Tepango de Rodríguez, en el estado de Puebla, se había salvado hasta ahora de la epidemia de coronavirus que ha arrasado México dejando miles de muertos a su paso. Con unos 4.000 habitantes y en lo alto de la Sierra Norte, el pueblo fue de los primeros en aplicar estrictas medidas de prevención, cerrando su mercado de alimentos y abriendo puestos de control sanitario.
“La concejal de salud puso mucho empeño en recordarle a la gente que se quedara en casa y usara mascarillas”, cuenta Ismael Domínguez Ruiz, un historiador que lleva una página de Facebook en el pueblo. “Prácticamente iba puerta por puerta recordándole a la gente lo que había que hacer”.
En mayo, Tepango de Rodríguez fue incluido en una lista de 324 pueblos con autorización del Gobierno mexicano para reabrir antes que el resto, como parte del programa 'Municipios de la Esperanza'. En un intento de mitigar el devastador impacto económico de las medidas de confinamiento, el programa permitía que los lugares sin casos de COVID-19, y sin contagios en las zonas circundantes, comenzaran a levantar las restricciones.
Pero menos de dos meses después México se convertía en uno de los países más afectados del mundo, entre los diez primeros. Con cerca de 330.000 casos confirmados y más de 37.000 muertes en todo el país, la lista de los Municipios de la Esperanza se ha reducido a unas pocas decenas.
El pueblo de Ometepec, en Guerrero, no llegó ni a 14 días en la lista. “En pocas semanas pasamos de ningún caso a 47 confirmados y seis muertes”, dice Ulises Moreno Tavárez, uno de sus habitantes.
Según el doctor Carlos Magis Rodríguez, profesor de Medicina e investigador de Salud Pública en la Universidad Nacional Autónoma de México, la falta de medidas estrictas de cierre condenó la estrategia desde el principio. “Podría haber funcionado con un estricto control de entradas y salidas, estableciendo una cuarentena a la llegada”, dice Magis Rodríguez. “Ha funcionado en los lugares que en la práctica han sido como islas”.
El cierre de la capital del país ha complicado aún más las cosas, enviando a miles de posibles portadores del virus de vuelta a las zonas rurales. Según Magis Rodríguez, en pueblos remotos donde los lugareños instalaron puestos de control sanitario, “se bloquearon los accesos para impedir la llegada de visitantes con el virus, pero no la de los residentes que volvían de Ciudad de México”.
En toda América Latina, las familias pobres se han enfrentado a una elección terrible: obedecer las medidas de confinamiento y morir de hambre, o aventurarse a trabajar pese al peligro de contagio.
A diferencia de otros líderes, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador no ha introducido medidas de estímulo para ayudar a la población más vulnerable. En vez de eso, ha impulsado una serie de severas medidas de austeridad, incluso cuando hablaba de la importancia de mantener abierta la economía.
Conocido popularmente como AMLO, el presidente también ha restado importancia a la pandemia. En abril dijo que México había “domesticado” al virus y en varias ocasiones ha repetido que hay que mantener abierta la economía usando un tono claramente más relajado que el de Hugo López-Gatell, coordinador de la lucha contra la COVID-19 en México. Después de que López-Gatell expresara esta semana su preocupación por rebrotes en zonas reabiertas demasiado pronto, el presidente lo contradijo insistiendo en que “salir a la calle es necesario, si nos ganamos la vida en la calle”.
Una de las tasas de test más baja del mundo
México tiene una de las tasas de pruebas más bajas del mundo, con aproximadamente 2,5 test por cada caso confirmado, frente a los 12,52 de EEUU, los 22,57 de Reino Unido y los 359,2 de Nueva Zelanda. Las autoridades reconocen que la falta de pruebas hace que no se estén contabilizando todos los contagios y muertes por coronavirus, tampoco en la capital.
La mayoría de los Municipios de la Esperanza ni siquiera había hecho pruebas de coronavirus cuando se les permitió reabrir. En su mayoría eran pequeños pueblos rurales con una infraestructura de salud y transporte limitada. Los mismos factores que habían retrasado la llegada del virus hicieron más difícil la identificación y el tratamiento de la enfermedad.
Incluso en ciudades con hospitales, las infraestructuras locales de salud no garantizan una respuesta rápida a las pruebas. “Aquí solo te hacen pruebas si tienes síntomas bastante graves”, dice Moreno Tavárez, que tras experimentar síntomas de la COVID-19 se hizo en mayo el test en el centro de salud local de Ometepec. “Desde aquí llevan las pruebas hasta Acapulco, y solo te envían los resultados si das positivo, dejando en ascuas a todos los otros que se han sometido a las pruebas”.
Moreno Tavárez se recuperó totalmente tras varias semanas de autotratamiento. Pensó que lo que había pasado no era la COVID-19 hasta que el 30 de junio recibió el resultado de las pruebas: positivo.
En la costa del Pacífico del estado de Guerrero, el pueblo de Juchitán, de unos 2.000 habitantes, fue el último en mantener su estatus de Municipio de la Esperanza. A finales de junio, se diagnosticaron casos en los pueblos vecinos, pero para ese momento la vida en Juchitán ya había vuelto a la normalidad, con los restaurantes, las tiendas y los colegios abiertos. “La gente ya no tiene cuidado”, dice Edgar Liborio Huerta, que trabaja como administrador de una constructora. “Muy pocos usan mascarillas”.
Hasta ahora ningún residente de Juchitán ha sido diagnosticado con COVID-19. Entre otros motivos, porque para hacerse la prueba tendrían que acudir a un hospital en Acapulco, a unas tres horas en coche, o a Ometepec, a unos 40 minutos.
A pesar de eso se rumorea que ya ha habido muertes por coronavirus. Según la lugareña Elizabeth Liborio Magaña, un familiar de su marido es uno de los casos sospechosos. “Él tenía problemas de asma y no se estaba sintiendo bien”, dice. “Le dio fiebre y murió de un fallo respiratorio, pero no han dicho si fue por culpa del coronavirus”.
Para evitar un brote local, las autoridades de Juchitán siguen con las medidas de prevención. Cancelaron las fiestas patronales de la ciudad de julio y agosto, a las que suelen acudir visitantes de toda la región. Mientras tanto, la lucha entre la salud y la economía continúa. “Tenemos que volver lentamente a la normalidad”, dice Liborio Huerta. “No porque la pandemia haya terminado, sino por la economía”.
Traducido por Francisco de Zárate.