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La matria vacía
La ministra de Trabajo no ha hecho todo mal. Es más, algunas de las políticas implementadas desde su Ministerio van en la buena dirección. Desde El Jacobino, organización de izquierdas y proyecto comunicativo que codirijo, de una forma claramente alejada del sectarismo que parece que nubla y turba las miradas hasta el punto de estrangular cualquier matiz, hemos criticado la tibieza de determinadas medidas, siempre a medio camino entre lo correcto y lo condescendiente con el poder económico. No en vano, ahí siguen incólumes las políticas laborales más agresivas contra los trabajadores, implantadas durante años con efectos destructivos para los derechos y los salarios. Pero tampoco nos han dolido prendas a la hora de significar avances, por muy timoratos que éstos fueran.
Sea como fuere, en el ámbito de las políticas laborales, podríamos discrepar con la ministra en el grado, en la tibieza o en la pasividad a la hora de caminar por la buena senda. Pero cuando se recurre a una jerga ininteligible para llenar de la nada más absoluta la habitación, ahí las posibilidades de encuentro se reducen hasta disiparse. Algunos siempre flaquean con las mismas debilidades. ¿Qué necesidad hay de conferir al lenguaje, o más bien a su hortera retorcimiento, una potencialidad transformadora de la que carece? ¿Por qué hacerlo hasta rozar el ridículo, opacando incluso las obras que uno hace en la buena dirección, por mucho que éstas sean insuficientes?
Detrás de la apelación a la matria, como sustituto de la patria, vuelve a parecer un cutre exhibicionismo formalista que resuena hueco, aquí y en cualquier parte. Sólo alimenta el ruido en la superficie, pero está lejos de servir a nada más que a la propia deslegitimación. Rezuma, además, tal vez involuntariamente pero no por ello de forma menos lesiva, una suerte de reproducción de los parámetros misóginos que siempre caracterizaron a la reacción. En el empecinamiento con los cuidados, en el cambalache de permanente confusión entre sexo y género, se hace el ridículo de sugerir algo así como la predisposición natural de las mujeres hacia una suerte de comportamiento propio de seres de luz, en una perpetuación delirante de los peores estereotipos de género. La relación de ese pretendido carácter secular de las mujeres con la necesidad de cuidar a los territorios para evitar la ruptura nacional solo puede responder a un injustificable mejunje ideológico, en el que el cacao teórico converge con la incapacidad de diagnosticar problemas con claridad y acertar mínimamente con las soluciones. ¿Acaso la matria de Thatcher fue preferible para los mineros británicos que la patria de Attlee?
La matria que algunos proponen es, en el mejor de los casos, la nada con sifón, otra secuela de un nominalismo hueco, ejercicio estéril de estridencia simbólica y formal que servirá para las chanzas de la derecha y para solidificar las posiciones inmovilistas respecto a las diferencias de origen y a las desigualdades crecientes en un contexto de agresiva globalización financiera. En ese contexto, la ministra debería saber que la erosión de los Estados es una irresponsabilidad. No necesitamos cuidados para atender un problema de ciudadanía y de sus tangibles amenazas identitarias. En la matria de la ministra, de hecho lo que parece querer cuidarse con especial mimo son las desigualdades aparejadas al sempiterno hecho diferencial identitario. Y eso es lo que no puede explicarse, menos aún con una engolada jerga críptica, que oscila entre lo ridículo y lo ininteligible.
¿Acaso la matria de Thatcher fue preferible para los mineros británicos que la patria de Attlee?
