Una isla, que los marineros locales han venerado durante siglos, recorta el horizonte. Podría ser Malpica, un puerto marinero que creció sobre un istmo de la Costa da Morte, en Galicia, mirando hacia las Sisargas, un archipiélago de islotes deshabitados cuyo faro guía a los barcos y cuyas rocas más escondidas guardan algunos de los mejores percebes del mundo. O podría ser Chimbote (Perú), en la árida costa norte del país, mirando hacia la Isla Blanca, pintada por toneladas del guano que abonó durante muchas décadas los campos europeos. “Nos roban hasta la mierda”, solían decir en la costa de Perú.
Un marinero mira ese horizonte, que no es el del mar del que partió. Ha cruzado el océano para llegar aquí, buscando un lugar mejor para vivir. Todos los días sale a pescar para conseguirlo, a veces pensando en que en cualquier momento, un golpe del mar bravo puede acabar con todo.
Podría ser Malpica, pero también Chimbote, dos estaciones de un viaje de ida y vuelta cuyos lazos perduran hoy a orillas del Pacífico y el Atlántico. A un lado, cientos de familias gallegas que se fueron a faenar a Perú. Al otro, los trabajadores migrantes que se ganan la vida en la flota de bajura gallega.
De Galicia a Perú
Dicen las estadísticas que en 2004 no había ninguna persona de nacionalidad peruana viviendo en Malpica, pero no es del todo cierto. Máxima Zúñiga o Eliana Huertas nacieron en el país andino, aunque ya tienen la doble nacionalidad, y allí vivieron hasta que a comienzos de los años 70 decidieron viajar a Galicia, dejando atrás su tierra. Lo hicieron junto a sus hijos y sus maridos, que a su vez habían emigrado a Perú desde la Costa da Morte.
Son historias de amor que escribió, en parte, y de alguna manera, Pablo Neruda. Para saber por qué, hay que retroceder hasta la Guerra Civil española. En agosto de 1938, huyendo del franquismo, partieron de Malpica tres embarcaciones con más de 60 personas, sobre las que pendía la amenaza de la represión, rumbo a la Bretaña francesa. Por un momento, la suerte les sonrió, porque una patrulla alemana los confundió en el Cantábrico con náufragos, les dio de comer y los ayudó a seguir. Acabaron llegando a Francia.
Al año siguiente, Neruda, cónsul del Gobierno de Chile, fleta desde el estuario de Gironda, cerca de Burdeos, el buque Winnipeg, donde consiguen embarcar, hacinados, más de 2.000 españoles hacia el país andino. En la lista de refugiados aparecen apellidos como Chouciño, Verdes, Garrido, Novo, Alfeirán o Arcay. Los mismos que ya habían huido de Malpica un año antes tenían que escapar de nuevo ante la amenaza nazi sobre Francia.
Benigno Lago se interesó por ellos. Era un industrial de Corcubión, otro puerto de la Costa da Morte, que había prosperado años antes en la Patagonia y en aquel momento tenía negocios de minería y conserva en la costa de Perú. Les ofreció trabajo a los malpicáns del Winnipeg, y así comenzó a tejerse una cadena de migración familiar que fue sumando eslabones debido a la dureza de la posguerra en España.
Los marineros gallegos comenzaron a embarcarse en puertos como Callao, Ilo, Chancay o Samanco y, sobre todo, Chimbote. En este último lugar ocurrió la tormenta perfecta. Atraídas por la pesca, la minería o la siderurgia y sus industrias auxiliares, miles de familias encontraron trabajo en un pueblo que parecía crecer a cada minuto, alimentado por una sed inagotable que no pensaba en el mañana. Se dice que llegó a ser uno de los mayores puertos pesqueros del mundo.
