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ANÁLISIS

La crisis que vendrá

Una pompa de jabón.

6

- I am anti-life, the Beast of Judgment. I am the dark at the end of everything. The end of universes, gods, worlds… of everything.

- And what will you be then, Dreamlord?

- I am hope.

Neil Gaiman — The Sandman, Vol. 1: Preludes & Nocturnes

Hace unas semanas la Reserva Federal americana recortó los tipos de interés en 0,5 puntos. Era un movimiento asertivo en la misma dirección que otro que había ejecutado el Banco Central Europeo unos días antes: los gestores de los bancos centrales atisban la crisis que vendrá.

Y no se me escapa que no hay forma más estéril de quedar como una idiota que hacer predicciones. El mundo es tan complejo que la probabilidad de que no se cumpla lo que predices son infinitas y las de acertar, muy limitadas.

Pero si miramos atrás a las últimas crisis que hemos vivido, se hace evidente que haberlas visto venir nos hubiera ayudado a tomar mejores decisiones. Y a ahorrar mucho dolor. Incluso a inventarnos en ellas un mundo nuevo.

Así que no me resisto a lanzar esta predicción porque el coste de oportunidad de que no se cumpla -que piensen ustedes que soy idiota- es ínfimo comparado con la posibilidad de que se cumpla y este texto nos ayude a anticiparnos a lo que está por venir.

La tesis es esta: creo que en los próximos meses (por ejemplo, 12, o de aquí a que los tipos de interés vuelvan a la zona del cero), se producirá otra crisis global que volverá a poner el mundo boca abajo. No ocurrirá por cuestiones coyunturales, sino por causas que se vienen larvando desde hace décadas y casi siglos, pero que han venido a morir al siglo XXI.

No será una crisis nueva, sino la tercera parte del mismo acontecimiento, uno que llevamos viviendo a cámara lenta desde que se extendió Internet, y que tuvo un primer episodio con la burbuja de las puntocom y un segundo con la burbuja de las hipotecas de 2008.

Todo empezó antes de que hubiéramos nacido. El mundo en el que vivimos se terminó de diseñar en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Por aquel entonces, la revolución industrial llevaba la mejor parte de 300 años produciendo incrementos sostenidos de la productividad. Así que, a pesar de las crisis y de las guerras, cada década había más riqueza que la anterior. Parecía entonces que el problema del mundo era uno de reparto. Como aventuraba Keynes en el año 30 del siglo pasado, la sociedad estaba en puertas de resolver “la cuestión económica” que nos había atado a la escasez durante toda nuestra existencia. Claro que había pobreza y miseria, pero debía ser razonablemente fácil de erradicar si se creaban las condiciones para que las personas de a pie, y no solo los dueños del Capital, entrasen al reparto de esas ganancias.

Existen, desde entonces, dos visiones enfrentadas sobre cómo se debe producir ese reparto. Hay quien piensa que el Mercado por sí sólo no es capaz de distribuir la riqueza con justicia y es necesario que intervenga el Estado y hay quien piensa que el Mercado es eficiente en la asignación de los recursos y suficiente para producir por sí mismo esa distribución. Pero todas las teorías políticas del siglo XX comparten esencialmente la misma ambición: que aquellos que son merecedores tengan acceso al reparto de las ganancias. Por eso Margaret Thatcher decía que “en la cima hay sitio para todos”. 

Y el desencuentro entre la izquierda y la derecha es, en realidad, sobre quién es merecedor, sobre qué entendemos por mérito y quién lo determina. Las izquierdas tienden a pensar que todas las personas merecen entrar al reparto de la riqueza porque hay un valor inherente en todos los seres humanos, mientras que las derechas tienden a pensar que el valor no es inherente a las personas, sino que se produce, que hay que materializarlo en un servicio a la sociedad que se vea recompensado a precio de mercado.

Pero fíjate que ambas visiones son hijas de la misma madre: de la idea de que siempre va a haber más y más riqueza material para repartir. Ninguna de las dos grandes teorías del mundo resuelve qué debería ocurrir si el mundo dejase de crecer y dejase de haber excedentes para los que se incorporan progresivamente a la sociedad, entre los “nuevos merecedores”. 

