Dos niñas miran una piscina sin gente. Están en una parte de la ciudad que no conocen. Impacientes, sueltan las bolsas de plástico que contienen su ropa seca sobre una hamaca de rayas amarillas y blancas. Acaloradas por el abusivo sol de las dos de la tarde en San Pedro Sula, saltan sobre el suelo ardiente.
No tienen bañador. Se meten en el agua vestidas con sus camisetas y sus pantalones cortos. Até, blanca, de pelo liso y labios gruesos, con el cuerpo de mujer a medio hacer, agarra rápido el salvavidas. Asteria, morena, de pelo rizado y ojos y nariz pequeños, da tres largas brazadas para llegar cuanto antes al borde. Su margen de acción es pequeño. Piden aprender a flotar.
Até mira al cielo. Acostada. Solo tiene que dejar que el peso de su cuerpo haga caso a la gravedad para mantenerse a flote pero nadie le ha explicado que eso sea posible. Asteria tampoco lo logra. Tercas y sonrientes, lo intentan varias veces. En dos horas, apenas salen del agua para comer pizza. Al menos por una tarde, en esta piscina privada, protegidas de las miradas, parecen felices de tanto fallar.
La profundidad de Honduras siempre es relativa. Para quienes no pasan de metro y medio y no saben nadar. Para niñas obligadas a dejar de serlo antes incluso de salir de sus propias casas. Para jóvenes atrapadas en remedos de familia y en el puñado de calles que limitan sus vidas. Para todas ellas hay muchos lugares en los que parece imposible tocar fondo. Este estanque trasero de hotel colonial en zona pudiente es solo uno más. Pero aquí, hoy, equivocarse, para su sorpresa, no tiene consecuencias.
La situación es improbable, completamente artificial. Durante unas horas, la posibilidad de dar una versión de su propia historia es su pasaporte a la palabra. A la posibilidad de expresarse sin la presencia, constante, de una violencia que fermenta bajo el calor agobiante de las casas de techo de lámina donde viven ancladas en una pobreza abyecta, sometidas a la presión de balas que vuelan a diario, de un barrio lleno de fronteras mortales.
El pozo de donde Até y Asteria salieron durante un día se llama Cerrito Lindo. El dueño del lugar es un tipo flaco y larguirucho de 19 años que lleva el pantalón amarrado por un cinturón, una camiseta blanca de tirantes que le queda enorme y kilos de joyería: aretes, anillos y cadenas doradas con colgantes. Es su forma de mostrar autoridad. Até y Asteria, como todo lo que las rodea, le pertenecen a ese dueño. Se llama Mortal. Es el palabrero, o líder local de la célula del Barrio 18, la segunda pandilla más violenta de Latinoamérica, solo superada por la monumental Mara Salvatrucha.
De su boca, con dientecitos muy deshechos, salen pocas palabras. Se muestra tan amable como cauto. Mortal no cree que las mujeres, lo que tengan que decir, importe demasiado. Y gracias a esa minusvaloración del hombre hacia la mujer, hacia sus opiniones y sus vidas, ellas pueden expresarse –al menos hoy– y nosotras podemos entender qué papel juegan estas niñas, ya mujeres forzadas, en la pandilla.
A diferencia de El Salvador y Guatemala donde, desde principios de los 2000, las mujeres solo pueden trabajar sin posibilidades de ascenso dentro de la estructura criminal, Honduras es el último país de Centroamérica en el que las mujeres aún pueden ser pandilleras. Incluso jefas.
En Honduras la opción de ser lideresa es real.
Até y Asteria hoy son civiles –sin vínculo teórico con la pandilla–, pero colaboraron desde los 10 años con el Barrio 18. Tienen 15. Una colaboradora, o paisa –como solo las llaman en Honduras–, comienza vigilando las esquinas, pide y cobra extorsión a negocios, reparte comida a los homies –que es como se conoce a los hombres en la pandilla– cuida a los enfermos o baleados. Convertirse en lideresa llega mucho más tarde.
