No está bien empezar una pieza espantando lectores, pero Pedro Bravo avisa, tanto sobre su libro como sobre esta entrevista: decepcionarán a quienes busquen soluciones. En cambio, quien necesite palabras para nombrar muchos de sus propios malestares y de los que detecta su alrededor, hará bien en asomarse a ¡Silencio! Manifiesto contra el ruido, la inquietud y la prisa (En Debate).
¡Silencio! es un recorrido a través de todos esos males contemporáneos que, precisamente porque ya lo impregnan todo, resultan invisibles –o, perdón por el sesgo visual, inaudibles en medio del estruendo–. Y es que el texto se aprovecha del concepto que le da título y de su opuesto (el ruido) para señalar en muchas direcciones, incluidas las más literales: este pequeño ensayo comienza explicando cómo el ruido urbano se enmascara a sí mismo y nos enferma.
Con la misma perversidad con la que se comporta este ruido (procedente de los coches, de las fábricas y de cada proceso productivo), otros fenómenos similares e igual de indeseables (la prisa, la distracción o la autoexigencia) también terminan confundidos con nosotros mismos, con nuestras rutinas o con nuestros deseos. Solo mediante la atención, defiende Bravo, seremos capaces de detectarlos, aislarlos y resistirnos a ellos.
Así que la fórmula parece sencilla: atender para resistir y resistir para que empiecen a cambiar las cosas. Aquí está desarrollada de forma breve y directa, lejos de otros ensayos que necesitan cientos de páginas para arropar un único hallazgo de interés. En ¡Silencio! los capítulos son cortos, todos tienen la misma importancia y el final es casi abrupto. El autor –no podía ser de otro modo– se calla pronto, pero, eso sí, deja tras de sí decenas de referencias y un silencio fértil.
El formato de este libro es una media distancia muy manejable en unos tiempos sin apenas revistas para temas ambiciosos en los que, del otro lado, también abundan los ensayos que se alargan demasiado.
Mi libro queda un poco en el límite, no es largo, pero quizá no sea lo suficientemente corto, aunque aguanta bien este tamaño. Soy malo calculando palabras, pero debe de estar alrededor de 30.000. En la industria editorial como en la audiovisual, a veces se alargan los productos precisamente porque son productos y así resultan más rentables. Además, tenemos poco tiempo y hay mucho ruido, así que para que un ensayo aguante una lectura larga tiene que ser muy bueno, como Piketty, que además tiene un público cautivo. También cuentan las dificultades para escribirlo: quienes escribimos, en cuanto a precariedad, estamos tan mal como los riders de Glovo. Ojalá pudiéramos todos escribir libros largos, pero la mayoría lo tenemos que hacer robando horas a las cosas con las que realmente nos ganamos la vida.
Quienes escribimos, en cuanto a precariedad, estamos tan mal como los 'riders' de Glovo. Ojalá pudiéramos todos escribir libros largos, pero la mayoría lo tenemos que hacer robando horas a las cosas con las que realmente nos ganamos la vida
En la parte inicial hablas sobre el ruido como fenómeno físico (y social). Un peaje que pagamos sin pensar en él, pero sufriendo sus efectos nocivos. ¿Es quizá el efecto más inmediato de una forma de vida que proyecta el resto de externalidades negativas más lejos (contaminación, desigualdad…)?
El ruido físico es consecuencia de procesos industriales, causa o efecto de procesos económicos, y, en el fondo, todos esos procesos son siempre producto de la ciudad como modelo económico que conquista otros territorios. Desde las ciudades emitimos el imperialismo sonoro (un concepto de Murray Schafer) y el ruido se concentra en ellas. Sometemos a la apisonadora del estruendo urbano incluso a la naturaleza salvaje sobre la que pasan aviones, pero es en el propio espacio urbano donde más lo sufrimos. Ni siquiera nos damos cuenta porque es tan constante, permanente y alto que no lo percibimos, y es que el ruido se esconde en sí mismo para hacernos daño. Por ejemplo, el paso de los coches constante nos enferma. Hay gente que está tan acostumbrada al sonido de los coches que no puede dormir sin él y lo compara con la playa. Ya, pero ese es un contexto natural ante el que tu cuerpo reacciona con tranquilidad; en cambio, el ruido de los coches produce una alerta o un estrés innecesarios y tu sistema inmunológico se resiente. Se puede parecer al ruido de la playa, pero es justo lo contrario porque te enferma.