Si las ideologías del siglo XX se podían permitir esta forma de holgazanería intelectual es porque, desde los tiempos de Adam Smith, en Occidente la realidad ha respaldado la creencia de que la innovación tecnológica y la división del trabajo van a aumentar la productividad -y, por tanto, la riqueza disponible para repartir- hasta el infinito. Y por eso podían asumir que el problema era uno de asignación de esos recursos crecientes.

La mamma morta

Lo curioso fue que durante algunos años al final del siglo XX ambas teorías parecieron funcionar. Tanto el Estado del Bienestar europeo como el sueño libertario americano se aproximaron mucho a un mundo donde, si bien aún no se había conseguido del todo, era plausible que hubiera un buen trabajo, una buena vivienda y una buena vida para cada persona en la sociedad. Fueron los años en los que se empezó a hablar de “pleno empleo” y del “fin de la historia”.

El problema es que nadie tenía -ni tiene- una respuesta a la pregunta de qué ocurre si aquellos que son merecedores -sean quienes sean- no pueden acceder a las ganancias. O lo que es lo mismo, qué ocurre si se estropea la máquina del crecimiento perpetuo y dejamos de ser cada vez más ricos. 

Así que cuando eso ocurrió, cuando la idea madre del mundo moderno murió, en torno al año 2000, el mundo entero se quedó huérfano, desorientado, sin un plan.

Fue así: con el cambio del milenio la tecnología, que durante 300 años había ido produciendo esos incrementos de la productividad se desacopló del crecimiento. Desde entonces, el mundo cambia, aparecen nuevas innovaciones, la vida se transforma, pero la economía no crece. Es lo que los economistas llaman “the productivity puzzle” y que se explica muy bien con esa frase de Robert Solow que dice “you can see the computer age everywhere but in the productivity statistics” [La era informática se nota en todas partes menos en las estadísticas de productividad].

Como en Don’t look up, esa película donde el mundo sabe que un meteorito va a impactar contra la tierra pero todo el mundo hace como si no estuviera pasando, llevamos 25 años sin hablar de este tema y esperando que se solucione solo. Que vuelva mamá. Que alguien arregle la maquinita y todo vuelva a ordenarse y siga girando como cuando éramos felices y opulentos.

(Ahora, que cuando alguien reclama que se reduzca la jornada laboral, ahí sí que se acuerda todo el mundo de las nulas tasas de crecimiento de la productividad. Ya es casualidad.)

Pero, ¿Y si no volvieran -como todo apunta que ocurrirá- los crecimientos de la productividad? Estaríamos entonces -estamos- frente al meteorito: frente al fin de la era industrial.

La burbuja que no cesa

Como un terremoto, este fenómeno ha tenido varios precursores sísmicos. El primero fue la burbuja de las puntocom. En torno al año 2000, embobados por los cantos de sirena de esa nueva tecnología que se llamaba Internet e iba a transformar el mundo, los mercados de valores se pusieron morados de dinero esperando una retribución extraordinaria. Pero en 2000 se creó una burbuja, se pinchó esa burbuja y todo aquél dinero huérfano escurrió el bulto en busca de mejores destinos.

Pero es que no había. La tecnología, que en años anteriores había creado una oportunidad de inversión detrás de otra, ya no daba más alegrías a los inversores. Al contrario que el petróleo, los plásticos, la aviación, el coche, o las lavadoras, que habían requerido la creación de unas extraordinarias cadenas globales de fabricación que habían necesitado gigantescos capitales para nacer, las innovaciones tecnológicas en Internet no necesitaban ni de lejos el mismo volumen de capital. 

Por eso el mundo financiero viró hacia lo siguiente que encontró por el camino, que fueron los derivados de las hipotecas. Ahí sí había capacidad de invertir y de ganar dinero casi sin ningún límite. El mercado de las hipotecas en EE.UU. llegó a valer en torno a 12 billones de dólares, el de los CDOs y los bonos subprime, unos tres billones y el colosal mercado de swaps que se creo en torno a esos títulos llegó a representar 60 billones de dólares en 2007, cuatro (¡4!) veces el PIB del país.

Y hubo otra burbuja. Y volvió a pinchar. Y el Capital volvió a escurrir el bulto y a buscar otros terrenos fértiles. 