Asteria y Até pensaron en ser pandilleras, pero no pasaron de colaborar. Hace más de un año que ambas decidieron salirse del Barrio 18, una pandilla en la que formalmente nunca entraron, a la que en la práctica siguen totalmente vinculadas.
—¿Alguna vez les tocó matar a alguien?
Dos segundos de silencio.
—Eso no se dice, es algo muy íntimo, eso no se cuenta —dice Asteria en nombre de las dos.
El resto, matar o convertirse en lideresas, llega mucho más tarde. Quizás por eliminación. Si la familia fuese una pandilla, el rol de las paisas sería el de madres o esposas. Una etapa liminal, dicen los antropólogos. Un escalón intermedio entre no ser nadie y ser parte de la pandilla. Esa es la etapa que Até y Asteria viven bajo las indicaciones de Mortal.
El Gobierno hondureño sabe poco sobre pandillas y poquísimo sobre mujeres pandilleras. En general, solo conoce qué grupos operan en el país. Y en particular sabe que en el Barrio 18 hay mujeres cobradoras de extorsión. La Policía persigue a niñas como Até y Asteria. La autoridad policial necesita de etiquetas fijas para posicionarlas: cobradora de extorsión, informante de la pandilla, mujer de pandillero. Nadie menciona la posibilidad de liderazgo. El desconocimiento simplifica.
Las calles de las pandilleras
—¿Es común que las mujeres se metan en la pandilla?
—Sí —responde Mortal.
Cerrito Lindo está en el inmenso sector Rivera Hernández, uno de los barrios más grandes de San Pedro Sula, la ciudad más homicida del mundo hasta 2015 y ahora en el tercer puesto en la lista. Dentro del sector Rivera Hernández hay más de 100 colonias y asentamientos como este. Lugares bravos que evitan los sampedranos que sí pueden permitírselo.
Igual que la efectividad de las autoridades en la lucha contra el crimen organizado es mínima, su perspectiva sobre lo que sucede en su propia ciudad es muy limitada. En 2015, seis pandillas se disputaban el sector. Tres años después, los vecinos dicen que ya son ocho. No es solo un polvoriento desorden de calles planas y casas de adobe, de pequeñas tiendas, de pulperías [establecimientos de alimentación]. Es un territorio en guerra.
Cerrito lindo es uno de los bastiones de la pandilla Barrio 18. Todos acá se saben bajo el dominio de Los números y, de alguna forma, en contra de la Mara Salvatrucha 13, MS o Las letras. Sus habitantes también temen a los Vatos Locos, –esa pandilla formada a raíz de la película Blood In Blood Out, de Taylor Hackford–, a la banda de los Olanchanos, a la pequeña pandilla de sicarios Los Tercereños, a los recién fundados Terraceños y a otro puñado de bandas y pandillas que se entienden entre sí con el lenguaje de los bandidos: los tiros.
Cerrito Lindo, el barrio de Asteria, Até y Mortal, debe su nombre a un suceso anodino. Acá hubo un cerro. Uno pequeño. La gente que invadió este territorio hace más de 40 años destruyó el pequeño montículo y en su lugar construyeron casas con lo que encontraron: plástico, bambú, barro. Con los años, añadieron ladrillos y cemento comprados en su mayor parte con remesas provenientes de Estados Unidos. Por el extinto montículo, lo llamaron Cerrito Lindo.
Este barrio tiene 0,08 kilómetros cuadrados, casi el mismo espacio que ocupa el estadio del Real Madrid. En ese lugar hubo 58 homicidios entre 2013 y 2017, según datos de la Secretaría de Seguridad de Honduras. Casi uno al mes. En el lugar conocido como Rivera Hernández, del que forma parte Cerrito Lindo, se registraron 224 homicidios en ese mismo periodo.
