Un paseo por el Madrid de las mujeres trabajadoras: de las chalanas de Plaza Mayor a las cigarreras de Lavapiés
Los barrios de Sol, La Latina y Lavapiés fueron el epicentro de la vida de la clase trabajadora madrileña del siglo XVII al XIX. En un mundo hecho a la imagen y semejanza de los hombres, las mujeres se hacían hueco poco a poco, consiguiendo colarse en los mercados, los talleres y los negocios. La Plaza Mayor, el Rastro, La Tabacalera y el río Manzanares fueron testigos de la incipiente revolución de las trabajadoras madrileñas.
Madres, esposas, viudas, pobres, jóvenes o forasteras, no importaba ni el origen, ni la edad, ni el estado civil: la cuestión era sobrevivir en una ciudad que crecía a pasos agigantados y en la que la esperanza de vida se situaba en los 35 años de edad. En una época de cambio social, de hambruna y de pobreza era necesario encontrar la forma de comer aunque fuese una sola vez al día. Las condiciones de vida eran nefastas para todo el pueblo, pero todavía lo eran más cuando no había posibilidad de llevarse ni un solo pedazo de pan a la boca.
El 8 de mayo de 1561, el Rey Felipe II tomó la decisión de establecer la corte de forma permanente en Madrid. De esta forma, la ciudad se convierte en capital. Para este momento, más del 80% de las madrileñas se dedicaban a servir y el resto formaban parte de la servidumbre o trabajaban de forma “no oficial” en talleres y gremios. A principios del siglo XVII, las mujeres comienzan a introducirse en el mundo laboral, del que habían sido vetadas tiempo atrás.
La vida en el mercado
La Plaza Mayor se convierte en el gran mercado de la capital de martes a sábado y las mujeres se vuelven las caras visibles de los puestos. Aunque existía una prohibición que complicaba todo, las menores de 40 años no podían trabajar en el mercado. Con una esperanza de vida tan baja, era difícil que una mujer llegase a regentar su propio negocio, por lo que solo unas pocas llegaban a hacerlo, en su mayoría viudas que necesitaban mantenerse de alguna forma tras la pérdida de sus maridos.
Paralelamente a esta prohibición, nace la figura de las chalanas o regatonas, mujeres que trabajaban en mercados ambulantes donde no se pagaban impuestos. Expertas en regatear y en vender cualquier cosa, esta figura comienza a hacerse cada vez más notable. Fuera del mercado, en los portales de la Plaza Mayor se instalan los grandes gremios, que por entonces eran los joyeros, los sastres y comerciantes de seda y telas, los merceros, los especieros y los drogueros. Y con ello se crea la figura del maestro, un puesto al que, una vez más, las mujeres no podían aspirar.
Aunque no como maestras, las hijas y esposas de maestros ayudaban de forma desinteresada en el negocio familiar, es decir, sin recibir ninguna remuneración. Las mujeres continúan siendo la sombra de los hombres, pero con la llegada de los borbones algo cambia. La nueva familia real trae desde Francia las últimas tendencias en ropa y complementos, y con ello, son muchas las francesas que deciden emprender en Madrid con negocios de alta costura dirigidos a la clase alta.
Los sastres ven peligrar sus negocios y se deciden a mandar a sus hijas a los talleres de costura de las francesas para que aprendan. En 1766 se produce el Motín de Esquilache, con la excusa de protestar por la prohibición del uso de sombreros redondos y capas largas, las clases populares salieron a las calles a manifestar su descontento por la especulación con el grano y el aumento de impuestos. Por primera vez, las mujeres que trabajaban en los mercados y las costureras se unen a la protesta. Sin éxito, vuelven a ser vetadas.
Más allá de la Plaza Mayor
En un momento en el que casi cualquier cosa servía como excusa para mandar a las mujeres a la cárcel, el miedo les frena. Al lado de la Plaza Mayor, donde ahora se ubica el Ministerio de Asuntos Exteriores, se encontraba una de las cárceles de mujeres de Madrid. Allí iban muchas inocentes y pocas criminales. Mendigar siendo menor de 25 años era motivo de cárcel, los abortos se consideraban infanticidios y el concubinato era una razón más que lógica para ir entre rejas.
Cuando se cruzaban los arcos de la Plaza Mayor, la vida de mercado se quedaba dentro. Al salir, nodrizas, peones y mano de obra, mucha mendicidad y mucha vida nocturna. Por estas calles había gente que venía de otras partes de España a buscarse la vida, como es el caso de las nodrizas, una figura esencial para toda familia noble. Estas mujeres, en su mayoría del norte del país, dejaban a sus hijos y se venían a la capital a amamantar a los hijos de la nobleza. Durante algo más de 18 meses disfrutaban de buenas ropas, comida, higiene y un techo, una oportunidad a la que no podían aspirar todas.