Era 2015 y no parecía haber muchos. El mundo de la inversión productiva cada vez se parecía más a una sabana con muy pocas fuentes de agua. Pero el deseo humano (y la inversión no es otra cosa que un deseo humano de producir dinero con dinero) es como el agua y se mete por todas las grietas. Entonces alguien se inventó otra fórmula: 

En Internet es relativamente fácil montar una empresa sin que te respalde un gran capital. Uno puede montar una tienda online o una aplicación casi en su habitación de la casa de sus padres e ir ganando dinero poquito a poquito. 

Pero alguien descubrió esas empresas que se llamaban “unicornios” -como Uber, Facebook, Twitter, Whatsapp, o Airbnb- y que prometían que iban a tomar el mundo al asalto -pero no hoy, sino dentro de unos meses o años- representaban una extraordinaria posibilidad de inversión. De pronto se creaba un inmenso casino donde uno podía apostar a que estas empresas que hoy no valían nada, valdrían billones de dólares y en ese espacio de tiempo había muchas oportunidades para comprar y vender sus acciones.

Así fue como el capital se refugió en la bolsa y el índice que recoge a las principales firmas de tecnología de EE.UU. multiplicó su valor por nueve en los últimos 25 años. 

Muchas de estas empresas siguen en pérdidas. Uber tuvo beneficios por primera vez en 2023 después de 15 años operando. Airbnb, en 2022, después de 16 años de vida.

Pero que no den beneficios no las convierte en un fracaso, al contrario, como mecanismo de inversión son mucho mejores que una empresa rentable y estable: necesitan inmensas sumas de capital para seguir funcionando a pérdidas durante todos esos años, mientras prometen que, cuando llegue el día de cobrar, los beneficios serán extraordinarios. 

Así que el mecanismo por el que funcionan estas multinacionales no tiene nada que ver con el de una empresa que compra y vende cosas para obtener unas ganancias y pagar a sus empleados y a sus inversores. La gasolina de todas estas compañías consiste en proyectar la idea de que van a comerse el mundo, que lo van a cambiar todo, pero dentro de unos años. 

Por eso a lo largo de estos últimos años han ido creando un hype detrás de otro (Como Oculus, el Metaverso, el Internet of Things, las Smart Cities, las criptomonedas, los NFTs,  la realidad virtual, la realidad aumentada, los drones, los túneles que conducen coches automáticos y todas y cada una de las ideas locas de Elon Musk, que es quien mejor entiende y maneja este fenómeno).

Su negocio está en hacernos creer que todo va a cambiar mientras queman dinero por el camino.

Y así llegamos al ciclo 2020-2024. En la pandemia, con la humanidad volcándose al unísono sobre una pantalla, explotó el tráfico online. El uso de Internet se disparó y la inversión se volcó en las tecnológicas.

Así, desde 2018, los llamados siete magníficos de la tecnoloǵía americana (Amazon, Apple, Google, Nvidia, Meta [Facebook], Microsoft y Tesla) elevaron su cotización de tres billones en 2018 a 15 billones de dólares en 2024. ¡Cinco veces su valor en cinco años!

¿De verdad han hecho algo estas empresas que merezca que valgan hoy cinco veces más que hace cinco años? No, lo que pasa es que nos están convenciendo de que lo harán en el futuro cercano.

Tercer acto

Y a finales de 2022 OpenAI publicó su primera versión de ChatGPT.

El mundo se volvió loco y no era para menos. De pronto, una tecnología que parecía mágica y que prometía crear humanos artificiales y llevarse por delante la mitad de los puestos de trabajo del planeta (¡imaginen el incremento de la productividad de semejante hachazo!).

Hace unos días esa empresa que dio el pistoletazo de salida de la carrera armamentística por dominar el terreno de la llamada “inteligencia artificial” cerró la ronda de financiación más alta de la historia, con 6.600 millones de dólares con una valoración de la empresa de 157.000 millones, algo así como el PIB de Barcelona.

Y esto a pesar de que hace semanas que muchos analistas, entre ellos Goldman Sachs y UBS, han alertado de que la IA no va a producir los retornos a la inversión que están esperando los inversores que planean meter en ese globo un trillón, con t, de dólares.

Que no quiere decir que no vaya a cambiar el mundo. Lo que quiere decir es que, como decía Robert Solow, cuando el mundo cambia, se ve en todas partes menos en las estadísticas de productividad. Dicho de otra manera: que las innovaciones tecnológicas ya no hacen crecer la economía. 

