Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Spielberg no tiene razón
En la reciente ceremonia de los Oscar, Roma, del cineasta mexicano Alfonso Cuarón, producida por Netflix, logró tres estatuillas: mejor director, mejor fotografía y mejor película de habla no inglesa. Y no ganó la cuarta, la correspondiente a la mejor película porque se impuso el lado más conservador de Hollywood.
El filme de Cuarón ya había ganado previamente el León de Oro del festival de Venecia, el Globo de Oro a la mejor película en lengua no inglesa, así como cuatro premios de la Academia Británica de las Artes Cinematográficas y de la Televisión (BAFTA), entre ellos mejor director y mejor película. Todos estos reconocimientos son síntomas de que algo está cambiando en la industria cinematográfica mundial.
Cuando en 2017, el festival de Cannes programó en su Sección Oficial dos títulos producidos por Netflix —Okja, de Bong Joon-ho, y The Mereyowitz Stories, de Noah Baumbach—, sin posterior estreno en salas, se levantó una polvareda que obligó al festival a estipular que en el futuro las películas a concurso tenían que ser estrenadas en salas de cine antes de pasar al Vídeo On Demand (VOD). Una decisión débil del festival. La industria exhibidora ganó la escaramuza, pero perdió la guerra. No está de más recordar que en aquel Cannes de 2017 se presentó también la instalación de realidad virtual Carne y Arena, de Alejandro González Iñarritu. Una obra cinematográfica, permítaseme la expresión, mucho más radical e innovadora, que trata de trasladar al espectador la experiencia de los migrantes mexicanos y centroamericanos al cruzar la frontera hacia Estados Unidos.
Como hemos visto, Netflix y HBO, las plataformas en streaming más potentes del mundo, se han convertido en unas poderosas empresas de producción de filmes y series de televisión, lanzándose al negocio de la producción de contenidos propios, más allá de la mera distribución de catálogos ajenos. A este negocio también se han sumado empresas de otros sectores como Amazon y Apple. Disney también ha anunciado el lanzamiento de su propio servicio de streaming. El filme de Cuarón prácticamente no se ha estrenado en salas de cine. En España, solo cinco salas decidieron proyectarla. En Euskadi, ninguna.
Steven Spielberg ha lanzado una campaña para que películas como Roma no puedan presentarse a los Oscar, y quiere proponer cambios que impidan a las plataformas de vídeo optar a los premios. En su opinión, una vez que una película se compromete con el formato de televisión, se convierte en una TV movie que, en todo caso, se debería presentar a los Emmy. Una mirada miope para un artista tan sobrado. Spielberg no está, sin embargo, solo en esta pelea. Otros cineastas le apoyan, como Cristopher Nolan o Pedro Almodóvar.
Negar que Roma es una película con todos los recursos del lenguaje cinematográfico (largos planos y secuencias, profundidad de campo, puesta en escena, iluminación, sonido como un efecto narrativo más…) es una gran torpeza. Esto no quiere decir que una película como Roma no pudiera disfrutarse mucho más en una sala de cine que en una pantalla de ordenador. No tanto por ser una experiencia de disfrute colectiva, sino por verla en una pantalla grande, que facilita el ensimismamiento y disfrutar de su color en blanco, negro y grises, en feliz expresión de Alain Tanner.
La industria ya se ha hecho a la idea que de las películas seguirán viéndose en salas, pero también en portátiles, tabletas, móviles o televisión, aceptando que las formas de consumo audiovisual cambian y que aparecen nuevas maneras de ver y disfrutar del cine. Vamos hacia un modelo de negocio de contenidos donde cohabitará el consumo de cine en streaming con su exhibición en salas. Se está dibujando un nuevo panorama cinematográfico. Y es a esto a lo que algunos poderes de la industria se resisten.
No es algo nuevo en la industria de cualquier sector que un canal de comercialización vea amenazado su futuro por la entrada de nuevos competidores y la ruptura o acortamiento de la cadena de distribución. Es lo que está ocurriendo ahora en el sector audiovisual. Cada filme necesitará su forma específica de distribución y exhibición. Parece claro que la venta de palomitas no era la solución a la crisis de espectadores en las salas convencionales. Habrá que buscar nuevas opciones relacionadas con la experiencia artística y vital del espectador, más allá de las gafas 3-D o del formato IMAX. Ver, por ejemplo, 2001: una odisea del espacio, la película de Kubrick, restaurada por Christopher Nolan, como recientemente hemos tenido oportunidad de hacerlo en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, es una experiencia que ninguna pantalla de televisión ni de ordenador logrará alcanzar.
Acabamos de ver La balada de Buster Scruggs - la última película de los hermanos Coen- en Netflix sin pasar antes por las salas de cine. Se ha estrenado también recientemente la serie La chica del tambor, basada en la novela de John Le Carré, de Park Chan-wook. Por cierto, bastante mejor que su precedente cinematográfico de 1984, dirigida por George Roy Hill. Estamos a la espera del estreno, también en Netflix, de The Irishman de Scorsese, protagonizada nada menos que por Al Pacino, Robert De Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel y Anna Paquin, con guion de Steven Zaillian. Pronto se va a estrenar la temporada 2 de Gigantes de Enrique Urbizu en Movistar+. No me cabe duda de que todas ellas son puro cine. Quienes haya visto las secuencias del parto o de la playa de Roma, no podrán negar que la película de Cuarón bebe del cine clásico más esencial. Vamos, que si Murnau (1888-1931) pudiera, se habría levantado y aplaudido.
Aunque en todos estos casos estamos hablando de cineastas de prestigio, también el concepto de autor entendido a la antigua usanza está transformándose. Los directores también han visto amenazada su situación de privilegio con la aparición del boom de las series de televisión. Los nuevos autores son los creadores de la plantilla estilística de las series, los denominados showrunners: personajes como Aaron Sorkin (El ala oeste de la Casa Blanca), David Simon (The Wire) o David Benioff y D.B. Weiss (Juego de tronos). Ya no importa quién dirija el episodio, sino quién garantiza la coherencia estilística de la historia. El director ha dejado de ser la estrella. En este contexto, también la crítica busca su lugar. Basta recordar lo que han tardado las revistas de cine en incorporar en sus páginas críticas de series de televisión.
El cine en streaming tiene otras muchas ventajas. Podemos ver películas de cine independiente que nunca se estrenarían en salas comerciales. Podemos acceder a otras más experimentales que no lograrían financiación de la industria tradicional. Algunas otras que, por su carácter minoritario, por ejemplo, procedentes de mercados extraños para la tradición occidental, no tienen cabida en el circuito comercial, inundado de blockbusters. Incluso facilita que en localidades donde las salas han desaparecido puedan verse los últimos éxitos. Lo que parece claro es que lo de estrenar en salas como única forma de ver una película es una cosa del pasado. Decir que la industria audiovisual se ha democratizado es, quizás, ir demasiado lejos. Convengamos en que se ha vuelto más plural.
*Juan Miguel Sans es experto en estrategia y economía
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