Durante 12 horas diarias, seis días a la semana, Hamza se sienta delante de una máquina de coser en un almacén oscuro en el sur de Turquía. Este sirio pueden realizar la mayoría de los trabajos de la cadena de producción: sabe cómo moldear la piel para darle forma de zapato y cómo adjuntar la suela con pegamento. Hoy, Hamza une las distintas partes con la ayuda de la máquina de coser y su jefe le dirige una mirada de aprobación.
“Puede hacer unos 400 zapatos al día”, indica el capataz: “Es un hombre de verdad”.
En realidad, no lo es. Tiene 13 años; es un niño. De hecho, uno de cada tres trabajadores de esta fábrica lo es. Y no se trata de un caso aislado. Según el Fondo de la ONU para la Infancia (Unicef), Turquía acoge 2,7 millones de refugiados y la mitad son niños. El 80% de estos menores no asiste a la escuela. Según estimaciones de esta agencia, la mitad de los niños sirios en edad escolar que se han refugiado en los países vecinos, unos 2,8 millones de menores, no disponen de medios para ir a la escuela.
Los activistas creen que muchos de estos niños trabajan para ganar un jornal muy por debajo del salario mínimo. En la ciudad donde vive Hamza, situada en el sur de Turquía, varios grupos locales de ayuda a los refugiados han estudiado esta situación en profundidad y han llegado a la conclusión de que las escuelas para niños sirios que la ciudad ha habilitado solo tienen capacidad para unos 21.000 menores; un tercio del total.
“Los otros dos tercios trabajan”, indica Kais al-Dairi, director de la Syrian Relief Network, la coalición de agencias humanitarias que ha impulsado este estudio: “Y los profesores nos dicen que muchos de los 21.000 niños matriculados terminarán colgando la escuela en algún momento. Les dicen que tienen un trabajo y no pueden ir a clase porque tienen que mantener a su familia”.
“Ya hemos perdido una generación”
Dairi afirma que esta situación se repite en cientos de ciudades a lo largo y ancho de la región y que el daño ocasionado a una generación entera de niños sirios es irreversible. Algunos hace cinco años que no van a la escuela: “Incluso en el supuesto de que hoy mismo cesaran las hostilidades y se lograra la paz, el daño ya está hecho y nos tendríamos que limitar a evaluar cómo gestionarlo. Ya hemos perdido una generación. Estamos luchando para no perder la siguiente”.
El caso de Hamza sirve para comprender qué está pasando. Hace dos años, su padre fue presuntamente decapitado en el norte de Siria por combatientes del Estado Islámico y la familia huyó a Turquía. Su madre trabaja como señora de la limpieza para los caseros de la familia, una pareja de ancianos que, a cambio, les bajaron el alquiler. Sin un cabeza de familia, no tienen ninguna otra entrada de dinero. Para poder comprar comida, Hamza y sus dos hermanos, Tarek y Hammouda, trabajan en la fábrica de zapatos local. Ganan menos de 10 dólares diarios, una cantidad inferior al precio de uno de los pares de zapatos en la tienda.
“Me encantaría ir a la escuela, echo de menos leer y escribir”, afirma Hamza: “Pero si vuelvo a las aulas nadie va a traer comida a casa”. En el humilde hogar de la familia, un apartamento de una habitación situado cerca de la fábrica, la madre de Hamza asiente con la cabeza: “Tienen que trabajar”, señala: “Si mis hijos no trabajaran, no sobreviviríamos”.
Para los investigadores de Hayata Destek, una organización no gubernamental turca que evalúa la situación de los refugiados sirios, la difícil situación de Hamza les resulta familiar. Según los estudios que han llevado a cabo sobre la población siria en Estambul, el 60% de las familias sirias tiene unos ingresos familiares de entre 500 y 1.500 liras turcas (entre 150 y 450 euros) mensuales. Sin embargo, se gastan unas 1.600 liras (480 euros) al mes, indica Gonca Girit McDaniel, que coordina un programa de la organización. “Gastan más de lo que ganan. Tienen que pedir dinero prestado o tienen que permitir que sus hijos trabajen”.
El salario de los sirios adultos es bajo porque Turquía no les ha dado un permiso de trabajo y los patrones les pagan un jornal por debajo del salario mínimo. En enero se aprobaron varias leyes laborales para impedir estos abusos pero la realidad es que la situación prácticamente no ha cambiado. En vez de permitir que todos los refugiados sirios mayores de edad puedan trabajar, la ley otorga un permiso de trabajo a los que ya tienen un contrato laboral. Esta medida no parece tener en cuenta la triste realidad; la mayoría de empresarios no tienen ningún interés en contratarlos.
“No podemos conseguir un permiso de trabajo”, explica Zakariah, un sirio de 37 años que trabaja, explotado, en un taller en Estambul: “Es imposible. Si los patronos nos ayudaran a conseguir un permiso de trabajo tendrían que pagarnos como a un trabajador turco y nunca les va a interesar hacerlo”.
