Sangre y millones: ascenso y caída de la estafadora millennial que encandiló a Silicon Valley con una máquina falsa
Con siete años, se propuso diseñar una máquina del tiempo y llevó un cuaderno con detallados dibujos de ingeniería. Con nueve o diez, en una reunión familiar, uno de sus parientes le hizo la pregunta que, tarde o temprano, se les hace a todos los niños y niñas: “¿Qué quieres hacer cuando seas mayor?”.
Elizabeth respondió sin titubear: “Quiero ser multimillonaria”. “¿No preferirías ser presidenta”, retrucó el familiar. “No, el presidente se casará conmigo porque tendré mil millones de dólares”, concluyó la niña.
El mundo la conoció mucho tiempo después de esas escenas de infancia que describe el periodista John Carreyrou en su libro Mala sangre (Editorial Capitán Swing, 2019). A principios de los 2000, cuando buena parte del planeta seguía extasiada las andanzas de las grandes empresas tecnológicas y todo lo que ocurría en Silicon Valley –con sus jóvenes desarrolladores en primer plano, los gestos adustos café en mano desde escritorios inmaculados, la ropa costosísima de una simpleza impostada– Elizabeth Holmes brillaba.
En esos años fue portada de revistas, exponía sus ideas ante auditorios donde la escuchaba gente de varios países, la convocaban para incentivar a otros como ella, viajaba por distintos países a contar sus proyectos, la ponían como ejemplo figuras de la política estadounidense como el ex presidente Bill Clinton. Era una millennial que se mostraba ante todos como una emprendedora exitosa.
Con una sonrisa y sin parpadear, el discurso que proponía era cautivante a su manera: se trataba de una joven con apenas 19 años que de un día para el otro decidió abandonar la prestigiosa universidad de Stanford para perseguir el sueño de la empresa propia. Iba a instalarla en ese territorio ubicado en la zona sur del Área de la Bahía de San Francisco, en California, donde las empresas tecnológicas de ese tiempo y de ahora echaron raíces.
Holmes quería cumplir con el propósito que había manifestado desde niña, y se puso a la cabeza de una de las llamadas startups o compañías emergentes en esa constelación de oficinas vidriadas y supuesta innovación. La llamó Theranos y tenía como objetivo renovar el modo en que las personas se hacían análisis de sangre. “Cambiar un paradigma”, repetía una y otra vez ante posibles inversores, que quedaban atónitos cada vez que les contaba cómo había visto sufrir a varias personas por los pinchazos que recibían a la hora de hacerse tests sanguíneos.
Pero casi una década después, esa empresa que prometía revolucionar la medicina tal y como se la conocía hasta entonces –llegó a recibir capitales por más de 9 mil millones de dólares y se vinculó con inversores de los llamados “de riesgo” de los más célebres en su país– terminó en la ruina. Ocurrió cuando alguien se puso a indagar en ese supuesto universo idílico y descubrió las tropelías secretas de su ambiciosa fundadora.
Los comienzos
La creadora de Theranos nació en 1984. Hija de Chris y Noel Holmes y proveniente de una familia ilustre, con antepasados exitosos en el mundo de las empresas, desde que Elizabeth era muy pequeña sus padres habían puesto grandes expectativas en ella. Creció en Washington, donde su padre trabajó para distintas agencias gubernamentales, y más tarde vivió en Houston, donde la joven cursó la escuela secundaria.
Según las distintas entrevistas que brindó cuando se hizo conocida (entre otras notas salientes, mucho de su historia lo relató el periodista Ken Auletta en un perfil que escribió para la revista The New Yorker), durante la adolescencia no era muy popular, pero sí se destacaba en las clases de ciencia y en aquellas en las que estaban involucrados los números. Estudiaba mucho, se quedaba hasta tarde estudiando y empezó a presentar algunos trastornos de sueño (de adulta, según revelará más tarde, contó que como máximo dormía cuatro horas por día). Se sentía atraída por la tecnología, en tiempos de pleno auge de internet y desde siempre supo que su futuro estaba en la Universidad de Stanford, a la que estaba vinculada por distintos contactos familiares.
