Diez años después del colapso de Lehman Brothers, no hemos aprendido nada
Es agosto de 2005 y las personas que están al mando de la economía mundial se reúnen en las montañas de Wyoming. Llegan en aviones ministros de Economía y presidentes de bancos centrales. Frente a esta élite global, el economista jefe del Fondo Monetario Internacional dará la advertencia más dura de su vida. Raghuram Rajan debe intentar evitar una catástrofe, pero cuando se está yendo le dice a su esposa: “En esta reunión, me consagro o quedaré como un tonto para siempre”.
Se supone que la cumbre es una gran fiesta de despedida para Alan Greenspan, quien se retira tras casi dos décadas al frente de la Reserva Federal de Estados Unidos. “Todos competíamos por decirle qué bueno había sido como banquero central”, me dijo Rajan en una entrevista para un programa de Radio 4 que se emitirá este mes. Relató que incluso había comenzado a recopilar datos sobre una presentación de “todas las cosas maravillosas que habían sucedido” en el mundo financiero desde que había comenzado el reinado de Greenspan. Pero cuanto más investigaba, más se atemorizaba.
Las personas a cargo de nuestros ahorros y pensiones estaban recibiendo sumas enormes a cambio de asumir riesgos extremos y vender productos financieros tan complejos que pocos eran conscientes de los peligros. Rajan pensó que, al menor resbalón, se produciría una catástrofe.
En 2005, los economistas más poderosos del mundo no reaccionan con terror, sino con risas. A Rajan le dicen que tiene un pensamiento “de la Edad de Piedra”. Nada menos que el exsecretario del Tesoro de Bill Clinton, Larry Summers, lo califica de “ludita”. ¿Acaso no sabía que las crisis bancarias eran cosa del pasado?
Tres años después, el 15 de septiembre de 2008, la historia le dio la razón a Rajan cuando el mundo financiero colapsó. Lehman Brothers se derrumbó y, sólo tres semanas después, el presidente del Royal Bank of Scotland llamó al canciller Alistair Darling para advertirle de que esa misma tarde el mayor banco del país se quedará sin efectivo. Refugiado en Downing Street, el primer ministro Gordon Brown se enfurece: “Explotará todo. Si no se puede comprar comida ni gasolina ni medicinas para los niños, la gente romperá los cristales y saqueará las tiendas. Será una anarquía. Debemos pensar: ¿declaramos el estado de sitio, enviamos al Ejército a las calles, cómo haremos para restaurar el orden?”.
Aquel noviembre, la reina visitó la London School of Economics y preguntó a los expertos reunidos allí: “¿Cómo nadie lo vio venir?”. Lo que no le dijeron es que Rajan y algunos otros sí lo hicieron, sólo que el resto se burló de ellos y los dejaron a un lado, presionándolos para que no dijeran nada más. Uno de los que presionó fue el mismísimo Brown.
Durante años antes del colapso, economistas, banqueros y políticos estuvieron fervientemente de acuerdo en que el mundo necesitaba más finanzas en todos lados. La deuda podía reemplazar a los salarios. A los estadounidenses pobres se les obligaría a aceptar hipotecas “subprime”. Los préstamos sobre el salario rescatarían a los extrabajadores de Stockport.
Ésta era la globalización financiera y, desde la caída del Muro de Berlín hasta la muerte de Lehman, fue el único juego permitido. Durante más de dos décadas, el consenso se convirtió en ortodoxia y la ortodoxia se endureció para convertirse en dogma. Los escépticos, como Rajan en Estados Unidos, Steve Keen en Australia o un pequeño sector marginal de la izquierda británica, eran considerados imbéciles. No merecían puestos jerárquicos ni académicos, ni estar a cargo de instituciones importantes.
Mucho antes de que existiera la polarización política y las multitudes enardecidas, eran los poderosos los que no soportaban la discrepancia. El resultado fue el primer colapso financiero, y luego una crisis política que finalmente ha alimentado el extremismo de esta década.
