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En primera persona

La lucha por la supervivencia en Gaza: “Hemos cambiado de casa 15 veces y hemos llegado a comer pienso de animales”

Kayed Hammad observa lo que queda de su casa en Gaza, destruida el pasado mes de octubre.

Kayed Hammad

Gaza —

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Cada madrugada, cuando intento dormirme, pienso: “Un día menos de guerra”. Pero inmediatamente me invade un dolor interno que me dice: “No puedo más”. Cuando amanece, veo a mis hijos y a mi mujer Amal poniéndose en pie, dispuestos a hacer sus tareas diarias y pienso que no tengo derecho a hundirme. A pesar de los bombardeos, de las enfermedades que me rodean, de haber tenido que cambiar 15 veces de casa... Hay que seguir adelante.

Hay que avanzar por mis hijos, por Amal, por Omar, mi hijo mayor de 24 años –ingeniero electrónico y profesor en la universidad que falleció víctima de un bombardeo hace apenas un mes– y por todos mis vecinos. Llevamos muchos años viviendo en Gaza, encerrados, pasando muchas penurias, teniendo bombardeos constantes, pero nunca pensé que esta invasión iba a durar tanto tiempo.

En octubre destruyeron nuestra casa: tenía doce plantas y nosotros vivíamos en la última. Primero tiraron gas mostaza y quemaron nuestra vivienda. A continuación, la bombardearon. Ya no queda nada de ella. Pasadas varias semanas, mi hija Dalia, de 18 años, estudiante de biotecnología, me pidió ir a ver las ruinas por si podíamos encontrar algo nuestro, pero fue inútil. Dalia salió de los escombros con las manos vacías y una mirada muy triste.

Desde entonces hemos ido cambiando de casa, pero a medida que el Ejército de Israel las iba destruyendo, hemos dado muchas vueltas. Finalmente hemos terminado en el campo de refugiados de Yabalia (norte de la Franja), donde vivieron y murieron mis padres. Estamos en una casa sin ventanas ni muebles, por lo tanto, dormimos en el suelo luchando contra enormes mosquitos que nos acribillan cada noche. Pero tenemos una vivienda, cosa que muchos palestinos de Gaza no tienen.

Por supuesto no tenemos ni luz, ni agua y quizá lo peor es que vivimos con unos tremendos olores porque nadie retira los residuos de las calles. Eso significa que hay muchísimas enfermedades rodeando a los habitantes de Gaza y, por si fuera poco, los israelíes han detectado en los últimos días el virus de la poliomielitis en las aguas fecales. Rápidamente han dado la orden de vacunar a los soldados.

El agua potable es de las cosas que más añoro. Los problemas estomacales están a la orden del día, los de la piel, también. Bebemos agua contaminada que, a pesar de estar hervida, nunca llega a ser potable. Los días, aunque parezca mentira, son monótonos. A pesar del dolor que siento en mi corazón porque echo de menos a mi hijo Omar, cuando me levanto tengo que animar a los míos a seguir adelante con la esperanza puesta en que un día abran el paso fronterizo de Rafah y podamos salir los cinco en dirección a Málaga, donde vive mi hermano Sadi.

Monjed, mi hijo de 20 años, estudiante de Informática, es el encargado de ir a buscar leña para poder cocinar; Mohamed, de 14, estudiaba en el colegio y ahora es el responsable del fuego; mientras que mi mujer Amal, farmacéutica de profesión, es el gran motor de la familia e intenta día a día ofrecernos algo para comer. Dalia, mi niña, es la responsable de hacer fotografías que intentamos distribuir para que en España se sepa lo que está pasando en Gaza.

Siempre tenemos un plato en la mesa, a veces hecho con una lata o unas verduras, pero Amal tiene imaginación y les añade cualquier cosa para que, además de alimentarnos, podamos tener una comida al día decente. Sus platos se han hecho famosos en Instagram y el chef José Andrés se puso en contacto con nosotros para ver si nos animábamos a montar una cocina pública para su ONG, World Central Kitchen, pero los constantes bombardeos lo hicieron imposible.

No hay que olvidar que hemos llegado a comer pienso de animales. Todos hemos adelgazado mucho. Donde nos encontramos, en el norte de Gaza, no llegan ni alimentos ni medicinas. Hasta tal punto que la noche del 24 de diciembre tuve un ataque de corazón y en el Hospital de Al Shifa no pudieron darme nada, ni un calmante. Ahora ese gran hospital ya no existe.

Cada mañana añoro mi trabajo como fixer (traductor y productor) de periodistas europeos que venían a informar de esta cárcel, pero ahora sólo pensamos en sobrevivir, en seguir juntos los cinco. Sabemos que quieren acabar con nosotros, pero nosotros queremos y sabemos resistir.

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