De hecho, durante su segundo año del instituto ingresó en un programa de verano de la universidad para estudiar chino mandarín. Así, pasó unas semanas en Palo Alto y otras en Pekín. Cuando finalmente fue admitida por esa prestigiosa casa de estudios optó por la carrera de Ingeniería Química.
“Fue aceptada en Stanford en la primavera de 2002, como becaria del presidente, una distinción otorgada a los mejores estudiantes, que incluía una beca de tres mil dólares que podía dedicar a cualquier interés intelectual de su elección”, apunta el libro Mala sangre.
A diferencia de lo que le ocurrió en el instituto, en Stanford Elizabeth tenía una vida social activa y empezó a contactar con los profesores e investigadores del lugar, mientras combinaba largas horas de estudio con vínculos que, según creía, le servirían en el futuro. Le gustaba la vida de albergues estudiantiles y pasillos universitarios, pero en el fondo no tenía ganas de perder mucho tiempo más allí.
“Durante las vacaciones de invierno de su primer año, regresó a Houston para celebrar las fiestas (...). Solo llevaba en la universidad unos meses, pero ya albergaba la idea de dejarla. Durante la cena de Navidad, su padre le lanzó un avión de papel hacia el extremo de la mesa con las letras de la palabra ‘doctorado’ escritas en las alas. La respuesta de Elizabeth fue contundente, según un miembro de la familia que asistió a la cena: ‘No, papá, no estoy interesada en obtener un doctorado, quiero ganar dinero’”, reconstruyó la publicación.
Cuando empezó un nuevo semestre, Elizabeth volvió a Stanford, pero sabía que no iba a estar mucho más allí. De hecho abandonó a su novio de entonces, a quien le dijo que estaba empezando a crear una empresa a la que le iba a dedicar todo su tiempo. Sin embargo siguió yendo a algunas clases y dejó formalmente los estudios al año siguiente, después de hacer unas prácticas de verano en el Instituto del Genoma de Singapur.
Para entonces –año 2003–, Asia estaba asolada por una enfermedad respiratoria que se conoció como Sars, que con el correr de los meses se convirtió en una epidemia. Más tarde, Elizabeth contó que fue durante esa experiencia cuando sintió que debían modificarse tanto el tratamiento con pacientes para la detección de distintas enfermedades como el uso de agujas en las extracciones de sangre.
A fines de ese año, Holmes fundó una empresa a la que nombró Real-Time Cures (Tratamientos curativos en tiempo real), que, según registra Mala sangre, durante los primeros cheques de pago a los empleados fue “Real-Time Curses” (Maldiciones en tiempo real) por un error al teclear. La intención era juntar capitales para buscar soluciones que facilitaran los diagnósticos a partir de los análisis clínicos de los pacientes. La acompañaban algunos de sus antiguos profesores de la universidad y compañeros de estudios.
Hacia 2004, ya bajo el nombre de Theranos –un término que combina las palabras “terapia” y “diagnóstico” en inglés– se lanzó a la búsqueda de los primeros inversores, entre conocidos de sus padres y allegados. Con apenas 19 años, Elizabeth consiguió 6 millones de dólares para arrancar.
Sin embargo, el producto con el que pensaba revolucionar la medicina todavía no tenía forma. Al principio imaginó una especie de brazalete o parche que, puesto en los pacientes, ayudara a medir distintas funciones del cuerpo para analizar. Más adelante pensó en un dispositivo portátil, similar a los que se usan para controlar los niveles de glucosa en la sangre. Hasta que llegaron a la idea final: un sistema de cartuchos en los que cada paciente metiera apenas unas gotas de su sangre tomadas de un dedo. Ese material luego sería enviado a Theranos e insertado en una máquina más grande que iba a leer la información y brindar un diagnóstico completo (de hecho, ya con el producto en venta, se aseguró que con pocas gotas de sangre que las personas tomaban en sus casas se podrían detectar más de 200 patologías). La máquina se llamó Edison y tenía el tamaño de una impresora mediana.
