latinoamericanos han firmado tratados internacionales por los que se comprometen a respetar los derechos de los pueblos indígenas sobre sus tierras ancestrales, como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que obliga a consultar a las comunidades indígenas si están conformes con la entrada de proyectos que vayan a alterar sus territorios.
Sin embargo, a menudo la legislación no se cumple y la invisibilización de los pueblos indígenas contribuye a la impunidad con la que se vulneran sus derechos. “El Estado es racista y patriarcal. Todos y todas estamos atravesados y heridos por el racismo: nos ha dejado una sociedad profundamente dañada, herida y enferma”, asevera Ana Cofiño, editora de la revista La Cuerda, para el caso de Guatemala, uno de los países con mayor porcentaje de población indígena del continente.
Los pueblos, sin embargo, resisten, impulsan acciones como el corte de carreteras para visibilizar su situación, tejen desde las comunidades. Se enfrentan por ello a amenazas, judicialización y criminalización de las luchas -como en el caso de Chile, que ha aplicado la ley antiterrorista al pueblo mapuche- y, en última instancia, a agresiones y asesinatos.
Según Global Witness, América Latina registra el 60% de las 200 muertes de activistas en defensa del territorio que fueron asesinados en 2016; los pueblos indígenas son los más vulnerables. Hoy como hace quinientos años, el conflicto es por la tierra.