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Para llegar a Asteria y Até, tuvimos que hablar con su dueño. Eso significa llegar a Mortal. En Cerrito Lindo, todos le rinden pleitesía. Vecinos y pandilleros. Mortal determina con precisión en qué lugares podemos tomar fotos y en qué calles caminar. Todo es suyo. Se lo ha ganado a fuerza de sangrar y hacer sangrar.
Para que Mortal llegara a ser Mortal, primero mandaron Luchador, El Virus y El Malvado en la comunidad. En ese singular orden de nombres, pasaron los últimos cuatro líderes de la célula local del Barrio 18.
Mortal, que entró en la pandilla cuando apenas tenía diez años, cayó preso dos veces. Una fue pocos meses antes de que lo conociéramos, pero logró escaparse del centro de menores en el que estaba. Estuvimos con él en julio de 2018 y, en septiembre, volvió a la cárcel. Ahora un tipo con apodo de signo del zodiaco manda en Cerrito Lindo. Se llama Escorpión.
Las labores de jefe de clica, que es como llaman a su célula, la unidad más pequeña de una pandilla, no siempre son tan trepidantes como uno imagina. Pueden incluso ser aburridas, de una burocracia tan básica como repetitiva. El grupo de Mortal mata el tedio con cerveza, marihuana y cocaína frente al portón negro de una casa. Algunos están tan borrachos que les cuesta tenerse en pie. A Mortal no. Él no toma, no fuma, no se droga. Su vicio es ejercer el poder absoluto sobre este pedazo de tierra olvidada.
Sentados en el porche de un vecino al atardecer, le preguntamos sobre un tema extraño para él: las mujeres en su pandilla. No tiene el discurso preparado. Responde que son como los hombres. La diferencia son las razones de ingreso. “Ellas [se meten], a veces, por problemas en la familia, o por seguir a un homeboy [pandillero]”.
Las alusiones, demasiado obvias. Las mujeres, dice, “son traicioneras”. Los amigos celebran sus bromas y encienden, locuaces y entretenidos, sus cigarrillos. Hasta que irrumpen dos adolescentes confianzudas, con camisetas cortas, el pelo recogido, los labios rosas y los ojos delineados. En medio de la oscuridad de las seis de la madrugada, se hace el silencio hasta que cruzan el portón y se acercan al porche de la casa.
Así es como conocemos a la Asteria de pelo rizado y ojos encendidos. A la Até, de pelo lacio y mirada apagada, pero pícara. Proponemos poner dos sillas más para hablar todos juntos. Pero los pandilleros nos dicen que entremos con ellas a la casa. No tienen interés en lo que hablemos con las niñas. Los hombres, fuera. Ellas, dentro. Mortal les cede el uso de la palabra.
Asteria y Até no son sus nombres. Es un artificio para ocultar su identidad. Sustituir sus nombres por unos convencionales es un riesgo porque podrían coincidir con los de otras jóvenes de similares características. Hay muchas mujeres con historias parecidas en este barrio. Cada una arrastra su propia mitología. La de su propia supervivencia.
Até es la personificación griega del arrojo y la irreflexión y Asteria es la hija de una guerrera perseguida por Zeus. Ambas son quienes avanzan sin pensarlo demasiado, en el combate y huyendo del resto de pandillas, de la Policía, siempre de alguien.
Si esa huida no se trunca, Asteria y Até, por haber nacido en San Pedro Sula, en un lugar controlado por las pandillas, llegarán a ser Artemis.
Artemis es una mujer flaca, brava y de piel oscura que roza los 40. Dirige un embrión de pandilla, que aún no tiene nombre, en una zona rival a solo unos kilómetros de donde Mortal impone su palabra.
Esta lideresa de un grupo de jóvenes que intentan ser pandilleros no se llama Artemis, pero ocultaremos su nombre con el de otra diosa griega. Una madre protectora de sus criaturas salvajes. De sus muchachos, de su propia pandilla.