Rodeada de científicos, ingenieros, diseñadores y expertos en finanzas, Holmes continuaba con su ambicioso proyecto. De hecho, en 2005 envió a sus empleados un mail en el que aseguraba que estaba por ponerse en marcha “el lanzamiento más excitante de la historia de Silicon Valley”.
Pero mientras los desarrolladores luchaban por encontrar un modo de hacer funcionar el invento de Elizabeth, hubo disputas entre quienes conocían las cuestiones financieras pero ignoraban todo del trabajo en el laboratorio.
Cuando se presentaba alguna discusión Holmes, sin embargo, la dispersaba diciendo que quienes tenían dudas no podían formar parte de su empresa. Mientras tanto, seguía recaudando millones de dólares a fuerza de un discurso cerrado y directo.
“Tenía la presencia de alguien de mucha mayor edad de la que ella tenía. La forma en que dirigía sus grandes ojos azules hacia su interlocutor le hacía sentir a esa persona que era el centro del universo. Era casi hipnótico. Su voz aumentaba el efecto fascinante: hablaba en un tono grave inusualmente profundo”, según la descripción de Mala sangre.
En 2007 la empresa ya tenía más de un centenar de empleados y Holmes, admiradora de Steve Jobs, eligió reclutar a ex empleados de Apple para Theranos. Entre otros, llamó a la desarrolladora Ana Arriola, que había trabajado en el rediseño del Iphone. Arriola, además de repensar el formato del dispositivo Edison, que seguía sin dar buenos resultados, ayudó a renovar la imagen de Elizabeth, que cada vez recibía más invitaciones para entrevistas, conferencias y charlas motivacionales. Decidió que iba a vestirse siempre de negro y, como un homenaje a Jobs, entre sus prendas favoritas estaría la camiseta.
En 2008 Theranos se mudó a un edificio nuevo, ubicado en la codiciada Hillview Avenue de Silicon Valley. Para entonces también se había sumado a la empresa Ramesh Sunny Balwani, un hombre con quien Holmes tenía un romance, aunque lo ocultaban. En público funcionaban como la dupla perfecta, ella era la cabeza del equipo y él una especie de mano derecha.
Entre los empleados y empleadas de la empresa reinaba el secretismo y las cláusulas de confidencialidad que impedían, muchas veces, que se supiera qué rol ocupaba cada uno o qué tareas les habían encomendado. En el camino, fueron varios los que, al ver que el dispositivo Edison no terminaba de brindar los resultados esperados, prefirieron presentar la dimisión.
Mucho después, gracias a la exhaustiva investigación que realizó el veterano documentalista Alex Gibney, en su trabajo The Inventor: Out of Blood in Silicon Valley (2019) para HBO, se supo que tanto Sunny como la propia Holmes espiaban los correos electrónicos de los trabajadores de Theranos, escuchaban sus conversaciones y en muchos casos los perseguían cuando notaban algún tipo de movimiento extraño. “No podíamos decirles a nuestras familias lo que hacíamos, no podíamos hablar de lo que pasaba en Theranos”, dirá en el documental la ex empleada Erika Cheung.
Para 2012 Theranos seguía recaudando inversiones y Elizabeth se convirtió en una figura más de los medios. Estuvo en las portadas de Fortune y Forbes, llegó a dar una charla TED y participó en un panel de debate con Bill Clinton. El diseño y el marketing de la empresa eran más que atractivos: colores brillantes, tipografías nítidas y un mensaje claro: las agujas para los análisis clínicos eran parte del pasado, ahora cada paciente podía hacer tomas digitales indoloras en su casa.