Y esto es perfectamente evidente si se entiende bien cómo funciona y se distribuye la tecnología desde que existe Internet.

La información en el siglo XXI

La tecnología es información aplicada. Una lavadora es un plano que se ejecuta con unos materiales, un conjunto de instrucciones. Un programa de ordenador es, básicamente, lo mismo. Y los Large Language Models (LLM o modelos extensos de lenguaje) que han dado lugar a la IA, también.

La información es un bien público, en el sentido económico del término. Los bienes públicos son aquellos que no son competitivos y cuyo consumo no es rival. O sea, que tú y yo podemos consumirlos simultáneamente sin mermarlos. El mejor ejemplo de un bien público son las ondas de radio o la luz de un faro. Un número infinito (o cuasi) de individuos puede escuchar la radio o ver un faro sin competir con los demás y sin que se agote el recurso.

Mientras la información estuvo ligada a una carcasa física, como esa lavadora que para ser una realidad se tenía que fabricar con metales y plásticos y gomas que había que extraer de la tierra, con cada innovación tecnológica llegaba la economía a extraerlos. Y le iba bien. Pero cuando la tecnología ya solo es información, como ocurre con la inteligencia artificial, la cosa cambia.

A la economía y a la producción industrial se le dan fatal los bienes públicos, se le escapan, porque la economía funciona en torno a la escasez y los bienes públicos son abundantes. Por eso es muy difícil hacer negocio con un faro (o con una radio, o con un periódico en internet). Por eso hasta Adam Smith entendía que tenía que haber un “Estado” que se hiciera cargo de proveerlos.

El caso es que la información es un bien público y la tecnología en internet es un bien público también. Por eso lo que ha ocurrido con la inteligencia artificial es que ha nacido de manera distribuida y colaborativa entre varias universidades y departamentos de investigación de varias empresas, y por eso se está extendiendo como la pólvora entre un número cada vez más alto de empresas que están creando productos muy similares. Como las ondas de radio, los fundamentos de la IA son una teoría, un manual de instrucciones, que se puede aplicar sin competir con los demás y sin agotar el recurso.

Así, cuantos más proveedores ofrecen el producto, más baja el precio. Por eso Goldman Sachs dice que la IA no dará rendimientos para una inversión de un trillón de dólares. Porque cuanto más crezca, más bajará el precio. Si triunfan, los LLM pasarán a ser ubicuos a un precio irrisorio. Igual que pasó con los mapas, con el gps, con el streaming de vídeo o con el almacenamiento de datos. En realidad, este mecanismo es bien conocido y es lo mismo que ocurriría con los medicamentos si no existieran las patentes (y lo que ocurre cuando vencen las patentes). 

Si esto te lo puedo contar yo, que soy una indocumentada que escribe desde la cocina de su casa en una ciudad de la periferia global, créeme que son conscientes de ello en todos los despachos de Wall Street. Lo que están haciendo los inversores es, otra vez, montar un hype (esta vez sobre la “inteligencia artificial general”, que es algo así como lo que es la inteligencia artificial de verdad, un ser pensante) para seguir haciendo mover la rueda otros cuantos meses. Y hacer caja. 

Pero la inteligencia artificial general ni está, ni se la espera. Para empezar porque ni siquiera sabemos en qué consiste realmente la inteligencia humana. Los modelos que están saliendo, como ChatGPT son grandes traductores que hacen que sea muchísimo más fácil darle instrucciones a una máquina, pero piensan probabilísticamente y los humanos pensamos en emociones. Estos modelos no son una “inteligencia artificial”.

Por eso los bancos centrales, que también saben todo esto, están recortando los tipos de interés y lo van a seguir haciendo, porque intuyen que acecha el fenómeno deflacionario que subyace a todo ese proceso de desmontaje de la economía industrial que venimos viviendo desde el 2000 y que vuelve a asomar la patita.

Y uno pensaría, bueno, ¿pero tampoco pasa nada si quiebran unas cuantas tecnológicas, no? Igual que quebraron algunos bancos hace un par de años por financiar al chiringuito crypto equivocado y no pasó nada. 

