Extremadura ante los retos del presente y las incertidumbres del mañana
Que vivimos en un tiempo de transición, de cambio y rupturas es ya un lugar común y manido en el campo de las ciencias sociales actuales. Los conflictos se suceden, las crisis se solapan y los movimientos tectónicos de la geopolítica y la economía globales son cada vez más sistémicos. Generaciones como la mía, aún jóvenes, han sufrido en sus vidas recientes las consecuencias devastadoras de la crisis económica y financiera internacional, de una pandemia que ha paralizado el mundo y, ahora, de la primera invasión bélica en Europa desde la II Guerra Mundial, con la consiguiente inflación y coyuntura energética.
Crisis todas que manifiestan y exteriorizan problemas estructurales, de fondo, más que causas de los mismos: la pérdida de sentido humano como producto de su desubicación existencial tras el colapso de los grandes relatos y el deterioro de la cultura religiosa; la difuminación de la hegemonía occidental con el auge de otras potencias, sobre todo en Asia, con también otros paradigmas sociológicos; un sistema económico irracional tendente a la hiperconcentración y la primacía de los espurios intereses particulares y cortoplacistas sobre el bien común; el deterioro del medio ambiente y del clima con el calentamiento global y la sobreexplotación de los recursos; o las profundas mutaciones que, en apenas unas décadas, ha supuesto el uso masivo y sin límites de una cultura tecnológica y visual que menoscaba la capacidad reflexiva asociada al mundo del libro y la lectura, impidiendo la consolidación de una democracia real asentada en la participación y en la virtud ciudadana.
No, no son buenos tiempos para la lírica, si es que los ha habido antes. Estos, desde luego, parecen poco propicios para el optimismo, aun el de la voluntad que esgrimiera Gramsci. Hasta, en los últimos meses, vuelve a sobrevolar sobre nuestras cabezas la amenaza de la bomba atómica, de la destrucción total que parecía olvidada y que, recordemos, no sólo es un desafío real, sino también una fuente de incertidumbre existencial que viene a coronar todas las inseguridades, todas las inquietudes, de este maltrecho siglo XXI. ¿Hay espacio para la esperanza? Miguel Delibes de Castro siempre dice, desde su moderado pesimismo castellano, mesetario, que la hay y que la podemos buscar y encontrar mientras estemos vivos. Y como lo estamos, de momento, me gustaría hacer una serie de reflexiones “optimistas”, o al menos constructivas, sobre la posición y la situación de nuestra tierra extremeña ante tanta hecatombe, ante tanto reto y desasosiego.
En este Far West ibérico y periférico, alejado tanto de los grandes focos mediáticos como de los motores del turbocapitalismo contemporáneo, disponemos de un silencio único y de una perspectiva templada por la resignación histórica para poder pararnos, hablar y reflexionar sobre nuestro propio futuro como región. Pensar Extremadura se ha convertido últimamente en una necesidad impostergable para poder desplegar las vías e instrumentos de solución a sus problemas y desafíos. Pero pensar Extremadura no debe seguir los cauces onanistas y contemplativos de las teorizaciones abstractas y de las categorías platónicas, tan caras para cierto neorruralismo romanticón, sino las grietas de la “desnuda roca de lo político”, de la realidad de las necesidades perentorias y el fango de las disputas sobre sus resoluciones pragmáticas. Aunar la teoría y la práctica, anudar la teoría a la práctica y la práctica a la teoría, debe servirnos para armarnos con las herramientas óptimas para cabalgar sobre las crisis que se suceden y para conservar, puesto que este es el fin último, el futuro de una Extremadura insertada en una España diversa y en un mundo cada vez más complejo e interdependiente. Todos podemos contribuir a ello, con pequeños granos de arena, que bien precipitados y condensados por quienes gobiernan y por quienes tienen más responsabilidad que la de los simples escribidores, terminen solidificándose para servir con eficacia a los objetivos planteados.
Cuatro grandes retos
A mi humilde entender, cuatro serían los grandes retos a los que nos enfrentamos en la región: el demográfico, el económico, el climático y el territorial. Los cuatro están interrelacionados y son interdependientes, lo que no obsta a que puedan analizarse por separado.
Sobre el primero, ya he tenido antes ocasiones de reafirmarme en el convencimiento de que es el primer desafío, transversal, de nuestra tierra, y que solo puede ser afrontado desde una perspectiva integral que aúne una voluntad política consensuada y estable en el tiempo, más allá de los ciclos electorales, y unas políticas públicas decididas y ambiciosas. La reciente aprobación de la Ley de Reto Demográfico de Extremadura por parte de la Asamblea es una buena noticia en esa dirección, pero debe extenderse ese ímpetu legislativo, que a veces se queda en meras formulaciones retóricas, a las políticas públicas de todos los niveles administrativos. A diferencia de Castilla y León, Extremadura parte con la ventaja de un esfuerzo autonómico de décadas por no dejar abandonados a los pequeños municipios, aunque el mismo puede finalmente verse improductivo si no se frenan o revierten las tendencias demográficas de las que nos alertan los expertos. La bajísima natalidad, común a toda España, tiene un efecto más nocivo en Extremadura debido a la ausencia de inmigración y a la existencia, correlativa, de una emigración pertinaz. Quizá se echa en falta una mayor apuesta autonómica (y estatal, claro), por el fomento de la natalidad, en la línea de los países centroeuropeos. Acabar con la precariedad laboral y económica sería la mejor política al respecto, aunque no podemos olvidarnos que el problema no es únicamente material, sino de fondo: un cambio cultural, social y hasta religioso sistémico del que todavía algunos no parecen percatarse. De aquí que podamos convertir también a la región en una tierra referente para la acogida de migrantes y refugiados, y máxime cuando todas las perspectivas geopolíticas apuntan a un aumento considerable y drástico de los flujos de emigración global. No se nos puede olvidar que la historia de la Humanidad es también la de los grandes desplazamientos poblacionales, y que el cierre de las fronteras y los efluvios nacionalistas sobre hipotéticos “pueblos homogéneos” son males más recientes de lo que nos pensamos. Acoger y dar la bienvenida a quienes huyen de la catástrofe climática, de las guerras o la pobreza, o a quienes simplemente desean una vida mejor, no solo es un imperativo ético y moral, también es, para la languideciente Extremadura, un alivio demográfico.