Todo ese ruido resulta de un sistema económico basado en el crecimiento que obliga a acelerar cada vez más. ¿Estamos no solo acelerando, sino devorándonos a nosotros mismos? Pisos en locales, ajustes cada vez mayores para márgenes más pequeños…
Hay un modelo que consiste en el aprovechamiento de lo que queda. Pero creo que existen varias capas en eso tan impersonal que llamamos modelo económico. Incluso empresas como Uber tienen varias capas de comportamiento. La primera es algo que suelo llamar 'capitalismo ficción': una traslación del relato a la economía. Esas empresas van de ronda de financiación en ronda de financiación sin demostrar nunca su rentabilidad. Además, muchas empresas de la presunta nueva economía tienen una facilidad pasmosa para saltarse descaradamente las legislaciones locales: Glovo incumple la Ley Rider, igual que Airbnb hace años no quiso entregar las cuentas al Ministerio de Hacienda. Y en el modelo económico también hay dos capas: un proceso de innovación y de aceleración muy tecnológico y mediado por los intereses de las empresas, no por los del bien común y un comportamiento mucho más líquido para rebañarlo todo (pequeños locales, los resquicios o las pequeñas lentitudes de la ley), porque el modelo es muy rápido y la burocracia legislativa, muy lenta.
Efectivamente, hay un modelo acelerado que tiene que ver con la economía de la atención, la inteligencia artificial, la gestión de los datos o la salud y luego está ese capitalismo que se extiende como un alienígena hasta cualquier rincón.
¿Hasta qué punto las redes sociales transmiten la idea de que no podemos parar nunca de construirnos? ¿Cómo detenernos cuando la sensación es la de que hay una competencia feroz por espacios y recursos cada vez más limitados?
Muchos estamos anhelando ese momento en que no necesitemos contarlo todo por redes sociales. Anhelamos ese momento en que no necesitemos hablar todo el rato de nosotros mismos para ganarnos mejor la vida. A partir de una reflexión de Eudald Espluga, explico que el hecho de que todos seamos unas pequeñas startups de nosotros mismos nos hace muy pesados. Yo mismo lo soy: tendré que compartir esta entrevista en cuanto la publiques y, seguramente, por dentro estaré pensando “qué pesado soy”. Y esto, aparte de ser tóxico y nocivo, es un puto coñazo.
El silencio siempre ha sido un lujo porque cuando el ruido se expande por las ciudades, los que manejan los medios de producción se aíslan en el campo o en grandes casas. Pues con la desconexión [digital] sucede lo mismo: cuántas veces hemos leído eso de que los hijos de los popes de Silicon Valley no utilizan aparatos hasta que son muy mayores. Eso solo se lo pueden permitir ellos porque aquí enseguida tenemos que darle el móvil al niño para poder trabajar.
El paso de los coches constante nos enferma. Hay gente que está tan acostumbrada al sonido de los coches que no puede dormir sin él y lo compara con la playa
Hasta qué punto los Bartleby o quienes renuncian pueden estar condenándose a arbitrariedades y dependencias peores. ¿Qué opinas de eso de que la clase obrera solo dispone de su fuerza de trabajo?