Cabría tal vez pedir un poco de rigor en un momento de deterioro tan pronunciado de las condiciones materiales de los trabajadores. Hemos asistido a fusiones bancarias más que discutibles, con su reguero de despidos y nuevos desempleados. Los ERTEs que se celebraban como quintaesencia de un éxito legislativo apabullante - no como parche a un desastre social inequívoco, no exento de mala tramitación y abusos empresariales - ahora son EREs. La factura de la luz no para de crecer, y es el Estado el que asume la carga de los abusos de un oligopolio energético inaceptable, y ello con una deuda púbica disparada. De los fondos europeos, aún sabemos poco, aunque intuimos lo peor: ajustes a través de recortes, puesta en tela de juicio de nuestro sistema público de pensiones, y solución fácil conjugando peajes, tasas y subida de impuestos indirectos. De la reforma fiscal progresiva, seguimos atascados en la declaración de intenciones y poco más. En materia de vivienda, los precios del alquiler siguen disparados y las políticas especulativas de fondos buitre y entidades bancarias, con sus manifestaciones más lacerantes en la forma de lanzamientos que afectan a familias de especial vulnerabilidad incluso con menores, lejos de remitir acontecen cada semana, ante la pasividad gubernamental. La transfiguración retórica no es más que un calmante ilusorio, cuyos efectos efímeros dejan paso a una infinidad de frustraciones en una comunidad política donde crecen las desigualdades y la pobreza. Recordemos una lección básica del mejor republicanismo: en condiciones de explotación y dominación, no hay libertad, digan lo que digan los voceros de la propaganda liberal.
Si lo que el juego de palabras de la ministra quería maquillar es el problema territorial secularmente enconado en España, la resolución ridícula por el atajo de la pomposa nadería tampoco tendrá efecto alguno rescatable. Tras el ruido, vendrá el silencio paralizante ante un problema que degenera a pasos agigantados. O la aquiescencia frente a las políticas que avivan las causas del desastre. Las asimetrías territoriales siguen ahí, en forma de privilegios y desigualdades. Los más despistados del lugar, voluntariamente a por uvas demasiado tiempo, - muchos de los cuales no precisamente lejos de la ministra en términos políticos - han descubierto los problemas de la desconexión de los potentados, de la secesión de los ricos, gracias a Ayuso. Claro que no puede ser más inconsistente la caída del caballo. Y es que el señalamiento de Madrid como aspiradora de recursos no puede deslindarse de su inserción como motor económico dentro de las cadenas globales del capitalismo – tensiones que el geógrafo francés Christophe Guilluy ha analizado con rigor – frente a una periferia que se descuelga, pero tampoco puede abstraerse del peculiar diseño territorial español. Y ahí la izquierda oficial no quiere oír hablar de que el Madrid que se descuelga por la vía de los hechos, a través de un sinfín de políticas insolidarias de dumping y competencia fiscal, no es una quimérica representación de la inexistente España carpetovetónica y centralizada, sino la región que algunos van amoldando, cada vez con mayor éxito, a modo de Distrito Federal. Un Madrid que se escinde por la vía de los hechos, pero no en solitario. Porque por la vía de derecho, con su corolario fático insolidario, se deslindan igualmente País Vasco y Navarra, regiones en la cabecera de las más ricas del país, que cuentan con un estatuto de bilateralidad y privilegio fiscal que quiebra toda redistribución dentro del Estado. O Cataluña, con una tensión que oscila entre la ruptura secesionista y el chantaje del pacto fiscal. Para analizar las asimetrías de un Estado agrietado, para exhibir una voluntad real de coser el roto de las desigualdades territoriales que son también materiales y de clase, habría que procurar que la cursilada hueca dejara paso a la valentía conceptual, al reconocimiento de las propias miserias.
De la matria asimétrica y casi confederal, en la que los más ricos presionan y tensionan una cuerda a punto de romperse, no dijo demasiado la ministra. Tampoco, por cierto, del corolario práctico de injusticias sociales en que se traduce un Estado en cauce de retirada, centrifugado por las unidades territoriales que lo conforman y debilitan, así como por la pérdida de soberanía en el plano supranacional. Una jerga ridícula e imposible de ser tomada en serio no servirá para cabalgar contradicciones que tal vez se hayan vuelto ya irresolubles, de no cambiarse algo más que el decorado de un edificio que se derrumba. Aunque, en honor a la verdad, estimo harto complicado que sean capaces de evitar que se derrumbe el agrietado edificio territorial, aquellos mismos que llevan tanto tiempo aporreando contra sus paredes con el martillo de la desigualdad.
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