En 1962, con 24 años, llamado por su hermana, llegó Manuel Verdes. Lo que le contaban de Perú parecía mejor que lo que tenía en Malpica: llevaba desde los ocho años yendo a las Sisargas con una lancha a remos y allí, atado a una cuerda, se ponía a buscar esos preciados percebes en los rincones más peligrosos. “Estiven coa morte aos ollos”, recuerda Manuel mientras sus ojos se abren, como exclamando, mientras pronuncia esta expresión a la que muchos pescadores de la Costa da Morte recurren cuando quieren decir que vieron la muerte de cerca. Y aún así, jugándose la vida, había días en los que no tenían nada para comer en casa.
Al día siguiente de establecerse en Chimbote, ya estaba embarcado, pescando anchoveta y ganando dinero. Como los hermanos Verdes, allí estaban decenas de familias vecinas. “Ibas por la calle y era como estar en casa, cada poco te encontrabas un conocido”, recuerda hoy, con 81 años, en la Casa do Pescador de Malpica, donde se reúnen los marineros jubilados entre los que algunos, como Manuel, también conocieron la fiebre de Chimbote. Allí en Perú no dejaron de celebrar las Festas do Mar, las mayores en su pueblo natal, y pusieron en marcha un centro español que hoy sigue en marcha, gestionado por hijos y nietos de aquellos que llegaron el siglo pasado.
Se pescaba tanta anchoveta para fabricar harina y aceite —“¡Casi se podía sacar a paladas!”, exclama Manuel— que los bancos de Chimbote comenzaron a dar síntomas de agotamiento. Llegó también la corriente de El Niño, empujando la fértil corriente de Humboldt hacia el sur y empobreciendo el ecosistema marino en la zona. Además, las reformas del Gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, cuyo golpe de Estado triunfó en 1968, socavaron el poder casi ilimitado de los oligarcas que dominaban Chimbote y otros núcleos industriales de Perú, nacionalizando numerosas empresas clave en el país. Dos años después llegó el gran desastre y así, la tormenta perfecta que había convertido al puerto en una gran maquinaria hambrienta ocurrió de nuevo, pero en sentido contrario.
El 31 de mayo de 1970 tuvo lugar el peor terremoto que se recuerda en Perú. El epicentro tuvo lugar en el Pacífico, cerca de Chimbote, y aunque no generó maremotos dañinos, si dejó graves secuelas en la ciudad. Fallecieron unas 70.000 personas en el país, muchas de ellas sepultadas por un gigantesco alud de nieve, piedras y barro en la ciudad de Yuncay. No hubo víctimas en la comunidad gallega, pero sí sufrieron las secuelas del sismo. “Pasamos bastantes noches al aire libre, y casi no pegábamos ojo con las réplicas que hubo”, recuerda Manuel Verdes.
En aquel momento, Manuel ya se había casado con Máxima Zúñiga, y había nacido su hija Lolita. En las semanas siguientes al terremoto, abrumadas por la destrucción, decenas de familias gallegas decidieron volver a su tierra. Manuel, Máxima y Lolita aún se quedarían tres años más, pero también acabaron regresando. Fue en los últimos meses de 1973 y en su viaje de vuelta se mezclaron con otro éxodo: el provocado por el régimen de Augusto Pinochet en Chile.
De Perú a Galicia
Ni Galicia ha sido la tierra que más migrantes ha recibido en España —sino al contrario: poca inmigración, mucha emigración—, ni la pesca de bajura ha sido el sector que más ha abierto las puertas a trabajadores de otros países. Además, en la Costa da Morte, un lugar del que la gente se ha marchado de nuevo por cientos desde el estallido de la gran recesión en 2008, el sector pesquero ha vivido su propia crisis, que casi es ya permanente. Sin embargo, al abrigo de la burbuja económica de la década pasada, decenas de familias llegaron hasta esta región costera al noroeste de Galicia para vivir del mar.
