El destierro de los sirios en Marruecos: “No queremos ser refugiados eternos como los palestinos”
Aline Sayed no ha corrido bajo las bombas, no ha dejado una casa destruida, ni ha cruzado el Mediterráneo. Tampoco ha pasado un solo día en un campo de refugiados, pero el hecho de haber nacido en Siria ha convertido su vida en un infierno burocrático del que no es capaz de salir.
A esta joven de 29 años no le ha servido de nada haber pasado la mayor parte de su vida en Marruecos. En cuanto estalló la guerra en Siria se convirtió automáticamente en una refugiada enfrentada a una Administración que le cerró las puertas porque su pasaporte es azul y no verde, como el de los marroquíes.
Dejó Siria a los 8 años. Llevaba 20 en Marruecos cuando, de un día para otro, ya no fue más Aline, la fisioterapeuta que se rifaban todos los gabinetes de Rabat. Ahora sólo es una refugiada siria más: “Los sirios en Marruecos teníamos cierta consideración, pero todo eso cambió en 2012. Ahora, cuando digo de dónde soy, me miran con pena”.
Sin trabajo, con dos niños pequeños y con su marido lejos, no puede sacar adelante a su familia en Marruecos, y tampoco puede volver a Siria. Igual que muchos otros de sus compatriotas, está atrapada en una calle sin salida de un país que no entraba en sus planes de vida. “Pero tenemos que volver. No queremos ser refugiados eternos, como los palestinos”, asegura Aline.
Llegó a Marruecos con sus padres, los dos sirios, en 1996. En 2012 se casó con Kanaan, un arquitecto –también sirio–, y se fueron a vivir los dos a Abu Dhabi. Él había encontrado un buen trabajo en un estudio, así decidieron establecerse allí y tener hijos. En 2013 nació Julie, y Aline quiso llevarla a Marruecos para que conociera a sus abuelos. Ahí empezaron los problemas. La embajada marroquí en Abu Dhabi no le dio el visado para la niña “porque es siria”, le dijeron.
Aline tenía los papeles en regla y la tarjeta de residencia válida durante diez años, pero Julie no, así que la única alternativa que vio fue viajar hasta Argelia –que entonces no pedía visado a los sirios– y pagar para que Julie cruzara la frontera terrestre sin visado. Un pasador cogió a la niña en brazos y se la entregó a sus padres, que esperaban en la parte marroquí. Ella volvió a Argelia para entrar en Marruecos de forma legal y poder reunirse con los suyos. Estaba embarazada.
Desde entonces, hace ya dos años, no ha vuelto a ver a Kanaan. Él no conoce a su segundo hijo, Jad, de un año y medio de edad, nacido en Marruecos, y desde que este año Marruecos bloqueó las llamadas VoIP, ni siquiera pueden verse en Skype.
Aline no puede volver a Abu Dhabi porque a los seis meses de su partida expiró su visado, y allí tampoco admiten a sirios. No puede trabajar en Marruecos porque el BRA (Oficina de Refugiados y Apátridas, por sus siglas en francés) no le da el estatuto de refugiada, y en Acnur, donde dependen del visto bueno del BRA, no le ofrecen ninguna solución.
La oficina de la Agencia de la ONU para los Refugiados e en Marruecos tiene inscritos a unos 3.000 sirios solicitantes de asilo, pero el gobierno marroquí no ha decidido aún su estatus. Durante el proceso de regularización de extranjeros de 2014, las autoridades concedieron 5.000 tarjetas de residencia, renovables cada año. Aline no llegó a tiempo.
“Hemos pensado en reunirnos en otro país; en Mauritania, en Sudán, donde sea, pero si Kanaan se va de Abu Dhabi, podría perder el trabajo, que es el único ingreso para toda la familia. Me envía unos 300 euros al mes, y no es suficiente”, se lamenta. No tiene más opción que esperar un milagro para poder reunirse con su marido y volver a ser la familia que eran antes de que les separara una guerra que queda a muchos kilómetros de sus vidas.
Asumir el exilio
Justo antes de que estallara la guerra en Siria, los padres del doctor Hani Abou Saleh habían decidido que ya era un buen momento para empezar a pensar en regresar a su país, después de más de 30 años de exilio político en Marruecos. Hani y su hermano habían terminado sus estudios y podían valerse por sí mismos, así que sus padres prepararon el camino de vuelta con visitas cada vez más frecuentes a su ciudad natal, Al Sweida, a unos 90 kilómetros al sur de Damasco.
Lo primero era buscar una casa, que empezaron a construir en 2010 con la intención de mudarse un año más tarde, pero en marzo de 2011 estalló el conflicto, y con él se esfumó la posibilidad de volver. “Cuando todo esto termine, ya no será Siria. Será otra cosa, pero no Siria”, lamenta Hani, sin ocultar su animadversión por la familia al Assad. Tiene motivos, dice. Hafez al Assad obligó a su padre a salir huyendo del país y ahora no pueden volver por culpa de su hijo Bashar, piensa Hani.
Ghassan Abou Saleh, el padre de Hani, tuvo que dejar Siria hace 34 años porque pertenecía al partido árabe socialista Nassiri, cuando ser opositor al régimen tenía dos salidas: la cárcel o el exilio. En los diez años previos al inicio de la guerra, pudo volver periódicamente, una vez al año, previo paso por el interrogatorio de los servicios secretos, la temida Mujabarat. En 2011, cuando ya pensaba en volver, sus colegas de partido le advirtieron: “Ni se te ocurra”. Y se quedó. A sus 72 años ya cree que sus días terminarán en Marruecos.
Hani piensa en su país cada día. Sigue al detalle las noticias, recuerda con fechas exactas los discursos de Bashar al Assad y llora y se indigna cada vez que le llegan noticias de un bombardeo: “Matan a la gente a todas horas. Hay que hacer algo”. Piensa en viajar allí, aunque sólo sea unas semanas, para echar una mano como médico, pero no cree que pueda volver a vivir en su país.
Aline, en cambio, no pierde la esperanza. Con un niño en cada brazo insiste: “¿Sabes una cosa? Todos los sirios tenemos que volver a nuestro país. Tenemos que ser enterrados en nuestra tierra”.