Morir en el intento de migrar a EEUU para proteger un terreno familiar de la invasión de una plantación de palma
La última vez que Florinda Xol vio a su hijo Bayron fue cuando dejó su comunidad maya quekchí de Río Zarquito en el norte de Guatemala para irse a Estados Unidos. El joven de 26 años pensaba que debía ayudar a su madre, viuda, a llegar a fin de mes y conservar su pequeño terreno.
Pero no lo consiguió. “Era mi mayor temor”, dice Florinda con lágrimas en los ojos. Bayron es una de las 40 personas que fallecieron en el incendio que se produjo en el centro de detención de inmigrantes de Ciudad Juárez en la frontera de Estados Unidos con México el pasado marzo.
Según su madre, Bayron se enfrentó a la peligrosa travesía únicamente por el acoso que sufría la familia por la amenaza de una inmensa plantación de palma africana que intenta engullir la tierra en la que han vivido desde hace décadas. Con la primera pequeña remesa que Bayron esperaba enviar desde Estados Unidos, la familia había planeado instalar una valla con alambre de espino para intentar evitar que los bueyes de la plantación vecina destrozaran sus cosechas y que los trabajadores talaran sus árboles.
La decisión de Bayron de marcharse es un ejemplo de la nueva ola migratoria desde territorio quekchí, una región de unos dos millones de personas de las cuales aproximadamente la mitad hablan maya quekchí.
Este repunte migratorio está impulsado, en gran medida, por una creciente desigualdad en materia de tierras y los conflictos que esta genera, dice la abogada Wendy Geraldina López, de la Unidad de Protección a defensoras y defensores de Derechos Humanos de Guatemala (Udefegua), que documenta este tipo de conflictos.
Hay grandes propietarios que se están expandiendo para construir presas, minas y, especialmente, plantaciones para exportar cosechas como caña de azúcar, plátano y palma africana, lo que deja a las comunidades agrícolas con unas posibilidades menguantes para acceder a las tierras y al agua. Y, a veces, las fuerza al desplazamiento, explica López. Las crecientes plantaciones de palma africana en Guatemala, muchas de las cuales suministran aceite de palma a empresas como Nestlé, Cargill y ADM, a menudo están en el epicentro de estas disputas.
Un aumento del 330%
Guatemala ya se ha convertido en el segundo país de origen más habitual entre los migrantes que llegan a la frontera de México con EEUU, y la migración desde el territorio quekchí, que comenzó su acelerón hace unos cinco años, sigue intensificándose. La cantidad de migrantes deportados desde Estados Unidos y México provenientes del departamento de Alta Verapaz —el corazón del territorio quekchí, donde vive la familia de Florinda— se disparó entre 2020 y 2022, con un incremento del 330%. Esto supuso más del triple de la tasa a nivel nacional y se produjo con mayor rapidez que en cualquier otro lugar del país, según los datos del Instituto Guatemalteco de Migración.
Alta Verapaz tiene una tasa de pobreza por encima del 80%, y las estimaciones de la ONU ya situaban su ratio de hogares con inseguridad alimentaria entre moderada y grave igualmente por encima del 80%, incluso antes de la pandemia de COVID-19. Para llevar comida a la mesa, las familias a menudo renuncian a cubrir otras necesidades básicas, como gastos médicos o la educación. La tasa de analfabetismo en el departamento es de más del 30%. “La falta de acceso a tierras y al agua son la causa principal de estos problemas”, indica López. Guatemala tiene una de las tasas más altas de desigualdad en la distribución de las tierras del hemisferio norte, y el problema es especialmente agudo en Alta Verapaz y sus departamentos aledaños.
“Los derechos de la tierra no se respetan, hay tantas personas desplazadas… Los dueños de las tierras son tan poderosos, que hasta ignoran o dan la espalda a órdenes judiciales”, dijo la relatora de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas, Victoria Tauli- Corpuz, tras visitar la región. “A menudo se trata a las personas indígenas como delincuentes simplemente por defender sus tierras”, lamenta.
Poco ha cambiado desde aquella visita. Muchas personas, como Florinda, no disponen de títulos de propiedad oficiales, pero aseguran que llevan viviendo en sus terrenos desde hace décadas o generaciones. Ahora viven con temor al desalojo: desde 2018, los desalojos y la criminalización en territorio quekchí se han vuelto más habituales que nunca, según los informes de Udefegua.
Un precedente y una excepción
Los terratenientes a menudo justifican estos desalojos mostrando un título de propiedad oficial del terreno en cuestión. Sin embargo, los abogados que representan a las comunidades dicen que esos títulos muchas veces son fraudulentos. En 2019, un tribunal de Guatemala emitió una sentencia a favor de una comunidad quekchí que se enfrentaba a un desalojo y concluyó que el título de propiedad original había ignorado ilegalmente la presencia de residentes indígenas. Un estudio revisado del caso indica que este problema puede estar extendido por todo el país. Los jueces, además, ordenaron la liberación del líder de la comunidad, Abelino Chub Caal, que había sido encarcelado dos años.
Esta decisión sentó un precedente importante, pero sigue siendo una excepción. La estructura de propiedad de la tierra continúa dominada por extensos latifundios que datan del siglo XIX. Los 36 años de conflicto armado en Guatemala –desencadenado por un golpe de Estado promovido por la CIA en 1954–, provocaron una concentración de la propiedad de la tierra aún mayor, mientras los militares convertían en cenizas cientos de aldeas mayas en un genocidio que desplazó a cientos de miles de personas y llevó a la primera ola migratoria del país hacia Estados Unidos.
“Esta migración y la criminalización irán a peor mientras los tribunales no decidan estudiar la propiedad de las tierras de forma justa”, dice López. “Pero teniendo en cuenta el poder de los terratenientes y el deterioro del sistema judicial, por el momento parece imposible”, sostiene.
Mientras tanto, las comunidades y familias como la de Florinda siguen enfrentándose a decisiones agónicas. A pesar del trauma por la muerte de su hermano Bayron, Fraymar, de 20 años, afirma que ahora siente que le toca a él intentar llegar a Estados Unidos: “Si supiéramos que vamos a conservar nuestra tierra, no me iría”.
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Este reportaje se ha elaborado con el apoyo del Centro Pulitzer.
Traducido por María Torrens Tillack.
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