Una leyenda transmitida de padres a hijos relata que, hace casi 300 años, varios jóvenes de la etnia jie se adentraron en el valle de Tarash en busca de un buey que habían perdido. Allí encontraron a una anciana que recogía fruta de los árboles y quedaron impresionados por las riquezas naturales del lugar que acababan de encontrar. De vuelta a su comunidad, comentaron su descubrimiento a otros jóvenes de la zona y decidieron instalarse allí, atraídos por la abundancia de las riquezas de aquel lugar.
Era el inicio del pueblo turkana, el mismo que hoy se agarra a la vida en una tierra inhóspita y seca de 68.680 kilómetros cuadrados en el norte de Kenia, en la frontera con Sudán del Sur, Uganda y Etiopía. Salvando alguna lluvia esporádica y corta, la región ha visto desaparecer sus temporadas de lluvia casi por completo durante los dos últimos años.
En una comunidad seminómada –es el segundo grupo de pastores más grande de Kenia– y totalmente dependiente del ganado, el cambio climático ha puesto a este pueblo al borde de la extinción.
Los animales han ido muriendo de sed, y los hombres, tradicionalmente al frente de llevar el sustento al hogar, permanecen ahora desocupados, frustrados, testigos de una muerte a cámara lenta y rogando a Dios, quien, según sus creencias, se encuentra detrás de este desastre.
“Nuestra única opción es vender bolsas de carbón”
En una zona próxima a Lorengelup, 50 kilómetros al este de Lodwar, la capital de Turkana, tres mujeres tratan de encender fuego al pie de un árbol. Con un cuchillo viejo, se afanan en cortar varias ramas y hierbajos secos para prender una buena fogata que vaya poco a poco deteriorando el tronco de una acacia. Su objetivo, echar el árbol abajo y obtener carbón.
“Por culpa de esta sequía, nuestra única opción de conseguir algo de dinero es vendiendo bolsas de carbón en los mercados locales”, comenta Ngimoloi Lorot, de 46 años, que ha llegado hasta aquí a primera hora de la mañana. Tiene siete hijos y, cuando sus animales comenzaron a morir, no le quedó más remedio que buscar formas de salir adelante.
Antes de la sequía, Ngimoloi y su familia tenían una veintena de cabras y cinco camellos. Hoy, todos sus camellos han muerto y solo tienen seis ovejas. “La gente está preocupada y deprimida por la pérdida del ganado”, asegura en una conversación con eldiario.es. “Antes llovía con frecuencia y teníamos abundante leche que extraíamos de los camellos y las ovejas”, recuerda.
“Todos estábamos contentos de ver a nuestros animales tan bien alimentados, y cuando teníamos mucha hambre matábamos una oveja y comíamos la carne”. Sus hijos pequeños sufren malnutrición y los mayores están al borde de dejar el colegio. “No tengo dinero para pagarlo”, cuenta, mientras trata de avivar la brasa al mismo tiempo que sus vecinas siguen cortando ramas.
Quemar los árboles, una solución con efectos perversos
Una especie de maldición planetaria ha hecho que África, que apenas emite gases de efecto invernadero –solo un 3% del total mundial–, sea el continente que más sufre las consecuencias del calentamiento global. “La situación es desesperada y quemar los árboles es la mejor solución que han encontrado a corto plazo”, comenta Daniel Eloto, activista por el clima.
Eloto es miembro de Locodein, una organización creada por jóvenes turkana para denunciar la dramática situación de sus hogares y para informar a los lugareños sobre el cambio climático y sobre los perversos efectos de prácticas como la de quemar los pocos árboles que quedan en el lugar.
“El problema es que aquí el 90% de la gente es analfabeta”, comenta Daniel. “Ellos no saben lo que es el cambio climático ni las razones que lo provocan, piensan que la falta de lluvias es algún castigo de Dios por los pecados que han podido cometer”, añade.
La variación climática global, cuyas consecuencias sufren en mayor grado los países más empobrecidos, ha acelerado la desertificación y la deforestación en lugares como Turkana. Prácticas como la tala de árboles no hace más que multiplicar el problema de forma exponencial.
El Cuerno de África, especialmente castigado por la sequía, sufre además las consecuencias de varios conflictos interminables en países como Somalia o Sudán del Sur, que han disparado el número de desplazados por el doble factor guerra-clima.
Según datos del último informe de Impacto Humanitario de la Sequía en el Cuerno de África publicado por la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), la crisis humanitaria ha forzado a casi cuatro millones de personas en Kenia, Somalia y Etiopía a dejar sus hogares para sobrevivir.
En un informe publicado este viernes, Naciones Unidas ha alertado de la seguridad alimentaria ha empeorado gravemente en 2016 en varias zonas del África subsahariana, y cómo el deterioro se ha hecho “más evidente en zonas donde los efectos de los conflictos sobre la seguridad alimentaria se vieron agravados por sequías o inundaciones”. La situación es “especialmente urgente” y al este de África, donde una tercera parte de la población pasa hambre. El porcentaje aumentó del 31% en 2015 al 34% en 2016.
Oxfam cifra en casi 23 millones las personas afectadas por la sequía en la región y 15 millones se enfrentan a una situación de inseguridad alimentaria. En terreno, la vida cotidiana se complica cada vez más para las mujeres turkana, que recorren de media 11 kilómetros al día para encontrar ríos secos donde excavar y obtener agua.
La mujer, encargada del sustento familiar
“Nuestras mujeres son auténticas heroínas”, comenta Daniel. “Además de llevar el peso de la casa, de los niños y la responsabilidad de conseguir agua, ahora también se encargan del sustento a través de la venta de carbón mientras los hombres se quedan en casa frustrados viendo cómo muere su ganado”.
Alice Eyanae da algunas indicaciones a uno de sus hijos, que permanece dentro de un pequeño agujero en la tierra. El pequeño utiliza un pequeño vaso de plástico para extraer el agua e introducirla en un bidón amarillo sin que entren restos de tierra. Solo dos de sus hijos están en la escuela porque no puede permitirse enviar a los cinco. Su marido murió, y como las demás mujeres, su futuro depende de la quema de árboles y la venta de carbón.
“Antes de la sequía teníamos 100 cabras, pero la falta de lluvia se llevó a casi todos nuestros animales”, comenta. “Doy gracias a Dios por permitirnos sacar algo de dinero vendiendo carbón”.
Su rutina consiste en acudir a este punto de agua –a una hora de su casa caminando– dos veces al día, temprano por la mañana y al atardecer. El resto del tiempo, Alice queda con otras vecinas para talar árboles y poder producir algo de carbón que vender en los mercados locales. “El dinero lo invierto en tratar de educar a mis hijos y comprar algo que comer”.
Esa anciana que recogía frutos de aquellos árboles frondosos en aquella región tan verde y llena de vida no podría creerse que prender fuego a las pocas acacias que quedan en pie sea la única salida que encuentran hoy las mujeres turkana para sobrevivir.