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¿Deben los no vacunados asumir el gasto sanitario si enferman?

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No se hará (de momento) pero cada vez se palpa más no tanto la posibilidad inmediata pero sí al menos el deseo de algunos de (al menos) estudiar (o dejar caer la posibilidad) de que se cobren los servicios sanitarios que se presten a los ciudadanos que decidan no vacunarse en caso de que se contagien y necesiten atención médica. Lo siguiente podría ser no ya cobrarles por los servicios sanitarios que han recibido gracias a los impuestos de todos, incluidos los suyos sino directamente no atenderlos. Torres más altas han caído. 

Vaya por delante mi perplejidad ante la negativa de no pocos ciudadanos españoles y de muchos de otras partes del mundo a recibir la vacuna contra la COVID-19, especialmente cuando trabajan en hospitales, ambulatorios o residencias de mayores. Entiendo el profundo enfado que está provocando en nuestras sociedades tanto la limitación de ciertos derechos individuales que se lleva produciendo desde hace demasiado tiempo como los errores cometidos por nuestros gobernantes. Entiendo que haya gente que se rebele cuando algunos de sus derechos se vulneran o se restringen, especialmente cuando algunas de las limitaciones no han estado suficientemente justificadas o cuando nuestros políticos no han mostrado el suficiente rigor jurídico para ponerlas en marcha.

Yo mismo participo de ese hartazgo tras año y medio de una pandemia que ha provocado miles de muertos, directos e indirectos, dado que a los fallecidos por la COVID-19 hay que sumar los que han fallecido como consecuencia de otras enfermedades agravadas por la saturación de los servicios sanitarios, por no decir los que han sufrido secuelas físicas y psicológicas tras meses de limitación de movimientos y estrés mediático. Sin embargo, me cuesta ver la negativa a recibir la vacuna como un derecho individual y, desde luego, mucho menos inalienable o, al menos, por el que merezca la pena indignarse y movilizarse, seguramente porque no le vea beneficio alguno, más allá de la cabezonería de algunos. Al fin y al cabo, la invención de las vacunas es uno de los mayores avances de la humanidad y, la de la COVID-19, en concreto, la que está permitiendo no ya que vayamos recuperando nuestras libertades sino salvar millones de vidas. Más importante y perentorio me parece reivindicar que las vacunas lleguen a todos los que las necesiten y a todas las partes del mundo, incluidos los países subdesarrollados o a aquellos que no tienen recursos suficientes para hacerse con ellas.

Sin embargo, una cosa es reivindicar y valorar la vacunación como se merece y otra plantear o dejar caer o comenzar a abrir el debate sobre la conveniencia o no de que se cobren los servicios sanitarios a los ciudadanos que decidan no vacunarse, con el argumento de que su negligencia nos afecta a todos (y, en primer lugar, a ellos). Es el tipo de pregunta que ha estado en el ambiente en los últimos tiempos, incluso desde antes de la pandemia, y va abriéndose paso en una época caracterizada por el puritanismo, el culto a la salud (física, claro) y el control social. Se comienza preguntando si deben cobrarse los servicios sanitarios a los no vacunados que se atiendan en los hospitales públicos y se termina por abrir el debate sobre si atenderlos o no, dado que ellos se lo han buscado. Lo siguiente podría ser cuestionar si a los ciudadanos que no lleven a cabo prácticas saludables e ignoren las recomendaciones médicas (como los obesos o hipertensos cuando sean responsables de su dolencia y, por supuesto, los fumadores) se les debe cobrar los servicios prestados o, yendo más allá, si deben ser siquiera atendidos (o atendidos en último lugar). Y a los arriba señalados podrán sumarse, llegado el caso, los drogodependientes, los ludópatas o los alcohólicos, por no haber cuidado su salud como debían. Todos ellos gentes de mal vivir, débiles, viciosos o perezosos, malos ejemplos para nuestros jóvenes y, finalmente, apestados sociales. Esa gente que, pudiendo llevar una vida saludable, optó por caer en vicios insanos perfectamente prescindibles que debemos pagar los restantes ciudadanos con nuestros impuestos. Sé que exagero pero, una vez se empieza, no se sabe dónde se acaba.

En fin, vivimos tiempos de puritanismo, culto a la salud y vigilancia social. Se prefiere obligar o prohibir antes que convencer o educar. Se empieza preguntando si hay que cobrar la atención médica a un no vacunado y se puede terminar cobrando o no atendiendo a quien no lleve una “vida saludable”. No demos por hecho que estas cosas no pasarán, puesto que hay quien ya quiere que pasen. Esta deriva no llevaría a otra cosa que a la ruptura de la comunidad política. Muchos preferirán no financiar lo de todos y, los que puedan, pagarse de su bolsillo su propio estilo de vida y, de paso, sin tener que dar explicaciones. Otros vivirán en los márgenes de la sociedad. O sea, más individualismo y menos comunidad y, por lo tanto, a la larga, menos redistribución y protección social.

No se hará (de momento) pero cada vez se palpa más no tanto la posibilidad inmediata pero sí al menos el deseo de algunos de (al menos) estudiar (o dejar caer la posibilidad) de que se cobren los servicios sanitarios que se presten a los ciudadanos que decidan no vacunarse en caso de que se contagien y necesiten atención médica. Lo siguiente podría ser no ya cobrarles por los servicios sanitarios que han recibido gracias a los impuestos de todos, incluidos los suyos sino directamente no atenderlos. Torres más altas han caído. 

Vaya por delante mi perplejidad ante la negativa de no pocos ciudadanos españoles y de muchos de otras partes del mundo a recibir la vacuna contra la COVID-19, especialmente cuando trabajan en hospitales, ambulatorios o residencias de mayores. Entiendo el profundo enfado que está provocando en nuestras sociedades tanto la limitación de ciertos derechos individuales que se lleva produciendo desde hace demasiado tiempo como los errores cometidos por nuestros gobernantes. Entiendo que haya gente que se rebele cuando algunos de sus derechos se vulneran o se restringen, especialmente cuando algunas de las limitaciones no han estado suficientemente justificadas o cuando nuestros políticos no han mostrado el suficiente rigor jurídico para ponerlas en marcha.