Por este motivo, Zakariah trabaja por menos del salario mínimo y no puede mantener a sus seis hijos; necesita otra fuente de ingresos. Se ha visto obligado a mandar a su hijo mayor, un niño de 12 años, a otro taller. “Me gustaría que mi hijo fuera a la escuela”, lamenta Zakariah. “Si todavía viviéramos en Siria, bajo ninguna circunstancia permitiría que mi hijo trabajara. Sin embargo ahora gano unas 1.200 liras turcas (unos 360 euros) y mi salario no nos permite llegar a fin de mes.
Prefieren explotar a niños
A veces los niños trabajan porque a ellos les resulta más fácil conseguir una ocupación. Varios estudios de Hayata Destek muestran que en cerca de la mitad de las familias sirias que viven en Hatay, una ciudad del sur del país que acoge a un gran número de refugiados sirios, el único sostén del hogar es un menor. “Hay una escasez de trabajos disponibles para los adultos”, explica Sezen Yalcin, el responsable del programa de protección de menores de Hayata Destek. “Los adultos son menos vulnerables que los niños y los patronos prefieren contratar a trabajadores jóvenes para presionarlos y explotarlos”.
Otra causa indirecta del trabajo infantil es la falta de acceso a una educación. Teóricamente, Turquía garantiza el derecho a la educación de los menores refugiados pero en la práctica esto no es así. Las familias denuncian las largas listas de espera para tramitar el papeleo y conseguir la documentación necesaria para poder matricular a sus hijos. Por otra parte, los directores de las escuelas pueden interpretar la ley como mejor les convenga y tienen el derecho a denegar una plaza a un niño sirio si pueden demostrar que el nivel de la clase bajaría si lo admiten y que esto afectaría a los demás estudiantes.
El año pasado Bouchra, una madre soltera siria que vive en Estambul, intentó matricular a su hijo en la escuela del barrio pero el director del centro se la sacó de encima. Le dijo que tenía que pagar el equivalente de dos meses de su salario para que la asesoraran; lo cierto es que la ley establece que este asesoramiento es gratuito. Tres meses más tarde, su hijo fue admitido en una escuela nueva, construida especialmente para los niños sirios, pero solo después de que ella se presentara ante las autoridades locales con una lista de 500 menores que no estaban escolarizados.
La coalición Syrian Relief Network señala que en la ciudad de Gaziantep la situación es muy parecida. Proporcionalmente, son pocos los niños sirios que asisten a la escuela. Se han construido 42 centros educativos para niños sirios, que de media albergan a unos 500 alumnos. Más de 70.000 menores en edad escolar se han quedado fuera.
Los activistas advierten de las profundas consecuencias de esta situación. El primer problema a corto plazo es que los niños que trabajan en talleres están siendo maltratados. “El acoso sexual es muy frecuente y también el maltrato físico”, señala Kais al-Dairi, de la coalición Syrian Relief Network: “He hablado con muchos de ellos y me cuentan con toda la inocencia del mundo que ese hombre les ha agarrado la mano, que se los ha intentado llevar a algún rincón o que los ha intentado tocar”.
El hijo de Zakariah afirma que el capataz lo maltrata: “el jefe me golpea con un destornillador, un metal, lo que sea que tenga en la mano”, lamenta Sayed: “Una vez me ordenó que apagara la radio y entonces, todavía no se porqué, me golpeó con una botella”.
Cuando le preguntamos por el maltrato infantil en la ciudad donde vive Hamza, su jefe reconoce que es una constante en muchos otros talleres. Sin embargo, asegura que en su fábrica todos los trabajadores menores son tratados con respeto y que de vez en cuando incluso los obsequia con alguna clase. “No contrato a estos niños porque los necesite”, puntualiza el hombre, que antes de huir de Siria trabajaba como funcionario: “Consiento que trabajen porque necesitan ayudar a sus familias”.
Los activistas advierten de las consecuencias a largo plazo del trabajo infantil masivo y del abandono escolar. Creen que esto dará lugar a una generación sin estudios, frustrada y con muy pocas posibilidades de desempeñar un papel productivo en la sociedad, sea en Siria o en otro lugar. En el mejor de los casos, muchos tendrán dificultades por integrarse y en el peor, podrían optar por la violencia. “Una tendencia que nos preocupa especialmente es el reclutamiento de menores para la guerra de Siria”, informa Unicef: “Los niños afirman que las partes en conflicto los animan a alistarse y les ofrecen regalos y un salario de unos 400 dólares mensuales”.
Según Dairi, muchos de estos niños soldados son menores que vivían en Turquía pero que no han podido construir una nueva vida y han optado por regresar a Siria. “Esto ya está pasando”, lamenta: “Vemos decenas de casos. Sienten una gran frustración. Todos los días los humillan. No tienen futuro. Quieren regresar a Siria. Y lo único que pueden hacer en Siria es luchar”.
A pesar de las dificultades y del endurecimiento de las políticas para los refugiados que intentan entrar en la Unión Europea, muchos padres sirios siguen pensando que Europa es una buena opción. “No lo hago por mí, lo hago por mis hijos”, explica Zakariah: “Quiero que mis hijos vivan en Europa porque solo así podrán ir a la escuela”.
The Guardian ha cambiado algunos nombres para proteger a las fuentes.
Traducción de Emma Reverter