Artemis, una mujer a la que la pobreza le ha deteriorado el rostro, no sería lideresa si su vida no hubiera comenzado como las de Até y Asteria. Artemis, de cabello desteñido, manos maltratadas de tanto lavar con detergente y pies callosos de tanto caminar sin zapatos, también se parece a Mortal. Artemis y Mortal son versiones diferentes del mismo problema. Son, además, los espejos en los que Até y Asteria se ven a sí mismas.
Las dos niñas fuman marihuana, beben, se meten cocaína y son parte del Barrio 18 desde los 10 años. Até y Asteria se conocieron en la calle, donde pasan el tiempo. Si algo se le parece a una familia en sus vidas es la pandilla. Asteria se lleva mal con su papá, vive extrañando a su mamá, que murió cuando tenía 10 años, y tiene un hermano en la pandilla.
Até también tuvo familia pandillera. Su padre fue miembro de una de las primeras pandillas de San Pedro Sula: el Barrio Pobre 16, un número neutro entre las dos pandillas más fuertes de Centroamérica, el Barrio 18 y la MS-13. El 16, número del que desciende Até, la vincula a través de líneas paralelas a Artemis, la protectora de las criaturas salvajes de varias manzanas más allá. Ella también perteneció a esa pandilla.
A Até su madre la abandonó cuando era una bebé. Su padre, el pandillero del Barrio Pobre 16, fue asesinado cuando ella tenía tres meses. Se crió con sus tías y su abuela. A los 14 años, Até quedó embarazada de un pandillero que no era su pareja en ese momento y tampoco lo es ahora. Notó su embarazo a los tres meses, cuando la barriga comienza a llevarse mal con los cierres de los pantalones.
Hablar de su hijo le incomoda mucho. Con las piernas cruzadas delante de la puerta, responde con silencio cuando insistimos en hablar sobre su maternidad. Solo admite con desconfianza que el bebé fue la razón para que dejara de ser paisa.
Para Asteria, salirse de la pandilla fue como una revelación. Cuando estuvo presa, por su presunta participación en el asesinato de un hombre, no podía dormir por las noches. Tenía miedo de estar sola, añoraba a una madre fallecida cuatro años antes como si acabara de morir. Dos meses después de entrar en la cárcel, un pastor evangélico le dijo que no iba a perder ese miedo a dormir sola mientras no se apartara del Barrio. “Yo decía: 'Nunca me voy a salir del Barrio, voy a morir por el Barrio”, explica Asteria. Pero se puso de pie hasta las 12 de la noche en la puerta de su celda, pensando en las palabras del pastor. “Y no me dio miedo”.
—Con esto de que no te sentís mamá, cuando lo ves, ¿qué pensás?
—Le pega en la boca. De puro gusto le pega. Qué madre más desmadrada —dice riéndose Asteria ante el silencio pícaro de Até.
Mientras Asteria charla sobre cómo es su amiga cuando hace de madre, pasa un gato y Até lo golpea, aplastándolo bruta, permitiendo su huida. Até pretende certificar las palabras de su amiga, haciéndose la dura, insinuando que es justo así, como a un animal ajeno, como ella trata a su bebé. Se ríen como locas.
Los problemas de la pandilla
—¿Cuáles son los problemas más frecuentes que tienen, ustedes los líderes, con las mujeres?
—Es que ellas son más sentimentales, así que ellas por amor pueden traicionar la pandilla — dice Mortal.
En Cerrito Lindo, la Policía pide la partida de nacimiento –el único documento de identificación para menores de edad en Honduras– a muchas niñas que, como Até y Asteria, no la tienen. De forma recurrente, los agentes buscan un argumento para detenerlas e interrogarlas sobre la pandilla con la que se mueven, el Barrio 18. Por eso, dicen ellas, es mejor que la Policía no sepa quiénes son.