Lo que pasa es que hay, como en casi todas las burbujas, un castillo de naipes que se sostiene sobre unas pocas cartas. Y hay dos niveles más debajo de las tecnológicas.

Heigh-Ho! 

La transformación más importante que nos ha dejado la pandemia ha sido el teletrabajo. Desde 2020, uno de cada cinco trabajadores en EEUU teletrabaja, el 16% de las empresas son fully-remote y el 98% de los trabajadores quiere trabajar en remoto al menos parcialmente.

Uno diría que esta transformación tan brutal debería haber producido un impacto dramático en el mercado inmobiliario de las oficinas. Ciudades enteras deberían haber hecho planes para cambiar su parque de oficinas hacia otra cosa. Debería haber por todas partes gigantes polígonos vacíos y la “reconversión” del parque de oficinas debería ser tema de portada en todos los periódicos, pero no está siendo así.

Solo en los últimos meses de 2024 estamos empezando a oír noticias verdaderamente preocupantes del real estate comercial, como que los impagos de alquiler se han duplicado. ¿Qué está sosteniendo este mercado si ha habido un cambio tan brutal de su usabilidad? 

En gran parte, la burbuja tecnológica de la que venimos hablando, que bombea fondos de los inversores de Silicon Valley y el resto de hubs tecnológicos (Pekín, Berlín, Londres, Tel Aviv, Bangalore, etc) a las ciudades que acogen las oficinas regionales de estas empresas, más toda la red de compañías locales que les prestan servicios. 

Así, se ha creado en todo el mundo una nueva clase de empresas que paga muy bien a sus empleados, tiene grandes oficinas en muchísimas ciudades y les pasa la factura a su matriz en EE.UU. Estos trabajadores están elevando el precio de la vivienda y el nivel de vida en las grandes ciudades y ya no solo en los cuatro o cinco centros financieros globales, sino en centenares de ciudades europeas que están apostando por acoger las filiales locales de estos gigantes, junto a un gran número de trabajadores remotos.

Cuando la burbuja haga pop, todos estos desaparecerán, impactando al mercado de las oficinas y los 14 trillones de dólares que hay invertidos en ellas en todo el mundo. Y detrás vendrán las viviendas carísimas que solo se pueden pagar con los sueldos que vienen de ese mismo epicentro de la burbuja de las tecnológicas.

La otra cosa que mantiene el precio de las oficinas en los números pre-pandemia es que los inversores, que suelen ser grandes fondos, tienen un interés enorme en que no se produzca una caída súbita del precio, que arrastraría al sector entero. Además, liberaría millones de metros cuadrados que dejarían de tener propósito en el centro de las ciudades más caras del mundo y esa oferta de suelo disponible (hasta el 70% en algunos distritos de Londres y en Manhattan) con toda seguridad haría caer… el precio de la vivienda.

Y aquí llegamos al final boss de este videojuego. Dos tercios de toda la “riqueza” global están “invertidos” en el mercado inmobiliario. Y no están haciendo nada ahí. En realidad solo están extrayendo unas rentas de sus inquilinos y acumulando valor por apreciación de los activos. Y agárrense los cinturones: “Casi todo el crecimiento neto desde 2000 hasta 2020 se debe a la apreciación de las inversiones en bolsa y en propiedades inmobiliarias de las familias”.

O sea que, efectivamente, desde el año 2000, desde la irrupción de internet la economía ha estado completamente plana y todo lo que hemos interpretado como crecimiento ha sido por la apreciación de los activos bursátiles (de las compañías de las que hemos hablado) y por la subida de los precios de las viviendas. No hay nada detrás. No hay, desde el año 2000, ningún proceso productivo que haya producido más economía, al contrario, todo lo que toca la innovación digital se convierte en un bien público que se escapa de las contabilidades nacionales. Lo que hay desde principios del siglo XXI es la expectativa de que eso ocurra en algún momento de los próximos años. Es pura especulación y pura burbuja.

Y como no termina de ocurrir, los actores interesados en seguir echando leña al fuego han ido subiendo el volumen de la historia que nos contaban. Si hace unos pocos años era la realidad aumentada, luego fue el “metaverso” y ahora es la inteligencia artificial, el fin de la humanidad.

