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OPINIÓN

Esta crisis puede ser el comienzo de una nueva era en Washington

El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, durante el discurso ante el Congreso de EEUU.
26 de marzo de 2022 22:12 h

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Voy a aventurarme a insinuar algo que hasta hace un mes habría parecido un auténtico disparate: creo que en Washington se está gestando una nueva era de... no sé cómo llamarlo. “Unidad” es un término demasiado contundente, “bipartidismo” sería prematuro y “de-partidismo” es demasiado confuso. Pero algo se cuece en el sistema político de Estados Unidos y Vladímir Putin es el responsable.

No me malinterpreten. Los demócratas y los republicanos no se darán la mano para cantar juntos el “Kumbaya” en un futuro próximo. Los líderes republicanos Mitch McConnell y Kevin McCarthy seguirán atacando a los demócratas cada vez que puedan. Esperen amargas batallas sobre la legislación de control de armas, la reforma migratoria, la protección de los derechos civiles y la confirmación de la jueza Ketanji Brown Jackson para el Tribunal Supremo. Trump seguirá promoviendo su “gran mentira”, es decir, que Biden se hizo con la victoria en las elecciones presidenciales después de unos comicios fraudulentos. El cuñado obsesionado con Fox News seguirá en su universo paralelo, herméticamente cerrado para impedir la entrada de versiones alternativas.

Sin embargo, desde antes de la invasión de Ucrania por parte de Putin, he notado algo en Washington que no había percibido en tres décadas: un entendimiento silencio de que estamos al borde de una nueva guerra fría, potencialmente incluso de una guerra caliente. Lo que requiere que nos unamos para sobrevivir.

Es un cambio sutil, más de tono que de otra cosa. Lo vi cuando el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, se dirigió al Congreso de Estados Unidos desde Ucrania. Cuando mostró a los legisladores estadounidenses un vídeo desgarrador sobre las consecuencias de la guerra, muchos ojos se llenaron de lágrimas. Según el senador independiente de Maine Angus King, los legisladores “contuvieron colectivamente la respiración”. El hecho de que republicanos y demócratas compartieran algo, que incluso fueran capaces de una emoción colectiva, es de por sí extraordinario.

Acuerdos bipartidistas

Con el apoyo de legisladores del Partido Demócrata y el Partido Republicano, Ucrania está recibiendo una ayuda militar y humanitaria sin precedentes para luchar contra la guerra iniciada por Putin, incluyendo sistemas antiaéreos que, según muchos expertos, pueden defenderse de las bombas y misiles del armamento terrestre ruso.

Más allá de Ucrania, también se puede discernir el cambio en una serie de acuerdos recientes entre bambalinas. Tras 200 intentos fallidos, el Senado acaba de aprobar una ley contra el linchamiento. El Senado también ha dado una base legal más firme a las demandas por delitos sexuales con una nueva ley que pone fin al arbitraje forzoso en los casos de agresión y acoso sexual. Asimismo, ha aprobado una amplia reforma del sistema postal. Ha decidido por unanimidad mantener el horario de verano durante todo el año. Y ha dado luz verde a la tan esperada reautorización de la Ley de Violencia contra las Mujeres como parte de un gigantesco proyecto presupuestario.

Funcionarios del Senado me informan de que están cerca de un acuerdo bipartidista para reforzar las leyes antimonopolio. También de una medida para ampliar la fabricación de semiconductores en Estados Unidos, como parte de un nuevo proyecto de ley sobre la competitividad frente a China. Y otra medida para limitar el coste de la insulina.

Cierto. Nada es tan importante como la protección del derecho de voto o el control de los costes de los medicamentos. Pero comparado con los últimos años, se trata de un hecho extraordinario. (Es posible que no haya oído hablar mucho de estas iniciativas porque los medios de comunicación solo recogen los enconados debates y los insultos).

