Las protestas en Colombia también estallan contra décadas de racismo soterrado
En el marginal barrio Marroquín de Cali conocen a la perfección el significado de la palabra resistencia. Mucho antes de que el país entrara en paro que lleva ya más de un mes, este suburbio, compuesto casi en su totalidad por vecinos negros, ya se las ingeniaba para sacudirse de las miserias cotidianas. Por eso las movilizaciones -que por momentos se han transformado en auténticas orgías de violencia- han hecho las veces de catarsis social para una población agobiada desde hace generaciones.
Marroquín está situado en un distrito oriental de la ciudad, donde el simple hecho de entrar resulta una temeridad para muchos. Se trata de Aguablanca, un enclave con unos 800.000 habitantes, el 70% de ellos afrocolombianos, y que año tras años acumula las mayores tasas de homicidio, los mayores índices de falta de empleo y las cifras más altas de contagio por coronavirus en la tercera ciudad del país.
“La mayoría de jóvenes desaparecidos y muertos (se habla de 27) durante este paro en Cali son negros”, asegura Vicenta Moreno, una docente y activista social que dirige La casa cultural del chontaduro (un fruto tropical), un proyecto centrado en las artes como herramienta para arrebatarle chicos perdidos a la violencia. De la misma forma lamenta que hasta ahora no haya habido una “lectura de los hechos” donde se evidencie el “empobrecimiento y el olvido desde una óptica racial”.
Las protestas, que en principio detonaron como respuesta a una reforma tributaria que afectaba con fuerza a las clases medias, han reflotado una realidad tan poco abordada como lo es el racismo. Y es que, a pesar de que alrededor del 13% de la población colombiana está compuesta por ciudadanos negros (10%) e indígenas (3%), la representación social y política de estas comunidades ha sido minúscula.
El profesor Edward Telles, de la Universidad de California, lo caracterizó en un trabajo académico de 2012 como una “pigmentocracia”. Es decir, una sociedad donde el color de piel determina el lugar en el mundo y las oportunidades en el transcurso de la vida. Otros estudios, de investigadores como la socióloga y doctora en filosofía Aurora Vergara, lo sustentan. “Está demostrado”, explica Vergara, “que los hombres afro en Colombia viven en promedio 66 años, una década menos que en el resto de la nación, que es de 75”.
Y subraya que nada tiene que ver con la “predisposición genética”, sino con los “determinantes sociales de un país que posibilita que la muerte se apresure para algunos de sus habitantes”, acaba.
Cali, una urbe de 2,2 millones de habitantes, concentra la mayor población afrodescendiente de Latinoamérica, detrás de la brasilera Salvador de Bahía. El grueso de la comunidad negra de Cali se ha asentado en los márgenes orientales de la ciudad. Muchos de ellos han sido desplazados por la violencia de pueblos remotos de la costa Pacífica, a tan solo un centenar de kilómetros de Cali.
A pesar de la promesa de un panorama mejor, el ascensor social no ha funcionado para la gran mayoría. La profesora Vergara cuenta que hay estudios que han establecido vínculos directos entre las personas negras que viven en situación de extrema pobreza hoy en Cali y algunas familias esclavizadas en las haciendas azucareras durante la colonia. Al cruzar la información, es evidente la coincidencia entre la miseria moderna y los peores vejámenes de antaño.
Silencio racial
A mediados de mayo, en pleno auge de las protestas, un telediario publicó una conversación de una cirujana caleña en WhatsApp donde sugería como solución al caos la intervención de escuadrones de “autodefensa” para que “acaben literalmente con unos 1000 indios, asi (sic) poquitos nada más para que entiendan”, escribió.
El epidemiólogo Yoseth Ariza confiesa que se sintió conmovido al constatar el desinterés en las discusiones sobre el tema con algunos colegas. Para Ariza, que coordina la línea de estudios étnico raciales en la universidad ICESI de Cali, detrás de ese tipo de discursos violentos, y su consiguiente banalización, se hallan algunas claves para comprender el racismo en Colombia.
El médico encuestó a más de 3.000 alumnos de 72 colegios públicos en Cali para examinar la agresividad en el lenguaje. Entre los hallazgos, elaborados para un encargo oficial, recogió una “nube de apodos” que “sexualizaban” y “animalizaban” a las personas negras. Según Eduardo Bonilla-Silva, doctor en Sociología por la Universidad de Wisconsin, tanto en Colombia como en el resto de América Latina hay un racismo “solapado”.
Sostiene que los países de la región asumieron que la discriminación racial había desaparecido una vez abolida la esclavitud (en 1851, para el caso colombiano). “Nos inventamos una historia”, apunta Bonilla-Silva, “y glorificamos la idea de que como somos mayoría mestiza, la raza cósmica de la que hablaba el mexicano Vasconcelos, entonces no había que profundizar mucho más”.