El puerto de Ilo, al sur de Perú, fue otro de los lugares que dio cobijo y trabajo a los refugiados y migrantes gallegos en el país. Hace ya bastantes años que José Luis Quispe llegó a allí desde Puno, su ciudad natal a orillas del lago Titicaca. Estaba trabajando como albañil en Ilo cuando un día recibió la llamada desde Galicia de dos de sus hermanos. “José Luis, vente, que acá hay trabajo”. Llegó en 2006, precisamente, al puerto que une estas historias.
Igual que Manuel Verdes en Chimbote, José Luis Quispe tardó muy pocos días en embarcarse en Malpica. Al poco tiempo ya faenaba en un barco de cerco, un arte de pesca al que se dedican gran parte de las embarcaciones en la Costa da Morte, con el que se capturan sardinas, jureles, caballas o la propia anchoveta que tanto hizo crecer al puerto peruano.
“Al principio me costó mucho, mucho. Me mareaba en el barco y todo me daba vueltas; apenas podía trabajar. El mareo incluso me duraba un tiempo al volver a tierra, como si el suelo se siguiera moviendo, pero poco a poco me acostumbré. Con el gallego me pasó lo mismo”, cuenta José Luis 13 años después, aún riendo al recordar. “No entendía casi nada, pero me ayudaron mucho y ahora ya lo hablo con los compañeros y con lo que me enseña mi hija de la escuela”. Ha estado todo este tiempo en el mismo barco, con unos compañeros que ya son como su familia. Alguna vez estuvo a punto de cambiarse de pesquero, e incluso de irse a la construcción, pero sigue en el mar, y sigue feliz.
Ahora también tiene en Galicia a su familia de sangre. Los seis hermanos Quispe Mollapaza, –dos mujeres y cuatro hombres– viven y trabajan en territorio gallego, algunos en el mar y otros en tierra. Como ellos, decenas de peruanos buscaron futuro en la pesca en la Costa da Morte. Si las estadísticas decían que en 2004 no había ninguna persona con nacionalidad peruana en Malpica, en 2005 ya eran 20, y en 2008, 27 en un pueblo de menos de 6.000 habitantes. Perú llegó a ser, hasta hace tres años, la comunidad extranjera más importante en Malpica.
Casi todo han sido brazos abiertos en Malpica. Aunque “acá hay alguna gente mala, como en todos lados”, cuenta José Luis, la mayoría de las experiencias han sido de una gran generosidad y hospitalidad, según explica. “Las vecinas nos decían a mí y a mi pareja: 'Venid por casa que tengo un saco de patatas aquí, que hicimos ayer la cosecha', al otro día nos traían huevos, y así cada poco. Al principio me sorprendía, pero luego vi que era algo normal aquí, casi toda la gente comparte y colabora con sus vecinos, y eso nos ayudó mucho”.
Paso a paso, faena a faena, los Quispe prosperan en su nueva tierra y ya no piensan en retornar. Con el trabajo de aquí, la hija mayor de José Luis está a punto de acabar los estudios de Arquitectura en Perú, y él y su pareja se han comprado un piso en Coruña para estar más cerca de sus hermanos y la comunidad peruana en la ciudad, que se reúne todos los fines de semana, como hacían, décadas atrás, las familias gallegas en Chimbote.
El investigador José A. Valverde Elera recoge en un artículo sobre la emigración de los marineros gallegos al puerto peruano una cita textual que resume este viaje de ida y vuelta, que el mar lleva y trae. Son palabras de un antiguo emigrado a Chimbote, retornado a Malpica, en respuesta a un comentario racista de otro vecino hacia los nuevos migrantes: “Defiendo a los extranjeros porque yo me fui de mi casa y a mí me trataron bien. La vida es así, unos se van y otros se vienen. Vuestros padres ya fueron a Uruguay, a Cuba y ahora ellos vienen para acá. Y a muchos peruanos que hay acá en Malpica les digo yo: 'Antes nosotros para Perú, ahora vosotros para España'. La vida da vueltas”.