El fenómeno de la Gran Renuncia no solo tiene que ver con lo laboral, sino también con todo lo de alrededor, como la emergencia habitacional. Si trabajas en una cafetería y tienes que recorrer 80 kilómetros cada día, te vas a plantear dejarlo. Buena parte de la Gran Renuncia tiene que ver con esos procesos transversales y complejos. Eso sí, también hace falta preguntarse “qué trabajo”. Aquí pongo el ejemplo de Perfect Days, de Wim Wenders. Es una película que recoge un espíritu de resistencia y disidencia ante la presión. El protagonista está en lo más bajo de la escala social, porque limpia baños, pero trabaja como un artesano. En el libro escribo contra el trabajo como trampa y, sin embargo, podría desarrollar una mirada admirativa hacia este personaje. Cualquier trabajo que nos guste puede ser ese trabajo que nos hace mejores. Pero no sé qué bien nos hacen todos estos trabajos que son para ganarnos la vida o para crear marca personal. Creo que forman parte de la trampa general. De hecho, Richard Sennet lleva contando desde hace años que hay cada vez menos fidelidad a las empresas o a los trabajos; el proceso de la Gran Renuncia no es nuevo.
Sí, aparece también en Bullshit jobs de David Graeber: enviar e-mails todo el rato, en trabajos que no aportan nada ni a ti ni a la sociedad, como guarderías para adultos. Además, tampoco es que el sistema esté cumpliendo sus propias promesas…
Y por añadidura llega la inteligencia artificial para hacer trabajos, dentro de unos años, como el tuyo y como el mío. Entonces, todo este esfuerzo de las últimas décadas y siglos, ¿para qué? Ese orgullo personal de haber hecho el trabajo muy bien, ¿dónde queda? Ese trabajo tan importante, ¿dónde está? Y hay una tendencia muy generalizada a pensar en el homo como el homo faber, y yo no sé si es así: nuestra genética es de animal, aunque pensemos que no somos animales; estamos diseñados para cazar, para recolectar, y eso no es trabajar, eso es otra cosa, por eso nos salen dolores en las manos, etc. Yo no soy proselitista del homo faber, yo creo que nosotros también podemos vivir sin trabajar perfectamente, dedicados a la contemplación, a la conversación, a entender el entorno y a hacer otras cosas; lo que pasa es que, dicho esto, es absolutamente imposible. Yo digo esto, pero cuelgo y tengo que acompañar a mi hijo al médico y lo que tengo que hacer es trabajar.
Y este enfado se puede canalizar impugnándolo todo, o como esos gurús pintorescos que lo que piden es acelerar más, madrugar más y hacer flexiones… No sé si conoces este fenómeno y lo consideras preocupante.
En todos los streamers, sean del género que sean, hay un rasgo común: el rollo de salir de la zona de confort, de venderse a sí mismos a través del esfuerzo que hacen para su canal. Enseguida te enseñan su casa, su coche o esa cosa dorada que da YouTube por tener no sé cuántos seguidores. Transmiten un individualismo y una cultura del esfuerzo que no se han inventado ellos pero que están desarrollando. Y es que los youtubers de fitness hablan de fitness y de eso; los de tatuajes, de tatuajes y de eso; los de política, de política y de eso; es decir, todos hablan desde el individualismo y hacen proselitismo de la cultura del esfuerzo. Y siempre hablan desde su primer plano. Eso va a forjar un carácter y cierta incredulidad ante los datos que demuestran que el ascensor social está roto. Eso sí, ellos no son los responsables, esto es un proceso histórico. La realidad es que cada vez es más difícil ascender en la escala social y, sin embargo, toda esta cultura proyecta la impresión de que la gente está haciéndose rica sin parar.
Muchos estamos anhelando ese momento en que no necesitemos contarlo todo por redes sociales. Anhelamos ese momento en que no necesitemos hablar todo el rato de nosotros mismos para ganarnos mejor la vida
¿Qué trampa hay en esas proyecciones que hacemos sobre un pasado imaginado en el que todo era más fácil? ¿Hay algo que recuperar del pasado fordista? También estamos enfangados en una discusión permanente sobre cómo se vivía antes.