En la calle de la Cava Baja, se encontraban las posadas, donde todos los forasteros buscaban asilo. A partir de la medianoche colgaban pañuelos blancos de los balcones en señal de cama libre. En su mayoría, en casas de viudas que necesitaban buscar alguna forma de hacer dinero. A cambio de algunas monedas, lavaban, guisaban y daban un lugar donde dormir a hombres que no podían permitirse una habitación en una posada.
Más adelante, bajando por la Cava Baja, en las inmediaciones de La Latina, las madrileñas se vuelven expertas en trabajar la carne. La sangre corría por la calle después de la matanza y el surco que dejaba dio nombre a otro gran punto comercial de la capital, El Rastro. Las mujeres solo se tenían a ellas mismas y descubrieron que la mejor forma de hacer entender a la sociedad del siglo XVIII que merecían respeto eran los motines. Señaladas por todo lo que hacían, llegaron incluso a ser culpabilizadas de traer el cólera. El Motín de la Alcachofa sirvió de precedente para todo lo que vendría después. Con este acto revolucionario, las verduleras del Mercado de la Cebada consiguieron abaratar los precios de la verdura, pero aún quedaba mucho por hacer.
Ser mujer en el Madrid de la industrialización
Unidas en hermandades se cuidaban unas a otras. En un momento en el que el aborto era delito, las mujeres se reunían en la calle de la Ruda y en absoluto secreto ayudaban a abortar a aquellas que no podían hacerse cargo de un niño. Esta calle se consideraba una de las más asquerosas de Madrid, por el misterio que la envolvía y por el mal olor que desprendía la planta abortiva que le da nombre, la ruda.
Tener un hijo en el Madrid del siglo XVIII no era tarea fácil. Existía una mortalidad infantil del 80% y la mayoría no conseguían superar los siete años de edad. Muchos quedaban huérfanos por las enfermedades, la hambruna y las complicaciones durante el parto. Era entonces cuando se les destinaba a La Inclusa, donde mujeres que vivían en la calle hacían de nodrizas para los recién nacidos. Las bebés que conseguían salir adelante pasaban a hacer dulces durante su adolescencia en el Colegio de Las Niñas de la Paz y cuando ya eran adultas la industria de Lavapiés les esperaba.
En 1809, durante el reinado de José Bonaparte, abre La Tabacalera. El famoso centro cultural de Lavapiés fue antes el corazón de la revolución femenina madrileña. La industrialización había llegado y el mercado había pasado a otro plano. Durante 200 años esta fábrica de tabaco se convierte en el centro de trabajo de miles de mujeres que daban vida al barrio. Las condiciones eran pésimas y comienzan a protestar para mejorarlas. La primera victoria fue conseguir que un hombre les llevase agua hasta la fábrica. La segunda, una sala de lactancia para poder amamantar a sus hijos.
Se vuelven cabezas de familia y son ellas las que mantienen a sus maridos. Comienzan a meterse en política y consiguen mejores condiciones salariales. Muchas de ellas se hacen sindicalistas y por esa misma razón pierden su trabajo tras la Guerra Civil Española. Para terminar este paseo por la capital, una última figura que nace junto al río Manzanares: las lavanderas. El agua corriente no llega a Madrid hasta finales del siglo XIX, por lo que todo el mundo lava la ropa en el río. Las lavanderas se encargan de limpiar la ropa de familias pudientes por muy poco dinero. Estas casi 5.000 mujeres no tenían donde vivir, por lo que crearon un poblado de chabolas que terminó convirtiéndose en el barrio de Los Cármenes.
El nacimiento de los barrios madrileños, de profesiones nuevas y de grandes mejoras laborales se debe a la lucha de mujeres corrientes que querían una vida mejor. En la historia de Madrid existen grandes iconos femeninos que han luchado por mejorar la ciudad. Manuela Malasaña, Clara Campoamor o las Sinsombrero, son nombres que por fin suenan en la historia, pero detrás de ellas y de sus grandes logros también hay regatonas, carniceras, modistas, verduleras, cigarreras o lavanderas.
Esta es la historia de Madrid contada por mujeres. Beatriz Quirós, guía oficial del Ayuntamiento de la capital, es la encargada de narrarla en una de las visitas más originales y sorprendentes que hay ahora mismo en la ciudad. Cada rincón entre la Plaza Mayor y Lavapiés tiene algo de las mujeres trabajadoras del Madrid de los siglos XVII, XVIII y XIX. El motor de la economía urbana eran ellas y aunque este no sea el relato que aparece en los libros, tiene mucho más de realidad que de ficción.
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