Uno de los hitos de la empresa llegó en 2013, cuando se asoció con la cadena de farmacias Walgreens para ofrecer en conjunto el producto. Walgreens llegó a vender los pequeños cartuchos para las tomas de sangre y también disponía de lugares a los que los usuarios podían enviar sus muestras para ser analizadas por los dispositivos Edison. Esto empezó en el estado de Arizona, donde la propia Elizabeth llegó a hacer lobby para que su invento fuera aprobado por las autoridades sanitarias. Sin el visto bueno, todavía, de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA), podía operar de manera acotada y solamente en ese estado, con la aprobación de las autoridades locales.
El negocio florecía: la joven empresaria fue incluida en el listado de Forbes de 2014 como la primera mujer en alcanzar una fortuna mayor a los mil millones de dólares por sí misma y ocupó el puesto 110 de la lista de las 400 personas más ricas de los Estados Unidos.
En paralelo, la paranoia por la seguridad de Holmes y de Sunny se incrementaba. Ambos empezaron a moverse con guardaespaldas y protegieron los vidrios de las oficinas de Theranos con material antibalas.
La caída
Tal como relata él mismo en el documental de Alex Gibney y en su propio libro Mala sangre, en 2015 el periodista del diario The Wall Street Journal John Carreyrou venía de destapar un enorme caso de corrupción vinculado con seguros médicos cuando recibió un mensaje en su teléfono que le llamó la atención. Era una fuente que pedía hablar con él, se presentaba como un ex director de laboratorio.
Allí empezó una investigación que terminó revelando varias estafas de Theranos. La principal era que el dispositivo Edison apenas podría realizar unos pocos análisis y todos los demás resultados que la empresa daba a los pacientes provenían de máquinas de análisis médicos tradicionales. Pero hubo más: de acuerdo a la información que juntó Carreyrou, muchos de los análisis que le habían dado a los pacientes no se ajustaban a la realidad. Theranos había jugado con la salud de miles de estadounidenses que habían confiado en sus diagnósticos rápidos.
Una vez publicado el primero de los artículos en el Wall Street Journal, en las oficinas de Silicon Valley estalló el escándalo. Holmes acusaba a ese medio de querer perjudicar a su empresa, que había recibido finalmente la aprobación para el uso de su curiosa tecnología por parte de la FDA pocos meses antes. Decía que contra ellos había una persecución digitada por las grandes empresas de salud de los Estados Unidos, que se oponían a sus métodos revolucionarios.
Mientras tanto, los periodistas y todos los que habían confiado en la joven promesa de Silicon Valley se sintieron estafados.
Holmes contrató los servicios del estudio del abogado David Boies, un peso pesado del derecho penal, que llegó, entre otros, a defender a Harvey Weinstein, a Microsoft y a Al Gore en la disputa por los votos contra George Bush que llegó hasta la corte suprema de los Estados Unidos.
Pese a los intentos de los abogados, la reputación de Theranos y su fundadora cayó en picado. Tuvieron que enfrentarse a demandas legales y comerciales de autoridades médicas, de inversores, de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC), de ex socios comerciales y, por supuesto, de pacientes que siguen en curso.
Para junio de 2016, se estimaba que el patrimonio neto personal de Holmes había pasado de 4,5 mil millones de dólares a cero. Holmes, de todos modos, continuó buscando dinero para su proyecto, en varias entrevistas aseguró que su fe siempre estuvo puesta en el poder de la invención. En 2018, Theranos cesó sus operaciones formalmente.
El principal juicio por fraude y numerosos delitos federales contra Holmes y su socio había quedado programado para marzo de 2021. Sin embargo, según reveló hace algunas semanas la cadena estadounidense CNBC, en la primera de las audiencias, que se realizó por Zoom, la ex promesa de Silicon Valley y su defensa solicitaron una prórroga.
Según informaron, el motivo es que Holmes, en pareja con un magnate de la industria hotelera, está embarazada y podría dar a luz en julio de este año.
Por eso, en principio la nueva fecha para el juicio quedó programada para agosto. Según los expertos, si la justicia la declara culpable podría enfrentar una pena de hasta 20 años de prisión.
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