Cuando se haga evidente que esto no va a ocurrir, no habrá nada más que contar y una ficha del dominó se llevará por delante a la siguiente. Hasta descubrir la verdad: que no somos más ricos que en 2000. Bueno, en realidad, que no somos materialmente más ricos. Somos mucho más ricos porque ahora tenemos un nuevo universo donde estamos creciendo a la velocidad de la luz, que es lo que Chardin llamaba la “nooesfera”, la esfera del pensamiento humano conectado.

A pie de calle

Las señales de burbuja se ven por todas partes. En Manchester, una ayuda del Estado a la financiación de nuevas viviendas ha espoleado una fiebre por construir rascacielos que ya va por 37 edificios, algunos de más de 70 plantas, mientras la región entera a su alrededor languidece. ¿Qué hace distinto a Manchester de York? En 2011 creo un “Media Hub” para acoger las sedes de grandes empresas y ya se han mudado a sus oficinas 80 de las que componen el FTSE 100. 

En Madrid, los poderes públicos alientan un relato de éxito basado en el turismo de lujo mientras el hotel emblemático de este proyecto de transformación de la ciudad lleva tres años en pérdidas millonarias y no consigue superar el 50% de ocupación mientras quedan algunos centenares más de plazas de cinco estrellas por abrir. Con ese relato hay promotores que pretenden vender casas en el centro de la ciudad más caras que en el centro de Londres.

En Málaga los precios de la vivienda registran los incrementos interanuales más altos del país subidos a la misma historia de hub tecnológico regional y paraíso de los remote workers

La crisis de la vivienda se ha vuelto global y está en su punto álgido, a punto de romper la espalda del camello mientras en los portales inmobiliarios hace meses que ya no hay casi nada a la venta. Pero si preguntas a los propietarios que tratan de alquilar por cantidades “premium” a un ciudadano normal y corriente, de los que quieren un contrato de largo plazo, te dicen que no reciben prácticamente ninguna llamada. Quien está comprando son empresas interesadas en alquilar pisos a medio plazo a esos remote workers que se han convertido en el santo grial del sector.

Si hay un crack en la bolsa (ya hubo un susto grande este verano), muchas empresas tecnológicas cerrarán o recortarán gastos, cerrando oficinas en los países periféricos y despidiendo a un montón de gente.

Habrá muchos menos trabajadores bien pagados en las ciudades dispuestos a pagar cifras astronómicas por un piso. Muchas gente se dará cuenta de que ha comprado activos sobrevalorados y querrá venderlos. 

El cierre de las oficinas llevará por delante la valoración de muchas empresas, que no tendrán más remedio que apuntarse la devaluación de los activos y pedir que les permitan cambiar de uso a residencial.

Cuando las ciudades vean que tienen millones de metros cuadrados que ya no tienen uso como oficina, afectará a la valoración global de las viviendas, que están en máximos históricos.

E igual a alguien se le ocurre, incluso, preguntarse cómo puede ser que suba el precio de la vivienda en TODAS las grandes ciudades del mundo cuando las previsiones demográficas dicen que hemos llegado al máximo de población y que de ahora en adelante seremos menos humanos en el planeta.

Y habrá una sensación general de no saber qué hacer ni a dónde ir. Y mucha desesperanza. Porque verdaderamente desde 2000 no sabemos qué hacer con este mundo nuestro, ni a donde ir.

La vida que vendrá

En un capítulo de The Sandman, Sueño (Morpheus) desciende al Infierno para recuperar su yelmo robado de un demonio llamado Choronzon. Los dos se enfrentan en una batalla de ingenio conocida como “El Juego Más Antiguo,” en la que cada uno toma turnos imaginando ser entidades cada vez más poderosas. Uno es un lobo y el otro un cazador a caballo, uno es un mosquito capaz de infectar al caballo y el otro es una araña capaz de atrapar al mosquito. Cuando Choronzon se transforma en “la anti-vida, la bestia del Juicio Final, la oscuridad al final de todo” reclamando la victoria, Sueño responde diciendo: “Yo soy esperanza”, y gana el duelo.

Pues bien, esta crisis que vendrá no tendría por qué ser una crisis de las personas. No es una crisis de la vida. No es una hambruna, ni una plaga, ni una enfermedad, nada amenaza nuestra existencia (salvo nosotros mismos). No es una crisis de la vida. De hecho, las vidas humanas han mejorado muchísimo durante estos 25 años como solo explica el hecho de que estamos a las puertas de curar el cáncer.

