El confinamiento mental será la última restricción en levantarse
Cuando vemos películas antiguas, llama la atención el modo en que la gente se toca sin motivo. Y con “antiguas” me refiero a cualquier producción anterior a marzo de 2020, cuando la gente se rozaba y cruzaba para llegar a la barra del bar, intercambiaba monedas sucia, y se pasaba vasos con manos que tal vez estaban sucias. ¿De verdad nos comportábamos así?
Verlo de esta forma muestra lo bien que hemos internalizado los motivos por los que debemos mantenernos a distancia y por los que la intimidad con la que nos relacionábamos no hace tanto parece tan extraña ahora. Si sentimos cierta vergüenza al encontrarnos con una foto vieja en la que estamos despeinados o mal vestidos (en mi caso, dos cosas que solían ir juntas) estamos aplicando el prisma de lo que sabemos ahora para juzgar la inocencia de nuestra identidad anterior. La relajación en cuanto a la higiene a la que estábamos acostumbrados parece propia de un mundo tintado en sepia, no solo en cuanto a colores sino en cuanto a valores.
El cambio es cultural, no político. Ningún decreto gubernamental puede deshacerlo. Incluso cuando llegue el momento de reabrir el pequeño comercio y las escuelas, la obligación de guardar una distancia física se mantendrá mientras exista el riesgo de contagio. En ausencia de vacuna, no se atisba el fin de ese escenario. Va a pasar tiempo hasta que dos extraños se den la mano. Quizás lleguemos a perder la costumbre.
Esto no es un aspecto superficial de la crisis desatada por la Covid-19. Las sociedades toman forma a partir de rituales y hábitos en la misma medida en que lo hacen a partir de la legislación que regula las interacciones que las mantienen unidas. No hay ley que impida saltarse una fila, por ejemplo, pero la sociedad ha desarrollado una convención sobre la justicia implícita a respetar los lugares que cada uno ocupa cuando se hace cola.
No debemos subestimar las consecuencias de limitar el agregado de migrogestos positivos, ni tampoco podemos predecir el impacto de reducirlos. Una vez se relajen las normas de confinamiento, el cordón sanitario será mental. Cada apretón de manos y cada bolsa de patatas fritas compartida son un pequeño contrato social, una declaración de afinidad. Sin proximidad física tendremos que esforzarnos más para negociar esas alianzas de la vida diaria.
Es sencillo ver por qué nuestra especie ha evolucionado en esta dirección. Admitir depredadores y enemigos en nuestro espacio personal conlleva un coste evidente, así que estamos programados para relacionar la distancia social con la sospecha. En el caso de la higiene se aplica lo mismo. La evolución ha conformado lo que el psicólogo Mark Schaller ha llamado “sistema inmunitario conductual”. Cuando se refiere a individuos alude a ese gesto de rechazo que provoca un mal olor, por ejemplo. En un ámbito más complejo da forma a rasgos antisociales, a una cautela ante todo lo que no resulta familiar, sobre todo a las personas provenientes de fuera de nuestro círculo de confianza más cercano.
Los biólogos evolutivos han detectado una correlación histórica y compartida por muchas culturas entre la prevalencia de enfermedades infecciosas y la política autoritaria. La teoría postula que el “estrés patógeno” lleva a una respuesta inmunitaria conductual más agresiva. A sociedades menos abiertas y más dispuestas a sacrificar libertades en nombre de la protección del colectivo.
Eso puede sonar a una extrapolación salvaje de los dos metros de distancia física al pagar en el supermercado. No creo que el confinamiento active una predisposición genética durmiente a la tiranía. La respuesta contraria se siente más cercana a la realidad, a ese momento en que nuestra energía social acumulada explote en dirección a las calles en forma un festival carnavalesco y licencioso de los sentidos.
Pero esa explosión de fuerza puede estar más lejos de lo que esperamos. Mientras tanto, no hace falta ser biólogo especializado en evolución para elaborar la hipótesis de que la inseguridad crónica abona suelos en los que las malas hierbas de la política tóxica crecen con más facilidad. Esa es la lección que podemos extraer del auge del nacionalismo xenófobo en Europa y América en la década que ha seguido a la última crisis financiera (2008) y corroborada por lo sucedido en la primera mitad del siglo XX.