En los últimos cinco años, los tres delitos por los que la Policía ha detenido a más mujeres son lesiones, posesión de droga y extorsión. El rumbo de las detenciones policiales de mujeres cambió en 2015, el año en que la extorsión se convirtió en centro del trabajo policial. La Policía detiene cada vez a más mujeres colaboradoras por asociarse con los criminales.
La Fuerza Nacional Anti Maras y Pandillas (FNA-MP) –integrada por la Policía, el Ejército y la Fiscalía de Honduras– opera desde 2013 y es común que sus policías entren para hacer allanamientos en el sector Rivera Hernández, donde vive Até, y donde Asteria fue detenida a principios del año pasado y, según relatará después, golpeada.
En los últimos cinco años, la institución fue denunciada 60 veces ante el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos; cinco de ellas en Cortes, el departamento en el que está el sector Rivera Hernández, sobre todo por abuso de autoridad a la hora de detener presuntos pandilleros.
—Si los policías llegan, uno se les tiene que esconder, uno tiene que correr —dice Até.
—¿Pero te van a hacer algo?
—Sí. A veces ellos abusan.
A principios de 2017, un día después del asesinato de un hombre en el que se implicó a Asteria, la FNA-MP derribó los dos portones de la casa de Cerrito Lindo en la que ella estaba con un grupo de homies. Asteria dice que los agentes de la FNA la pusieron contra la pared y la golpearon en las manos y las nalgas con una rama de árbol. “Empiecen a rezarle a Dios porque se van a morir”, dice que les dijeron.
A Saúl Morales, portavoz de la FNA-MP, no le coinciden las denuncias registradas con las que cree tener. “Muchas, muchísimas, como 300 denuncias. Yo he recibido tantas que no las puedo contar”, dice este joven agente de pelo cortado a cepillo, que pide no ser fotografiado. Cuando se le pregunta por el caso de Asteria, no se muestra sorprendido. “A veces se nos ha ido la mano”, admite, como si fuera lo más normal, al hablar de la brutalidad policial. “Si ha sucedido, nos hemos dejado llevar por el momento”.
La piscina del hotel
—¿Podemos llevar a las niñas mañana a la piscina?
—Sí, no hay rollo [problema]. Delen —contesta Mortal.
Las niñas del barrio tienen pocas opciones para divertirse, menos aún si son pandilleras. Jugar al fútbol es uno de los pocos entretenimientos de la zona, pero las competiciones están restringidas a los sectores que cada pandilla domine. Si un joven es de una zona dominada por el Barrio 18, solo puede jugar en otro barrio de dieciochos. Y si es mujer, su diversión se complica más: para las que viven en zonas de la 18, solo existen cuatro equipos con los que jugar.
Até y Asteria no tienen dinero para comprarse zapatos de fútbol y tampoco tienen su acta de nacimiento a mano. Ambas cosas son necesarias para inscribirse en el torneo. Por burocracia, por dinero y por muchas y desiguales razones, buena parte de la diversión de Até y Asteria se llama violencia.
Para ser pandillero, hay que recibir una paliza. Se llama brinco. El brinco lo dan los futuros compañeros del golpeado. Si es para ingresar a las filas del Barrio 18, son 18 segundos. Así consiguen un apodo, que se llama taca, y tiene mucho que ver con la personalidad de cada quien. Si usáramos la metáfora del brinco como un nacimiento –simbólicamente lo es– la adjudicación de la taca sería un bautizo. Ahí la explicación de por qué Mortal es Mortal.
En Honduras, si son hombres, serán golpeados por tres hombres. Si son mujeres, serán dos mujeres y un hombre los que las golpeen. Este ritual de paso implica, en sus códigos, un gran honor –no hay pandillero que olvide su fecha y sus padrinos, el día que adquirieron su poder y su estatus–. Mortal dice que no hay diferencia entre las funciones o el rango al que pueden aspirar pandilleros y pandilleras.
