Cómo China utilizó a Victoria's Secret en su despiadado juego mundial
Si fuera una película, funcionaría mejor con Johnny English que con James Bond: el lanzamiento de la marca de lencería Victoria’s Secret en China quedó marcado por la polémica cuando el Gobierno le negó el visado a los famosos y periodistas invitados. El de Katy Perry fue supuestamente negado por apoyar la independencia de Taiwan, mientras que la modelo Gigi Hadid se achinó los ojos de una forma que los chinos encuentran racista, mientras mostraba una galleta de la fortuna con forma de Buda. Si a eso le sumamos la imprevisibilidad de China a la hora de conceder visados, tenemos un problema en el que todos quedan mal.
Se dice que los empleados de Victoria’s Secret creen que les espían el correo electrónico. Los que tienen experiencia viajando a China por negocios podrían responder: ¿por qué creéis que llevamos años usando teléfonos y ordenadores desechables?
Lo que está en juego es un negocio millonario. Con el aumento real de los salarios y el cambio social respecto de la actitud de las mujeres, en China no para de aumentar la demanda de lencería femenina de lujo. En cinco años se ha duplicado el volumen de ventas hasta alcanzar los 15.400 millones de euros. Como referencia, debe decirse que durante estas navidades, todas las tiendas de lencería del Reino Unido juntas no lograrán superar los 1.700 millones de euros.
Sin embargo, la tienda china promedio sigue prefiriendo la funcionalidad sobre la seducción, con escaparates que hacen parecer subida de tono a la ropa interior más conservadora del Reino Unido. Para cubrir la brecha, han surgido muchas marcas de lencería china que sólo venden por Internet, con productos de diseñador a menos de la mitad del precio de cualquier producto de Victoria’s Secret.
Pero la presencia de estas marcas en los centros comerciales, donde compran las jóvenes asalariadas, es todavía mínima. Así se ha declarado una guerra: las marcas chinas compiten entre ellas, mientras reciben apoyo de los medios de comunicación públicos que luchan contra la competencia extranjera. El premio final es importante: la marca que resulte ganadora, una vez que las 200 millones de jóvenes chinas estén preparadas para comprar sujetadores de 75 euros cada uno, se quedará con beneficios millonarios.
Bajo el gobierno de Xi Jinping, todo se convierte en una cuestión política. Hadid fue vapuleada en las redes sociales chinas por haberse “burlado de los asiáticos”, según el periódico Jing Daily, que añadió que la “respuesta insuficiente” de la empresa –es decir, que se hayan negado a despedirla– era “un desprecio hacia el orgullo nacional de los jóvenes chinos”. La modelo ha pedido disculpas por sus acciones, diciendo “no tengo más que respeto y amor por el pueblo chino”.
El faro de Xi
Xi, cuyos “pensamientos” fueron consagrados en la constitución del partido el pasado octubre, ha convertido el crispado nacionalismo del ciberespacio chino en una política de Estado. China está construyendo una nueva infraestructura física que atraviesa Asia Central y llega hasta Europa, adquiriendo activos en sitios lejanos como Grecia y los Balcanes, y aumentando su presencia militar en la región para alcanzar a la de Estados Unidos.
Xi ha tomado medidas severas contra todos sus potenciales rivales, enviando advertencias a cualquiera que pudiera pensar en oponerse a él. Y ha ordenado a los líderes del partido que aprendan marxismo real, no las teorías neoliberales que la gente consideraba marxismo bajo el gobierno de sus predecesores.
La imposibilidad de saber cómo resultará todo esto se resume en el uso habitual que hace la burocracia china de la palabra “mientras”, a menudo colocada entre dos conceptos diametralmente opuestos. Por ejemplo, Xi “reducirá las barreras a los inversores extranjeros, mientras fortalece la capacidad innovadora local en tecnología digital, genética, de ingeniería, del aeroespacio y del ciberespacio”. ¿Cuántas barreras podrán encontrarse los empresarios extranjeros si quieren invertir en esas capacidades? Pues se quedarán sin saberlo, como se quedaron los organizadores del desfile de Victoria’s Secret que no pudieron obtener ni el permiso para filmar en la calle donde se iba a realizar el evento.