Cuando, de cara a las elecciones presidenciales estadounidenses de 2008, preguntaron a Greenspan si prefería a John McCain o Barack Obama, respondió: “Gracias a la globalización, las decisiones políticas en Estados Unidos han sido en gran parte reemplazadas por las fuerzas globales de los mercado. Da casi igual quién sea el próximo presidente”. Los votantes se quejaban de que los políticos se veían y hablaban todos de la misma forma, pero para el expresidente del Banco Central de Estados Unidos y sus amigos de Wall Street, esto era una ventaja. Y la tendencia era internacional.
El mismo día de junio de 2006, Brown y David Cameron dieron sendos discursos en Londres sobre políticas bancarias. Uno de ellos es laborista, el otro conservador, sin embargo ambos le hablaron a la City londinense en los mismos términos enamorados. Para Cameron, Londres era “una gran historia de éxito en Reino Unido”. Brown creía que el “éxito de Londres” demostraba los milagros de “una regulación liviana, un ambiente fiscal competitivo… abierto a la competencia y a nuevas ideas”. En boca de Cameron, eso se transformó en: “Bajos impuestos. Menos regulación. Apertura. Innovación”. Parecían un par de cacatúas en la misma jaula.
Era casi gracioso, si uno no sabía que, según cifras del FMI, el chiste le iba a costar a cada hombre, mujer y niño de Reino Unido unos 21.386 euros en rescates al sector financiero, préstamos y garantías del Estado.
Brown y Cameron creyeron las promesas del mundo financiero: que generarían empleo, impuestos y crédito vital. Ninguna de estas promesas se cumplió. Incluso durante su mejor momento en la historia, la industria financiera casi no creó empleo, tal y como demostró el economista jefe del Banco de Inglaterra, Andy Haldane.
¿Impuestos? El total de pagos del sector financiero al Tesoro Público entre 2002 y 2008 fue compensado immediatamente por el precio por adelantado de los rescates bancarios. Con respecto a préstamos a fabricantes u otros emprendedores productivos, nada de nada. El profesor Sukhdev Johal, de la Queen Mary University de Londres, calcula que ellos recibieron poco más del 6% del total de préstamos. Esta cifra queda pequeña comparada con el 33% de préstamos que los bancos ofrecieron a otras instituciones financieras.
Nuestra clase política dejó alegremente a un lado a otras industrias y regiones, priorizando los espejismos económicos que ofrecía la City. Pueblos y ciudades que fueron desangrados por Margaret Thatcher fueron sermoneados por Tony Blair sobre la importancia de atraer empresas financieras y servicios de “alto valor”. Incluso después del colapso económico, Cameron declaró que las finanzas eran de “interés nacional” y salió volando de una cumbre en Bruselas para intentar salvar al sector de ser profundamente regulado. ¿Y un pueblo industrial como Redcar? Pues, que se muera.
La política y la economía actuales no pueden escapar de las repercusiones de aquella crisis. Se puede trazar una línea recta desde Lehman hasta Donald Trump, o desde el Royal Bank of Scotland a la austeridad y al Brexit. Sin embargo, por más tomates podridos y titulares del Daily Mail que se lancen al mundo financiero, seguirán estando al mando de nuestra política.
Del sector financiero provino más de la mitad del dinero para la campaña del partido de Cameron cuando llegó al poder en 2010. Uno de cada cuatro miembros conservadores del Parlamento elegidos en 2015 tiene antecedentes en el mundo de las finanzas, más que todos los que han trabajado en escuelas, universidades, el sector sanitario, las Fuerzas Armadas y la agricultura, juntos. Todos los informes del Gobierno sobre los bancos después de la crisis están realizados por banqueros, y Mark Carney, del Banco de Inglaterra, celebra la posibilidad de que el sector financiero tenga un valor veinte veces superior al PIB.
La tarea más importante de nuestra era es construir una economía en la que el sector financiero se reduzca, responda a las necesidades de otras industrias y sea menos voraz en busca de beneficios rápidos y elevados. Diez años después de la crisis, Reino Unido apenas ha comenzado a realizar ese trabajo.
Traducido por Lucía Balducci