No, yo no soy nada nostálgico. He escrito un libro que con la excusa del silencio es un poco punki y antisistema, va contra todo. De hecho, todos los capítulos van contra algo y, al final, en el último capítulo, hago lo que no se espera de un escritor de ensayo, que es decir: “Yo no voy a aportar soluciones y no voy a decir ni lo que hay que hacer ni que debemos volver atrás”. No volvería ni a la época fordista, ni a la anterior a la revolución industrial. Lo que sugiero es que estemos más conectados con nosotros mismos y con el entorno. Y creo que el camino es el silencio como resistencia al ruido, a la velocidad, a la prisa y a la inquietud. No propongo que seamos lamas en un monasterio budista, sino que nos demos cuenta de que, yendo más despacio, también estamos más atentos a los otros y a lo otro.
Aquí cito a Simone Weil y a Amador Fernández Savater, que relacionan la atención con el amor. Si atender es poner el foco en algo o en alguien, pero también cuidar de algo o de alguien, existe una línea de ida y vuelta que conecta con el amor: atender es amar y amar es atender. Si estamos en la era del ruido, la inquietud y la prisa, estamos distraídos y, por lo tanto, no estamos atentos, así que tampoco estamos amándonos de verdad. Creo que eso no es tanto regresar a una posición o ir hacia otra, sino encontrar nuestro sitio. ¿Es revolucionario? No, aunque he escrito un libro político en el que, a diferencia de mucha gente de los movimientos sociales defiendo que es bueno atenderse a uno mismo para que el cambio termine yendo de lo individual a lo colectivo. Evidentemente, no estoy proponiendo soluciones a todos nuestros problemas, pero qué voy a proponer yo; cómo un señor que escribe en sus ratos libres un libro de 168 páginas va a dar soluciones concretas a la gente.
El silencio siempre ha sido un lujo porque cuando el ruido se expande por las ciudades, los que manejan los medios de producción se aíslan en el campo o en grandes casas. Pues con la desconexión [digital] sucede lo mismo
Defiendes que no pasa nada por ser pesimista. Durante los últimos años, dentro del ecologismo, se está debatiendo sobre si es mejor comunicar la gravedad y la inminencia del colapso medioambiental u ofrecer perspectivas más esperanzadoras. ¿Cómo te posicionas?
Vemos el colapso como si fuera un evento, cuando es un proceso, y no me atrevería a decir que no esté sucediendo ya: un colapso no solo climático sino también económico. Llevamos más de la mitad de nuestras vidas hablando de esto, con la sensación de que el futuro es imposible. Lo que sostengo es que en estas circunstancias el optimismo es un imperativo del modelo y del sistema. Así que las argumentaciones de Emilio Santiago y otros ecologistas o de quien, en una reunión, llama cenizos a quien dice las cosas como son, responden a dos fenómenos: nuestro cerebro funciona convirtiendo la vida en relatos que acaban bien. Los relatos a los que estamos acostumbrados, incluso los sueños, nos enseñan que alguien vendrá a salvarnos. Y el otro: decir que somos capaces de arreglarlo tiene que ver con nuestro antropocentrismo narcisista.
La sociedad piensa que hemos venido a ser los más listos del planeta, a esclavizar al resto de seres, a cargárnoslos y, además, decimos que a última hora seremos capaces de salvarlo. Suena demasiado a guion, cuando la vida es una sucesión de casualidades. El optimismo solo obliga a acelerar. Y sostengo, como sostiene Lynn Margulis, que si el final de todo individuo es morir, cuanto más rápido vayas, antes llega ese fin. Lo que se decía en la época del punk (“deja un cadáver bonito”) nos cuadra bastante como especie. Llevamos en el planeta una cantidad de tiempo minúscula y ya pensamos que estamos en un proceso de extinción. Pero, por fuerte que suene… ¿y qué? ¿Cuál es el problema si desaparecemos como especie? Si la mayor parte de las especies, no solo las que nos hemos cargado nosotros, han ido desapareciendo. Si cada uno de nosotros vamos a morir. ¿Y qué? Ese optimismo en muchos casos es forzado para no alarmar, pero igual no nos merecemos salvarnos a nosotros mismos.