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La 'nueva' PAC, ni chicha ni limoná
A finales de junio, el Parlamento Europeo y los Estados miembros alcanzaron un acuerdo provisional sobre la 'nueva' Política Agrícola Común (PAC) que se aplicará a partir de 2023. Los ministros de Agricultura y Pesca de la Unión Europea lo ratificaron días después. La Eurocámara y el Consejo deberán aprobarlo formalmente después del verano, pero tras el acuerdo alcanzado ya se han empezado a definir los planes estratégicos de cada país, para adaptar la norma a la realidad del sector en cada territorio.
Aunque se anuncia como “la mayor reforma de la PAC desde los años 90”, lo cierto es que el resultado final es más continuista de lo que cabría esperar después de tres años de negociaciones. Su nuevo diseño no contiene las herramientas necesarias para alcanzar la sostenibilidad social, económica y medioambiental del sector y, a la vez, cumplir con los nuevos objetivos climáticos.
El proceso ha sido largo y complejo debido al contexto –la salida de Reino Unido de la UE, la gestión de la pandemia y la definición del nuevo marco financiero plurianual hasta 2027– y a las nuevas exigencias del Pacto Verde (2019), que no existía cuando la Comisión presentó su propuesta de reforma de la PAC en 2018. Quizá esto explique el 'pecado original'de dicha reforma: el hecho de que sus líneas maestras hayan tenido que adaptarse, sobre la marcha, a nuevas prioridades políticas para las que no había sido diseñada.
Tenemos serias dudas de que el compromiso medioambiental se lleve a cabo de forma efectiva. Esta PAC tenía un reto esencial: apoyar a los agricultores como agentes de la lucha contra la crisis ecológica. Sin embargo, podrían terminar siendo víctimas de esa lucha si, por ejemplo, las prácticas 'premiadas' no están homogeneizadas en toda la UE (dando lugar a un dumping verde) o solo están al alcance de los grandes productores, con recursos para digitalizar sus sistemas o implementar una agricultura de precisión.
Esa pendiente resbaladiza, unida a las dificultades tradicionales del sector (precios bajos, falta de relevo generacional, falta de servicios en el medio rural), nos arrastra a la intensificación de los modelos productivos, con el consecuente impacto de la agricultura industrial en el medio ambiente, la desaparición de miles de pequeñas explotaciones, la degradación de la calidad de los alimentos, el acaparamiento de la tierra, la precarización y la degradación de los derechos de los trabajadores rurales. Es decir, una menor seguridad y soberanía alimentaria en Europa.
Pese a ello, confiamos en que el plan estratégico español 'baje a tierra' el reglamento de la PAC siendo más exigente en las demandas de justicia en el reparto, los objetivos verdes y la condicionalidad social y laboral de los fondos. El plan ya está siendo definido por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación y por las Comunidades Autónomas. Cabe recordar que, en el caso de España, los fondos se han reducido un 10% respecto a la última PAC: nuestro país recibirá casi 48.000 millones de euros hasta 2027 (la cifra es similar a la del periodo anterior, pero no tiene en cuenta el efecto de la inflación).
Verde y justa, a medias
Durante la negociación, desde la izquierda europea hemos defendido una PAC más justa, más verde y más exigente social y laboralmente. Para empezar, reclamábamos un capping o pago máximo de 60.000 euros, puesto que solo el 2% de las explotaciones de la UE reciben más de esa cantidad (de hecho, las fincas con una dimensión económica inferior a 8.000 euros son casi el 70% del total). En el acuerdo final, este tope ha quedado fijado en 100.000 euros (excluyendo los costes salariales) y su aplicación será voluntaria. Cada Estado decidirá si lo aplica o no; España sí lo hará.
También se ha aprobado un pago redistributivo mínimo del 10% de los pagos directos. Es decir, un pago 'adicional' por las primeras hectáreas, puesto que la mayoría de las explotaciones europeas tienen menos de 30 hectáreas. Nuestro grupo exigía un porcentaje más alto para que el reparto favoreciese más a los pequeños productores, y confiamos en que el plan español fije también un objetivo más ambicioso. Sin embargo, el acuerdo establece que los Estados podrán 'librarse' de esta obligación si su plan nacional demuestra que cubre las necesidades de redistribución mediante otros instrumentos del Primer Pilar.
Varias cuestiones de justicia económica han quedado sin resolver, como la paridad de los ingresos de los agricultores respecto al conjunto de la renta de la población. Los precios que reciben los productores son cada vez más bajos debido a la desregulación de los mercados y al dominio de los operadores más fuertes de la industria. Sin embargo, la prohibición de la venta a pérdidas –un instrumento clave para evitar la destrucción de valor en la cadena alimentaria que ya existe en algunas legislaciones nacionales– no ha sido incluida en el Reglamento de la Organización Común de los Mercados (OCM).