En cuanto al reto económico, debemos partir de la constatación y asunción de que al sistema actual no le preocupan las regiones periféricas ni aquellas que no posean un alto grado de concentración. Los perdedores de la revolución industrial y de la globalización en el interior de Europa, los perdedores del Gran Trauma del salto económico de los sesenta en la España franquista, tenemos que ser conscientes de nuestra actual posición subalterna para el gran capital y la gran industria para, a partir de ahí, poder mejorarla y abandonarla progresivamente. No se trata, ni mucho menos, de vender la región al mejor postor o de convertirnos en una careta permanente de “business friendly”, sino de aprovechar el vacío de las oportunidades perdidas a fin de relanzarlas. Ya no estamos en la Extremadura de “Los Santos Inocentes”, en la que algunos parecen querer seguir encuadrándonos, y nuestra región ha avanzado cualitativa y significativamente en el campo de la educación, la formación o las infraestructuras como para recibir también grandes o medianos proyectos industriales. Dotarlos de seguridad jurídica, en un marco normativo respetuoso con el medio ambiente y las exigencias ecológicas y sociales, debe ser una prioridad de todas las administraciones y actores en juego. Seguir apostando aquí por la cualificación de la masa crítica extremeña debería también convertirse en un apoyo más decidido a la Universidad de Extremadura como verdadero motor de la región, por lo que aumentar y estabilizar su escuálida financiación podría ser el primer paso. Pero cuidado: no podemos, no debemos, permitir un segundo saqueo de la región, aunque se vista esta vez de verde. Que los beneficios de las nuevas industrias, de las nuevas cadenas de transformación, se queden ante todo y antes que nada en Extremadura y que beneficien a su ciudadanía, no a los cuatro de siempre de Madrid, Bilbao o Barcelona.
Impacto de las renovables
El reto económico se enlaza con el tercero, con el climático, puesto que si podemos tener una oportunidad ambiciosa para relanzar nuestro dinamismo como región, esa es la que viene constituida por la transición ecológica y el cambio de modelo productivo. Somos una Comunidad rica en recursos naturales y renovables, con suficientes horas de luz solar y ríos como para impulsar aún más la deseada transformación y descarbonificación de nuestras economías. Extremadura debe situarse en la vanguardia de este proceso, aprovechando los saltos de agua hoy abandonados, los embalses y las tierras yermas, pero también como un sumidero esencial, para España y Europa, de C02. Conservar nuestros espacios naturales y la dehesa es un mandato climático, y los mismos no deberían verse afectados por instalaciones dañinas, por muy loables objetivos que tengan. Zonificar bien el territorio, determinando cuáles son los espacios en los que el impacto de las nuevas fuentes de energía renovable sea menor o insignificante, es insoslayable.
Por último, el reto territorial nos afecta particularmente a Extremadura debido a la singularidad de una España persistentemente desvertebrada. El modelo “AVE”, de redes de alta velocidad que conectan las grandes ciudades como si fueran islas en medio de un mar de desolación demográfica, es la manifestación más plástica, más visual, de una dinámica histórica en nuestro país que ha tendido a pensar el territorio desde las grandes urbes y centros de decisión. La España rural, la España periférica, debe tener un tratamiento preferente en las políticas de cohesión territorial, desde el Estado central y las Comunidades Autónomas, si queremos cumplir con los principios de solidaridad que la Constitución proclama y que la realidad exige. Una reforma del sistema de financiación autonómica, que tenga más en cuenta la realidad de declive demográfico de determinados territorios o criterios de población ajustada, junto a un cambio de paradigma en el diseño de las infraestructuras de transportes y comunicación, son dos de las necesidades perentorias en este ámbito. Porque si hablamos continua y repetidamente de abandonar el coche, de potenciar el transporte público o de cambiar nuestras formas de desplazarnos, necesitamos a su vez que Extremadura esté bien vertebrada en su interior y en sus conexiones con otras regiones y partes de España y de Europa. Podemos impulsar la recuperación de la red convencional ferroviaria, hoy prácticamente abandonada, empezando por la otrora existente con Portugal y Castilla y León, y enlazar mejor también por tren nuestras cabeceras de comarca y medianas ciudades. Si durante décadas se ha dado prioridad absoluta en Extremadura a las carreteras y autovías, ha llegado la hora de retomar la idea decimonónica, pero tan actual, de conectarnos todos por un tren respetuoso con el medio y no dependiente de las inestables, y cada vez más costosas, energías contaminantes.
La transición ecológica es esencial en el cambio del modelo productivo, y este en el impulso del dinamismo económico de la región. Una renovada energía en el corazón de Extremadura es también el mejor acicate para insuflar de vida a nuestros pueblos y ciudades y para ser y sentirnos una parte más, conectada y cercana, del conjunto de España, de la península y de Europa. Los retos están entrelazados, son interdependientes, por lo que las estrategias para afrontarlos deben ser integrales, transversales y ambiciosas. No solo podemos aprovecharnos del optimismo de la voluntad, también de las soluciones e instrumentos que nos proporcionan la inteligencia, la reflexión y el debate. Hagámoslo.
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