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Cuarentena: todo el día intentando hacer normal lo inexplicable
Cuando vacías la lavadora siempre pasa igual, no encuentras el otro calcetín de topos y dejas el único superviviente a solas en la barandilla de la terraza por si aparece en esta o en la siguiente colada, no entiendes por qué si lavaste con agua fría tu camiseta de algodón orgánico ha perdido talla y media, tampoco por qué si no echaste lejía, los vaqueros siguen perdiendo color como si el líquido viscoso se hubiera esparcido por los bolsillos.
Hace más de dos semanas que estamos, en el mejor de los casos, encerrados en nuestras casas y nos sentimos como la ropa de una colada, estábamos en agua, fría o cálida, con jabón o suavizante, eso da igual, cuando de repente algo, alguien, un ser inanimado o no, le ha dado a centrifugar y nos ha sacudido sin tregua. De nuestra cabeza, de nuestro cuerpo se ha apoderado una fuerza centrífuga que va más deprisa, siempre por delante de nuestra capacidad de compresión, que nos ha separado del otro calcetín, nos ha encogido de momento talla y media, nos ha dejado blancos, porque yo no me imagino de otro color la incredulidad; y no entendemos por qué se nos ha llenado el cuerpo, las tripas de vacío, de ese vacío que produce lo inesperado, lo incomprensible y sobre todo de ese gran e inmenso hueco que produce la incertidumbre.
Nos ha costado arrancarnos a nosotros mismos de las calles, nos hemos aferrado al asfalto, a la acera, al parque, a sacar al perro, al tren, al metro, al café en el bar, a las clases de baile, de inglés…pese a las restricciones, los avisos, las multas…nos ha costado irnos desprendiendo de nuestros reductos cotidianos, de nuestras trincheras diarias, por eso seguimos echando a suertes quién baja a por el pan, quién tira la basura; porque esa losa cotidiana es lo único que nos hace creer, pensar que todo es normal, que aún no nos han colgado en el tendal, que aún no nos han puesto dos pinzas o una, porque todo es escaso en estos días en los que nadie ha previsto nada; dos pinzas, una o ninguna para tendernos a solas o en pequeños grupos de metro y medio de distancia, sin besos, sin abrazos, sin caricias, y soportar desde allí el sol, la lluvia…el viento que todo lo seca, aunque haga frío de marzo.
Estamos todos entre las cuerdas, insomnes en esta película de ciencia ficción, nos pasamos el día soplando pesadillas, midiendo temperaturas, aguantando la respiración diez segundos, tragando a ver si no duele, probando si todavía me sabe la comida que he comprado con guantes, chupando caramelos porque rasca la garganta o porque en esa última respiración hemos sentido agujas entre la tráquea y el pecho, repasando, como si fuera el último examen del último trimestre del curso, una y otra vez, los pliegues de los dedos, de las manos que lavamos con agua hirviendo. Y seguimos arrastrando a los chavales a las clases telemáticas para que no pierdan un curso que no sabes si ya está perdido, todo el día intentando hacer normal lo inexplicable, porque inexplicable es que tú metieras tus medias nuevas y perfectas en la secadora y hayan salido de allí llenas de agujeros. Incomprensible que busques entre los papeles del cajón de la cocina la garantía de la secadora, porque ya hace tiempo que esta situación no la cubre ningún seguro.
Y todo eso en el mejor de los casos, porque cuando te metes en la cama, cierras los ojos y te prometes a ti misma que mañana te levantarás un poco antes como si tuvieras que ducharte para ir a trabajar, cuando te juras que no esperarás al fin de semana para cambiar las sábanas, que irás a primera hora al super para cruzarte con el menor número posible de seres humanos... cierras o abres los ojos, entre el colchón y el techo de tu cuarto, para recordarte que tú todavía estás entre las cuerdas, suspendida en el vacío sí, pero ahí, donde otra gente estaba y ya no está, donde otra gente ha vuelto, donde otra gente no sabe si va a volver.