Si Asteria y Até se hubieran brincado, en teoría habrían podido aspirar a un puesto como el de Mortal, aunque en su zona no hay ninguna mujer liderando una pandilla oficial. Porque lo que lidera Artemis, aunque se parece, todavía no es una pandilla. Pese a que hace un año que estas niñas dicen haberse apartado del Barrio 18, cada noche los buscan, les hablan, ríen con ellos, les piden cosas y se dejan pedir.
—Porque ante los ojos de Dios y del Barrio todos somos iguales —dice Asteria.
—Ni uno se mira más, ni una se mira menos —responde Até.
—Porque todos la rifamos igual —exclama Asteria.
—La rifábamos —puntualiza Até.
—La rifamos todavía —ríe Asteria. —Damos la vida por el Barrio —confirma.
—¿Qué implica para ustedes ya no estar en el grupo?
—Estamos cagadas [con miedo] —responde con seriedad Até.
La extorsión es un delito vinculado a las pandillas: extorsionan para sobrevivir, malvivir y comprar armas. Un delito por el que los pandilleros son acusados también de terrorismo. En Honduras, el aumento de presos por este delito entre 2016 y 2017 fue muy alto: pasó de 350 personas a 1.103. En el caso de las mujeres, en cinco años hubo un aumento del 47%, pasando de 219 a 321 presas.
Durante los últimos tres años, las dos niñas se dedicaron a extorsionar para el Barrio 18. Un día por semana, visitaban pulperías, pedían entre 100 (4 dólares) y 500 lempiras (20), según el tamaño del negocio. Algunos propietarios cerraban para evitar pagar lo que se llama impuesto de guerra. El costo de cerrar o no pagar puede ser muy grande: el asesinato. Ellas tenían que dar la recaudación completa del día a la pandilla. Si faltaba una lempira, iban a ser “corregidas”. La corrección significa recibir una golpiza. Lo más parecido al brinco que iban a experimentar.
Las niñas dicen que ya no trabajan para la pandilla, pero le hacen favores. Un favor puede ser cualquier cosa. Un favor puede ser hacer gratis exactamente lo que hacían antes por un salario variable de 20 dólares semanales. Ellas se reivindican como independientes. Dicen que odian que cualquiera, en general, les mande, sobre todo Asteria. Pero están dispuestas a hacer muchas cosas por el Barrio 18. Porque quieren. Estar cerca, dentro o fuera parece casi lo mismo.
—¿Qué es hacer un favor cuando ya no estás obligada?
—Si uno quiere, me dice: “Mirá, andá a traer tal cosa”. Si yo quiero, voy a ir. Si no, no voy —dice Asteria con vehemencia.
—Pero usted sabe que si una puede hacer un favor, siempre lo va a seguir haciendo —matiza Até un minuto después.
—Y cuanto más va haciendo uno, más se va involucrando.
—¿Por qué creen que si ya no son paisas confían en ustedes?
—Cuando yo me salí, les dije: “Cuando yo pueda, les puedo tirar esquina [vigilar], mover esto o comprar esto” —dice Até.
—Siempre hay una parte activa hacia la pandilla, solo que no somos nada. Si caemos en la cárcel por algo del Barrio, somos tiraesquinas [vigilantes] nada más, no tenemos derecho a nada del Barrio.
—¿Pero hacerles favores sin el salario de antes?
— ¡Ah! Pero nosotras los extorsionamos —añade Até, a carcajadas.
Extorsionar como sinónimo de pedir. Unos lempiras, un porro, cocaína, una cerveza, algo de comer, un lugar donde dormir. Seguir formando parte de algo, de una familia, de una ruta, de una senda directa hacia la nada, hacia un futuro que, de llegar, será parecido al de Artemis.
La enemiga del Barrio 18
—¿Las mujeres pueden ser líderes, como ustedes?
—Sí, sí ha habido. Ahorita no, están presas, pero si ha habido locas que han sido pesadas. Congras [líderes mujeres], pues —defiende Mortal.