La Historia no tiene por qué convertirse en el destino. Es razonable presumir que las sociedades del siglo XX encontrarán modos de manifestar las consecuencias de la ansiedad de masas con modos más innovadores. Para comenzar, contamos con una infraestructura digital que en tiempos de confinamiento aporta mucho una vez que gran parte de la vida ha tenido que migrar a lo etéreo de la red. Ese viaje nos está permitiendo a muchos mantener la solvencia económica y el equilibro mental, pero pagando un precio alto en cuanto a cohesión social.
Ya antes del coronavirus, muchas personas se encerraban en sus silos digitales y seleccionaban la información que mejor se adaptaba a sus prejuicios o dejaban que lo hicieran por ellos una serie de algoritmos que interpretan los prejuicios a partir del historial de búsquedas de Internet.
Las redes sociales son una centrifugadora social brillante a la hora de separarnos discretamente en canales culturales y un motor muy eficiente para la radicalización, la polarización y la paranoia dentro de esos canales. Las actitudes compartidas se sofistican, los hechos contradictorios dejan de chirriar, los moderados se quedan en silencio y algunos miembros de cada grupo se retan para ver quien es capaz de generar las versiones más extremas de cada opinión.
Así es como se recorre a velocidad de vértigo la distancia que va de la alienación sin propósito a una militancia homicida; de una vaga desconfianza en el gobierno a las teorías de la conspiración más descabelladas. Y los políticos son tan susceptibles como el resto de la ciudadanía de latigarse los unos a los otros hasta arrinconarse en el faccionalismo más agresivo.
En tiempos más normales, ese proceso avanzaría más despacio gracias a la fricción generada por los asuntos del día a día, por lo real frente a lo virtual. Puede que no valoráramos lo suficiente las conversaciones fútiles sobre fútbol o en la cola del autobús como parte de nuestra vida social, pero cada pequeña interacción con un extraño servía para ejercitar los músculos de la empatía y la diplomacia que se atrofian ahora.
Nos estamos sumergiendo en zonas de confort culturales que se retroalimentan. Y no tiene por qué ser así. No es el único camino posible. El antídoto contra la polarización es la solidaridad y tenemos un montón de ejemplos. Los aplausos al personal sanitario se comprenden sin mayor dificultad como expresión colectiva que trata de unirnos y trascender el aislamiento. Las imágenes de esos momentos serán mostradas en el futuro como iconos de la unidad, como lo son ahora las imágenes de los ciudadanos que se refugiaban de los bombardeos en el metro en la II Guerra Mundial. La única diferencia es que ahora no somos tantos los que salimos en plano.
Y no es una cuestión menor. Sabemos que hay una gran reserva de solidaridad a disposición de todos y que eso podría ser sanador para la sociedad tras años de dolorosa división. Pero no deja de ser un bien finito, algo que puede degradarse e incluso caducar si se deja en la estantería de la retórica abstracta. Hay que aplicarlo en persona y es difícil generar sentimientos de unidad entre la gente cuando ni siquiera pueden juntarse físicamente.
La redistribución económica es el modo tradicional en el que la solidaridad se transforma en política práctica y puede que el apetito social por dicha opción sea el mayor registrado en décadas. Pero ni está garantizada la redistribución ni la desigualdad económica es la única fractura por sanar. Las políticas de cuarentena se han centrado en los sacrificios que implican, en la necesidad de disciplina y los retos implícitos a la represión de nuestras tendencias a la socialización. Se presume que una vez se levante la presión, el manantial bullirá de nuevo y todo regresará a la normalidad pasada.
Pero no sucederá si el virus ha corroído los engranajes. Quizás debamos reaprender algunas de las costumbres, las basadas en la confianza. Puede que requiera de esfuerzo, tanto individual como colectivo, recorrer de nuevo los caminos de la cercanía, sacar la cabeza de nuestras madrigueras digitales. Reparar el daño hecho por la enfermedad constituirá un proyecto de reconexión cultural en sí mismo más allá de la mera redistribución económica. Necesitaremos descubrir nuevas formas de no sentirnos solos mientras no podamos tocarnos.
Rafael Behr es columnista de The Guardian.
Traducido por Alberto Arce
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