Lo cierto es que tanto la mentalidad como las prácticas colectivas variaron muy poco. El académico retrata un desequilibrio evidente en pleno 2021: “Los negros tienen peores salarios, menor representación en la industria, el Gobierno o la banca, hay menos profesionales, el acceso a la salud es más limitado y la presencia en las cárceles es mayor”.
La discriminación hacia los indígenas en Colombia, con algunos matices históricos y políticos, gira sobre las mismas lógicas, a pesar de que la Constitución de 1991 reconoció que el Estado colombiano es “pluriétnico y multicultural”. Pero para la antropóloga dominicana Ochy Curiel, afincada hace 15 años en Colombia, las jerarquías del “racismo estructural siguen intactas”.
Y la crisis sanitaria por el coronavirus, que suma más de 90.000 muertos en el país, se ha encargado de dar el último golpe a un andamiaje ya de por sí vulnerable. Cali pasó de tener 558.360 personas en situación de pobreza, a 934.350, según cifras oficiales. Hoy, una tercera parte de los caleños -de los cuales un 20% son negros- carecen de los recursos para los elementos básicos de la cesta de la compra.
“El paro está desnudando todo eso”, reconoce la académica dominicana, “lo que el resto de la sociedad no quería ver: el dolor que surge de una segregación racial profunda, de un sistema económico, político, religioso que sigue excluyendo a la gente indígena y a la gente afro de la participación real en la construcción de un Estado que sobre el papel se dice multicultural”.
También es cierto que la discriminación se oculta con frecuencia en comportamientos diarios que se han normalizado. Es un fenómeno algo taimado, más blando que en el caso estadounidense, donde la confrontación y la violencia suelen desembocar en episodios más descarnados como el de George Floyd.
Por eso la investigación de Yoseth Ariza se centró en desgranar las sutilezas en el uso del lenguaje. Entre las frases más repetidas por los estudiantes, por ejemplo, se hallaba un dicho popular: “hay que mejorar la raza’”. El médico explica que se trata de una fórmula que los padres utilizaban para sugerirles a los chicos que “se deben buscar un novio, o novia de piel más clarita, más ojizarco y con el cabello más liso”.
Ariza lo describe como una actitud “decimonónica”, que refleja un viejo anhelo por “blanquear y homogenizar”. Así mismo cuenta que en el curso de su trabajo tuvo diferencias “muy desafortunadas” con rectoras de colegios públicos que discriminaron a las encuestadoras: ¿Usted si es estudiante de maestría?, o ¿usted de verdad trabaja en una universidad?, fueron algunas de las preguntas formuladas por docentes que “no se imaginaban que una negra pudiera trabajar en una universidad como el ICESI”.
La historia de muchas criadas
El caso de las empleadas domésticas, que según una investigación académica en el caso caleño son en un 90% negras, es contundente. La mayoría se emplean desde niñas en las casas de los barrios más pudientes, en un ejercicio que hasta hace muy poco, debido a vacíos legales, se prestaba para todo tipo de abusos laborales.
El politólogo Sergio Sierra, autor del trabajo, explica que “se trata de mujeres que se ven expuestas a un sistema de desigualdad enorme”, con remuneraciones injustas y repercusiones emocionales importantes. También menciona situaciones frecuentes de acoso sexual, invisibles, a todas luces, por la falta de datos.
Es una forma de “reproducir un sistema de desigualdad enorme”, afirma el politólogo. En su trabajo describe cómo ciertas casas privilegiadas empleaban a jóvenes mujeres negras de una misma familia, a través de varias generaciones, en un acto casi hereditario. Por eso, no era raro escuchar que las trabajadoras se convirtieran en casi “parte de la familia”. Aquella diminuta preposición “de”, asevera Sierra, marcaba toda la diferencia.
La revista Hola de Colombia publicó en 2011 una imagen en la que aparecen unas mujeres distinguidas de la sociedad caleña posando junto a la piscina de su casa, con dos empleadas negras de fondo, vestidas de inmaculado blanco y que sostienen sendas bandejas de plata. La foto despertó una pasajera y vaga indignación, bastante tímida en comparación a los debates que surgieron años más tarde en México por el rol de las criadas indígenas en la película Roma, del director mexicano Alfonso Cuarón.
En cualquier caso el problema, por acuciante y profundo que sea, nunca ha ocupado un lugar importante en el debate público colombiano. Se trata, como afirma el sociólogo Eduardo Bonilla-Silva, de un “silencio racial” absoluto. Así mismo lamenta que aún no haya siquiera voluntad de reconocerlo: “Se suele limitar lo racial a una serie de sucesos inconexos e individuales, aislados, que no son representativos de la realidad de la mayoría de la población. Especialmente desde las élites. Y eso es obviamente falso”.
El profesor puertoriqueño concluye la entrevista telemática con una pregunta retórica, a medio camino entre lo serio y lo mundano: “Acaso ¿cuándo has visto a un negro o a un indígena como galán de televisión? ¡Nunca!”.
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