La esperanza que podemos traer para parar en seco a la desesperanza que viene consiste en hacer las paces con los últimos 25 años de historia. Decir que lo que está en crisis no es la sociedad, sino el papel del Capital y del Trabajo en la sociedad.

Reconocer en el relato público que hace un cuarto de siglo que acabó la era industrial, en la que habíamos crecido. Que en la nueva sociedad del siglo XXI la tecnología ya no producirá una vida con puestos de trabajo de 40 horas en fábricas y en oficinas, ni falta que hace. Que hay que organizarle una fiesta de jubilación y comprarle un reloj al Capital y al Trabajo, los dos vectores que nos trajeron hasta aquí. Y agradecerles los servicios pero decirles también que ya no nos hacen falta. So long, and thanks for all the fish [Hasta luego, y gracias por el pescado].  

El Capital y el Trabajo eran las dos maneras que teníamos de extraerle a la tierra su valor por la fuerza, eran las herramientas de la “geosfera”, del mundo físico. Pero a medida que nos hemos hecho más eficientes en esa tarea y, además, hemos pasado una parte muy importante de nuestra vida a la “nooesfera” (el ámbito del pensamiento humano conectado) ya no los necesitamos (tantísimo).

¿Cómo sería un mundo sin trabajo? ¿Cómo sería un mundo donde no fuera el esfuerzo, sino el ingenio, lo que produjera el reconocimiento de nuestros pares? ¿Cómo sería un mundo en el que el Capital solo tuviera lugar en un proceso verdaderamente productivo (como la construcción de viviendas o de infraestructuras o la creación de fábricas) pero no para expoliar renta de quienes ingenian?

Este es el debate. Y es el que se dejaron pendientes las ideologías del siglo XX. En un mundo donde ya no es necesario el esfuerzo para arrancarle a la tierra las cosas que nos hacen falta, ¿Cómo se decide quién es merecedor? ¿Y cómo nos inventamos un sistema por el cuál todo el mundo -y no solo los mejores educados a quienes, además, nos ha tocado la lotería genética de la inteligencia- tenga la oportunidad de participar de ese juego del ingenio?

¿Podría existir un mundo donde aprender sea el nuevo trabajo? Donde esté normalizado leer y consumir contenido durante las mismas horas que hoy dedicamos a trabajar. No solo porque nos volveríamos super-humanos, sino porque ese será un requerimiento y una carta de acceso para vivir en una sociedad que cambia tan deprisa como ésta. 

¿Podría existir un mundo donde haya que pagar por muchas menos cosas de las que se cobran ahora porque todo lo que pueda ser convertido en un bien público no competitivo (como los periódicos, los medicamentos, la educación, la música) sea convertido? ¿Y donde esté prohibido que el Capital se inserte allá donde no produce valor?

Un mundo donde experimentar, jugar y expresarnos artísticamente no sean un pasatiempo, sino una obligación de la vida cotidiana, igual que ducharse y estirar las articulaciones

Un mundo de libertad para ser, lejos de la obligación de sufrir para existir. 

Keynes que, en su esplendor, vio venir esto que está ocurriendo hace 100 años y anticipó que ocurriría precisamente en esta década, proponía lo siguiente: 

“Así, hemos evolucionado —con todos nuestros impulsos e instintos más profundos—con el propósito de resolver el problema económico. Si se resuelve el problema económico, la humanidad se verá privada de su propósito tradicional.

¿Será esto un beneficio? Si se cree en los valores reales de la vida, al menos se abre la posibilidad de beneficio. Sin embargo, pienso con temor en el reajuste de los hábitos e instintos del hombre común, inculcados en él durante incontables generaciones, que se le podría pedir que abandone en unas pocas décadas.

Los esforzados y decididos creadores de dinero podrían arrastrarnos a todos hacia la opulencia económica. Pero serán aquellos pueblos que logren mantener viva, y cultivar con mayor perfección, el arte de la vida misma, y no se vendan por los medios de vida, quienes serán capaces de disfrutar de la abundancia cuando llegue“.

Cultivemos el arte de la vida misma. We are hope [Somos la esperanza].

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