Otra cuestión fundamental es el impacto de la política comercial de la UE y de los acuerdos de libre comercio en los precios del sector y en la entrada de productos que no cumplen la normativa europea, pero tampoco se ha incluido la obligación de que las importaciones respeten los mismos requisitos (por ejemplo, sobre el uso de plaguicidas). Por un lado, el problema de los precios no se resuelve con las ayudas directas: hacen falta políticas públicas de mayor alcance para controlar la producción y estabilizar el mercado. Y por otro, la política comercial europea choca de frente con los objetivos de la PAC y del Pacto Verde.
El pilar medioambiental del acuerdo, como ya he señalado, puede ser un arma de doble filo. La anterior PAC ya contemplaba un pago directo ecológico (greening) que suponía el 30% de las ayudas directas y que, como ha reconocido el Tribunal de Cuentas Europeo, ha tenido un impacto muy limitado en la lucha contra el cambio climático. El nuevo diseño ha reforzado este objetivo mediante la figura de los 'ecoesquemas’, que recompensarán la puesta en marcha, de forma voluntaria y más allá de las obligaciones mínimas, de una serie de prácticas beneficiosas para el medioambiente. El Parlamento pidió dedicar el 30% de los pagos directos a esta partida, pero el acuerdo final los fija en el 25% del presupuesto anual de cada Estado.
Más allá del cuánto, nos preocupa el cómo. Primero, se establece un 'periodo de aprendizaje' de dos años (de 2023 a 2025) durante el cual el porcentaje obligatorio será del 20%, algo que parece comprensible para facilitar la adaptación, pero que no será obligatorio compensar en los años posteriores. Además, los Estados miembros pueden conseguir 'descuentos' (rebates) en el objetivo del 25 % si invierten más del 30 % del Segundo Pilar (el FEADER y otros fondos para el desarrollo rural) en medidas agroambientales y de lucha contra el cambio climático.
¿Qué se incluye en los ecoesquemas? Prácticas como el pastoreo extensivo, la rotación de cultivos mejorantes o el mantenimiento de la cobertura vegetal viva en los cultivos. Pero también actividades como la agricultura de precisión, que requiere una inversión que solo podrán afrontar las grandes empresas agroindustriales, obteniendo una financiación adicional aunque sigan usando otras prácticas contaminantes o insostenibles. También se han incluido cuestiones fundamentales pero no estrictamente medioambientales, como el gasto en bienestar animal.
En resumen, la flexibilidad que permite la definición y la aplicación de este instrumento debilita su potencial y su efectividad. Por último, el Reglamento sobre los Planes Estratégicos nacionales no recoge la obligación de que dichos planes se ajusten a los objetivos del Pacto Verde y sus estrategias (De la Granja a la Mesa y de la Biodiversidad). Esta cuestión ha quedado recogida en los 'considerandos' y no en el articulado del Reglamento, por lo que no será obligatoria.
Exigencias sociales
Finalmente, es positivo, aunque muy sorprendente, que la condicionalidad social y laboral se haya incluido por primera vez en la PAC. Es decir, que los beneficiarios no podrán recibir las ayudas si no cumplen la legislación que ya exista en su país a este respecto. Esta exigencia, que parece obvia, ni siquiera será obligatoria hasta el 1 de enero de 2025. Otra cuestión clave es la del relevo generacional en el campo: el nuevo diseño aumenta las ayudas a los menores de 40 años, dedicando al menos un 3% de los pagos directos a este objetivo (mediante ayudas a la primera instalación, por ejemplo). Desde la izquierda europea pedimos más fondos (entre el 6 y el 8%), pero somos conscientes de que el verdadero problema es la falta de atractivo del sector, debido a la ausencia de auténticas estrategias de desarrollo rural y a la situación de los precios, cuestiones que esperamos que se aborden en el plan estratégico español.
Por otra parte, también se incluye por primera vez la igualdad de género como objetivo específico de la PAC. Las mujeres reciben menos ayudas directas porque el tamaño de sus explotaciones también es menor (en España, por ejemplo, la media para ellos es de 24 hectáreas frente a las 16 de las mujeres). Junto a los problemas para acceder a la propiedad –y a los prejuicios que aún dificultan su acceso a financiación, asesoramiento, equipamiento y formación–, las mujeres tienen también menos oportunidades para asumir el papel de titulares de las explotaciones o empresas agroalimentarias. Los planes estratégicos nacionales deberán aplicar medidas para facilitar su incorporación y permanencia en la actividad agraria. Disminuir la brecha de género no solo reporta 'beneficios' en términos de igualdad numérica o económica, sino que ayuda a fijar población al territorio y reconoce e incorpora tanto los conocimientos como las necesidades específicas de las mujeres en las comunidades rurales.
En definitiva, como he señalado en varias ocasiones, si esta PAC fija una serie de mínimos que, a nuestro entender, resultan insuficientes, está en manos de los Estados apuntar más alto teniendo en cuenta la realidad de sus territorios, sectores, necesidades y recursos.
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