Cada vez que se acercan unas elecciones al Parlamento Europeo, un temor se extiende entre los partidos políticos. ¿Será ridícula la participación en las urnas? ¿Se utilizarán para propinar un castigo a los partidos en el poder por razones que poco tienen que ver con Europa? ¿Habrá que incluir en las listas a políticos caídos en desgracia que poco aportarán en Bruselas y Estrasburgo?
A las elecciones de mayo de 2014, se añade otro fantasma: los bárbaros acechan a punto de desbordar las defensas. Los euroescépticos de todo tipo pueden obtener su mejor resultado de siempre. Los grandes partidos tradicionales (conservadores, socialdemócratas y liberales) convirtieron el euro en la piedra angular del nuevo europeísmo. La crisis de la eurozona ha hecho que esa fe parezca un culto apocalíptico. Más que ofrecer la salvación, garantiza un futuro que muchos, sobre todo en el sur de Europa, asocian con la pérdida de derechos y el paro de larga duración.
De creer al eurodiputado socialista Juan Fernando López Aguilar, porque además casi lo dice a voces, hay motivos para entrar en pánico: “Me niego a aceptar que el Parlamento Europeo vaya a ser el hazmerreír de la política por la profusión de votos eurófobos y radicales”. Hay que evitar que se confirme lo que apuntan los sondeos y que la Cámara se convierta en “una jaula de grillos de eurófobos”.
Está claro que ciertos partidos relacionan la estabilidad con el número de votos que ellos reciben. Pero si hay una palabra que se escucha a los eurodiputados españoles es “desafección”, como ocurre en la política nacional. A veces parece que no se habla de otra cosa. Se ha convertido en un lugar común y curiosamente pocas veces continúa con una autocrítica. La culpa siempre es de los otros: la política de austeridad de Bruselas, Alemania, el BCE, la Comisión, los radicales, los antisistema... en definitiva, los eurófobos.
En primer lugar, los partidos deberán ingeniárselas para que los votantes se dignen a presentarse en las urnas. En los comicios de 2009, la participación en España fue del 44,9% (y del 45,1% en 2004). En este ambiente de descrédito de la política, alcanzar ese porcentaje parece una quimera.
El nuevo Parlamento
Como en otras ocasiones, los votantes escucharán que esta cita electoral es diferente a las anteriores. Lo han oído antes, y por tanto hay motivos para pensar que el mensaje será recibido con amplias dosis de escepticismo. Pero esta vez sí hay cambios relevantes. Es cierto que se les puede llamar elecciones europeas, no sólo elecciones al Parlamento Europeo. Con el nuevo legislativo, se aplican por completo los principios del Tratado de Lisboa. Cada grupo político presentará un candidato al puesto de presidente de la Comisión Europea. En teoría, no serán los acuerdos secretos de los jefes de Gobierno (por encima de todo, un pacto entre Alemania y Francia) los que produzcan ese nombre, sino las urnas. En teoría.
“En las candidaturas se deberá decir en qué partido europeo está integrado, y por tanto quién es su candidato para presidir la Comisión Europea (si lo tiene)”, dice Jaume Duch, portavoz del Parlamento Europeo. “Ese candidato deberá tener un programa. No será como antes, cuando prácticamente todos los partidos decían lo mismo”.
El actual presidente de la Cámara, el socialdemócrata alemán Martin Schulz, ya es candidato, al menos para su partido. El resto de los socialistas europeos aún tienen que dar su opinión. Los conservadores lo elegirán en 2014. A Durao Barroso ya le han dicho que no se moleste en aspirar a la reelección. Se dice que están pensando en algún primer ministro en el poder y suenan los nombres del finlandés Jyrki Katainen o el irlandés Enda Kenny.
El presidente de la Comisión no tiene por qué ser europarlamentario. Existe desde luego el riesgo de que ningún candidato tenga una mayoría clara, las negociaciones no progresen y al final sean los gobiernos los que saquen del cajón el nombre del sucesor de Barroso. Por decirlo con otras palabras: Merkel y Hollande aún podrían adormecer a la opinión pública europea con otro Van Rompuy. Los gobiernos llevan mal tener una Comisión que les haga sombra, y aun peor que el Parlamento marque el debate.
Las credenciales de Estrasburgo
Desde el Tratado de Lisboa, ningunear al legislativo europeo resulta más difícil. El eurodiputado del PP Luis de Grandes destaca que “el 80% del trabajo parlamentario en España es básicamente la transposición de directivas europeas”. Es una cifra que quizá disputarían sus colegas de la Carrera de San Jerónimo. Jaume Duch sostiene que no es que el Parlamento pueda ser relevante, sino que ya lo ha sido. Cita como ejemplo el rechazo al acuerdo de pesca con Marruecos. Otro caso evidente de rebelión parlamentaria contra los designios de los gobiernos fue el frenazo en seco al acuerdo antipiratería ACTA, defendido por la Comisión Europea y el Gobierno de EEUU. No hubiera sido posible sin la presión de la opinión pública, lo que realza doblemente el papel de la Eurocámara. A fin de cuentas, es más fácil presionar a los parlamentos que a los gobiernos.
Duch destaca que los parlamentarios podrán imponer su sello en los próximos meses con la aprobación de una ley de protección de datos “contra esas empresas como Google que ya no son pequeñas y simpáticas”.
Para conseguir todo esto, importa mucho qué políticos se envían a Bruselas y Estrasburgo para trabajar en una Cámara que fomenta la especialización. Resulta llamativo que Jaime Mayor Oreja admita que “hay que escoger políticos para Europa, hay que hacer las listas (electorales) de otra manera”. Pide que la prioridad sea elegir a un núcleo duro de cinco o seis candidatos con conocimientos específicos con los que manejarse bien en la Cámara.
Resulta curioso porque Mayor Oreja, al igual que López Aguilar, es un ejemplo de los políticos españoles que en cierto modo caen en desgracia o no conectan bien con la dirección del partido y acaban refugiados en Europa. Su desempeño en el nuevo destino es toda una incógnita. De ahí que Luis de Grandes sea en realidad quien coordine a los europarlamentarios del PP, mientras Mayor Oreja se ocupa de sus cosas.
Fuera de España, no es raro que se envíe al Parlamento Europeo a políticos jóvenes con mucha proyección de futuro para que se fogueen, se especialicen en temas concretos y con suerte vuelvan algún día a su país a ocupar puestos más importantes. Los grandes partidos hacen las candidaturas de otra manera en España. Y si el proceso de selección está averiado, el resultado no puede ser bueno.