El juego de China respecto de la globalización hasta ahora ha sido lógico y, si tenemos en cuenta la brutalidad con que se abrieron sus mercados en el siglo XIX, podría decirse que también kármico. China ha protegido a sus propias industrias y a sus consumidores con una serie de barreras no oficiales, con préstamos blandos e inversiones politizadas que nunca podría haber realizado un gobierno capitalista normal.
Por encima de cualquier otra medida, China impuso una Gran Muralla Informática, que al principio todas las empresas occidentales aceptaron como parte del juego político, que funcionó como una barrera económica protectora detrás de la cual China podía crear tecnología a escala mundial y empresas de Internet. Pero los próximos pasos de China en su intención de moldear el mercado interno llevarán este principio a un nivel muy superior.
Medir la lealtad política
Sesame Credit, una agencia de historial crediticio montada por Alibaba y Tencent, está diseñada para convertir la vigilancia orwelliana en una realidad. Además de medir la solvencia económica, la agencia mide la lealtad política, basada en datos recogidos por las dos empresas de Internet más grandes de China.
Las personas con bajos resultados no podrán acceder a empleos, préstamos ni Internet de alta velocidad. También se le bajará la calificación a quienes se relacionen con personas de baja calificación. El proyecto, que está pendiente de ser aprobado, ha sido denunciado por grupos defensores de los derechos humanos como una herramienta de vigilancia masiva.
Pero eso no es nada comparado con los planes de China respecto de la inteligencia artificial. El mes pasado, el Estado chino anunció una estrategia diseñada para convertirse en líder mundial en inteligencia artificial en 2030. Parte del plan es que el sector privado tenga que compartir sus datos de usuarios con el Estado. Esto pondría a China en una posición única entre las otras grandes potencias, ya que el Estado no tendría barreras formales para explotar los datos comerciales privados.
Si logra ejecutar esta estrategia, China creará un mercado de consumidores cuyos datos estarán absolutamente intervenidos por mecanismos de vigilancia estatal, con lo que se podría predecir hasta la elección de ropa interior de la población.
En estas circunstancias, cabe preguntarse: ¿qué queda de la idea de un mercado global? La tienda de Victoria’s Secret en Shanghái se verá como cualquier otra tienda de esta empresa en cualquier sitio del mundo, pero estará participando en un mercado cuya dinámica no puede ver completamente, donde los datos de los consumidores no están protegidos por el Estado, donde cada venta, cada búsqueda en su sitio web quedará registrada por el Gobierno, igual que en cualquier negocio que opere en China.
Hace diez años, sólo empresas como Google tenían que tomar la decisión ética de si querían seguir operando en un mercado intervenido por la vigilancia estatal. Hoy tienen que hacerse esta pregunta hasta las empresas de productos básicos que quieran operar en China. Y, como la tecnología de vigilancia masiva sigue desarrollándose, la cuestión empeorará.
En Internet ya existe un proceso de balcanización: por un lado está el mercado tecnológico chino y por otro el del resto del mundo. Pronto, incluso cuando se trate de cuestiones de estilo o colores de moda, las empresas globales trabajarán con dos tipos de mercados. En uno, los consumidores realmente tendrán libre elección y sus datos sólo podrán ser utilizados por las empresas en las que compran; en el otro, en China, cada pequeña decisión de los consumidores será analizada por programas de vigilancia masiva para ver si denotan deslealtad.
Victoria’s Secret se metió de lleno en una cuestión que no vio venir, pero su experiencia debe servirle a todas las empresas que operen en China para hacerse la misma pregunta. ¿Estoy contribuyendo con cada venta a fortalecer un Estado represivo que vigila a mis clientes?
Traducido por Lucía Balducci