Unidad durante la Guerra Fría

Algo nuevo se cuece en Washington, y creo que sé por qué.

Verán, yo llegué a Washington en 1974, para trabajar en el Gobierno de Gerald Ford y luego en el de Jimmy Carter. La Guerra Fría hacía estragos durante esos años, sirviendo como una especie de telón de fondo silencioso para todo lo demás. Los demócratas y los republicanos tenían puntos de vista diferentes sobre una gran variedad de temas, pero trabajábamos juntos porque se suponía que teníamos que hacerlo. Nos enfrentábamos a una amenaza común.

La Guerra Fría había propiciado una serie de leyes bipartidistas que implicaban enormes inversiones en Estados Unidos; leyes que se justificaban por la amenaza soviética, pero que en realidad tenían mucho más que ver con las necesidades del país. La Ley de Autopistas Nacionales y de Defensa se diseñó para “permitir una rápida evacuación de las zonas objetivo” en caso de ataque nuclear y para llevar las municiones rápidamente de una ciudad a otra. Por supuesto, en los años posteriores resultó indispensable para el crecimiento económico de Estados Unidos.

La enorme inversión de Estados Unidos en educación superior a finales de la década de los 50 se hizo estimulada por el satélite Sputnik de los soviéticos. El objetivo oficial de la Ley de Educación para la Defensa Nacional, como se denominó, era “ garantizar una mano de obra capacitada de suficiente calidad y cantidad para satisfacer las necesidades de defensa nacional de Estados Unidos”. Pero formó a toda una generación de profesores de matemáticas y ciencias, y amplió el acceso a la educación superior.

La Administración de Proyectos de Investigación Avanzada del Departamento de Defensa sirvió como incubadora de facto de nuevas tecnologías en Estados Unidos. Fue fundamental para la creación de Internet y de nuevas tecnologías de materiales. John F. Kennedy lanzó la carrera hacia la luna en 1962 para que el espacio no estuviera “gobernado por una bandera de conquista hostil” (es decir, la Unión Soviética). La carrera espacial tuvo muchas otras consecuencias para los Estados Unidos.

Luego, en noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. Y, en diciembre de 1991, la Unión Soviética se desintegró.

Enemigos

Solo tres años más tarde, el político republicano Newt Gingrich se convirtió en presidente de la Cámara de Representantes, e instigó el capítulo más airado y divisivo de la historia política moderna de Estados Unidos. Lo viví en primera persona. Recuerdo el cambio que se produjo en Washington, como si se hubiera desatado una tormenta. Semanas antes, los congresistas republicanos me hacían pasar un mal rato de vez en cuando, pero en general eran amables. De repente, me trataban como si fuera el enemigo.

En retrospectiva, no puedo evitar preguntarme si la Guerra Fría había mantenido unido a Estados Unidos, nos había dado un propósito común y nos había recordado nuestra interdependencia. Con su fin, quizás no teníamos otro lugar al que recurrir que a los demás. Si la Guerra Fría no hubiera terminado, dudo que Gingrich hubiera podido lanzar una nueva guerra interna dentro de Estados Unidos. Si la amenaza soviética hubiera permanecido, dudo que Donald Trump hubiera podido tomar el manto de odio y conspiración de Gingrich.

Putin ha unido a una OTAN fracturada. Tal vez también esté uniendo a Estados Unidos. Comparado con el desastre humanitario que ha causado, es un efecto positivo muy escaso, pero tal vez tendrá el mismo efecto en Estados Unidos que el que tuvo la antigua Unión Soviética en la percepción de quiénes somos.

Robert Reich, exsecretario de Trabajo de EEUU, es profesor de políticas públicas en la Universidad de California en Berkeley y autor de Saving Capitalism: For the Many, Not the Few The Common Good. Su nuevo libro, The System: Who Rigged It, How We Fix It, acaba de salir. Es columnista de The Guardian en EEUU.

Traducción de Emma Reverter

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