Estás, te tocas y sabes que estás, aunque solo sea porque te lo dicen tus manos que te palpan a ti misma para saber si eres tú, para saber si eres parte del elenco de actores de esta película de enemigos invisibles que no podemos ver, solo sentir cuando ya están dentro. Estás y tu mirada se levanta para darte cuenta de que la vida sigue, de que las plantas de tu terraza están más verdes que nunca, de que han salido más calas que otros años, de que tu gata es aún más sabia de lo que pensabas y hace tiempo que te intentaba enseñar a compartir el silencio. Te das cuenta de que el aire se ha tomado una revancha y ahora que solo puedes respirarlo desde el balcón, ese aire se puede casi hasta masticar y quitarte con él esas agujas que has sentido entre la tráquea y el pecho.
Escuchas, y te das cuenta de eso, de que escuchas, de que hacía mucho tiempo que solo oías, porque ahora inexplicablemente se oyen sonidos eternos, pájaros, lluvia, hojas que arrastran, persianas que recogen vidas, cortinas que abren sueños detrás de un cristal que se abre y cierra, según crece la esperanza o desesperanza a lo largo y ancho de las horas de un día que nunca nos había sabido tan largo y tan corto para los que están dando todo lo que no tienen, para los que este paréntesis obligado está siendo una larga e interminable sucesión de puntos seguidos.
Y miras el cielo, y los atardeceres con los que caía la tarde en Madrid hace al menos treinta años vuelven a ser naranjas y tienen hasta franjas difuminadas en blancos antes de que la noche salga a escena. Igual si esto sigue así volvamos a ver estrellas en Madrid.
Todo eso nos dice que nos van a descolgar de ese tendal, de esa caja de zapatos en la que se ha convertido nuestra casa, las cuatro esquinas de la cama de un hospital, tenemos que creer que nos van a quitar las pinzas que nos mantienen en el aire, que no nos permiten caer, pero que nos llenan el cuerpo de contracturas, de dolores reales o imaginarios, más reales que el dolor mismo.
Y volveremos a ser doblados, a oler a suavizante, a ropa limpia, volveremos a salir de casa planchados o arrugados, pero llenos de vida, volveremos porque no podemos creer que esa curva maldita no vaya a caer al fin, que no vaya a iniciar el ansiado descenso en el que las piernas ya no pueden sujetar al cuerpo, ese cuerpo que se desprende lleno de certeza, de cotidianeidad. Y ojalá que cuando volvamos a llenar esas calles que miramos ahora desde dentro, que llenamos de aplausos a las ocho, nuestra pisada sea diferente, tiene que ser distinta porque de no serlo volveremos a empezar y esa es una opción que no nos podemos permitir, ¿verdad?
Cuando vacías la lavadora siempre pasa igual, no encuentras el otro calcetín de topos y dejas el único superviviente a solas en la barandilla de la terraza por si aparece en esta o en la siguiente colada, no entiendes por qué si lavaste con agua fría tu camiseta de algodón orgánico ha perdido talla y media, tampoco por qué si no echaste lejía, los vaqueros siguen perdiendo color como si el líquido viscoso se hubiera esparcido por los bolsillos.
Hace más de dos semanas que estamos, en el mejor de los casos, encerrados en nuestras casas y nos sentimos como la ropa de una colada, estábamos en agua, fría o cálida, con jabón o suavizante, eso da igual, cuando de repente algo, alguien, un ser inanimado o no, le ha dado a centrifugar y nos ha sacudido sin tregua. De nuestra cabeza, de nuestro cuerpo se ha apoderado una fuerza centrífuga que va más deprisa, siempre por delante de nuestra capacidad de compresión, que nos ha separado del otro calcetín, nos ha encogido de momento talla y media, nos ha dejado blancos, porque yo no me imagino de otro color la incredulidad; y no entendemos por qué se nos ha llenado el cuerpo, las tripas de vacío, de ese vacío que produce lo inesperado, lo incomprensible y sobre todo de ese gran e inmenso hueco que produce la incertidumbre.