En el mismo sector de San Pedro Sula, en el sector Rivera Hernández, a 10 minutos de Cerrito Lindo, está el lugar donde Artemis trata de proteger a su grupo de criaturas salvajes a medio cocer entre la pandilla y el grupo revoltoso de amigos violentos. Es su matriarca. Les enseña el deber ser del pandillero. Los instruye para la guerra, guarda sus armas y les corrige cuando fallan. Pero también los cuida. Los alimenta y les cura las heridas. Si logra convertirlos en pandilla se protege a sí misma. Le está costando.
La vida empujó a Asteria y Até a la pandilla desde la familia, ausente y disfuncional. Para Artemis todo empezó en algún lugar similar, buscando compañía y protección. En sus múltiples amores con pandilleros de todas las castas y pelajes. La historia para ellas es una serie de repeticiones con nada de farsa y mucha tragedia.
Antes de estar al frente de este grupo de niños armados, Artemis fue como Asteria y como Até. Una chica flacucha y avispada, con una familia muy pobre para la que suponía una carga. Salió embarazada a los 17 años de un miembro respetado de los Vatos Locos, esa pandilla inspirada por Hollywood. Y desde entonces ha tenido un azaroso vía crucis por varias pandillas del Rivera Hernández.
Una vez destruida y disuelta su pandilla original, la Barrio Pobre 16, la que compartió con el padre de Ate, también colaboró con el Barrio 18. Caminó con ellos, les ayudó, llevó recados, les dejó entrar en su casa y en su cuerpo. Pero a los suyos los mataron. Terminó el Barrio Pobre 16 y el Barrio 18 fue exterminado de esta colonia. Ella se salvó.
Cuando las demás pandillas empezaron a acercarse a reclamar el territorio, Artemis, en lugar de huir o morir, aprendió a sobrevivir. Su opción fue ayudar a un grupo de niños y adolescentes a organizarse en lo que ella conocía tan bien: la pandilla. Desde hace dos años, bajo su dirección, protección, experiencia, una desarrapada mezcla de jovencitos pelea contra el Barrio 18, la Mara Salvatrucha 13, los Vatos Locos y toda pandilla o autoridad que asome las narices por las pocas calles y callejones que ellos controlan.
La lucha por el territorio también incluye a la Policía, para ellos, un agresor más. Cuando Artemis habla de la Policía, cuenta cómo en varias ocasiones han entrado a sus casas disparando y amenazando. Cómo los policías corruptos se llevan objetos de dentro de las casas porque, supuestamente, son robados. Para muchos, no son tan diferentes a los criminales. Pero lo que más le preocupa de los policías no es el robo. Es que cuando los agentes capturan a sus muchachos, dice, siempre los torturan.
De Artemis dependerá si se vuelven un grupo más en el panorama salvaje de la ciudad o si se disolverá y cada quien huirá por su lado. Por el momento se contentan con vender pequeñas porciones de cocaína de mala calidad y dispararse casi a diario con miembros de la MS13, que también quieren gobernar el pequeño territorio.
Tres mujeres. Un mismo rumbo. Até y Asteria chapotean en la cola, tratan de salir a flote en un barrio que es un lodazal violento. Artemis sobrevive por eliminación, a modo de cabeza visible de una hidra en guerra, que cualquier día puede ser cortada, sacrificada, eliminada por los hombres de Mortal, en otro barrio violento.
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Este reportaje forma parte de la serie 'Las colaboradoras', un proyecto periodístico sobre el papel actual de las mujeres en las pandillas de Centroamérica. Una iniciativa de El Intercambio financiada por Internews, en alianza con el antropólogo salvadoreño experto en pandillas Juan Martínez D’aubuisson.El Intercambio Internews
Texto: Elsa Cabria, Juan Martínez D’aubuisson y Ximena Villagrán / El Intercambio
Fotografías: Oliver de Ros / El Intercambio
Edición: Alberto Arce / El Intercambio